Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

18 mayo 2012

El viaje al fin de la noche, Celine

Pocas cosas tan gozosas, bien entrado en la edad de las despedidas, como librarse de un prejuicio.

En un magnífico “librito” (no es peyorativo, es que es demasiado corto para el inmenso placer que produce su lectura) titulado “La felicidad de los pececillos”, de Simon Leys (El Acantilado) leía hace unos meses: “las primeras páginas de ‘El viaje al fin de la noche’ de Celine producen físicamente (carne de gallina) la impresión del genio en estado puro. Es perturbador”. Más adelante, Leys afirma: “lo cual explica el contraste a veces impresionante entre el esplendor de una obra y la maloliente miseria humana de su autor”.

Así que decidí arrojar de mí el prejuicio que tenía contra Celine y leer esa novela de la que una selecta elite que admiro hablaba siempre como lo hace Leys, considerándola una obra maestra y una de las más importantes del siglo XX. Para decidirme a leerla, me autoconvencí con una triquiñuela, diciéndome que el libro lo había escrito en mil novecientos veintitantos, lo suficientemente antes de su posicionamiento antisemita en la Segunda Guerra Mundial cuando algunos de sus opúsculos echaron más leña al fuego de los crematorios.

Fue un gran acierto leer su desasosegante e implacable novela, y me vi recompensado con el “goce” de un libro brutal, sin concesiones, con uno de los alegatos antibelicistas más contundentes que he leído y que además disecciona al ser humano del siglo XX como sólo algunos iluminados por la sabiduría, como Albert Camus, han conseguido.

La novela, después de una primera parte dedicada a la masacre infame de la I Guerra Mundial, aborda el mundo del colonialismo, retratando a la perfección a esa clase de “aventureros” en el peor de los sentidos, en del “aventurerismo” profesional de tipos desubicados e inanes. Una categoría de subhumanos que no ha desaparecido en nuestros días aunque el colonialismo nominalmente haya sido erradicado. Muchos expatriados (diplomáticos, oenegeros, sacerdotes…) que he tenido la gracia y desgracia de conocer en mi vida reproducen gesto a gesto el patrón dibujado inmisericordemente por Celine.

Después la novela nos retrata los Estados Unidos de Norteamérica, y luego el mundo rural francés y el territorio de los médicos y su relación con la miseria humana de la enfermedad y, por fin, la muerte. Sin dejar de contarnos, con el cinismo propio de su tiempo, lo que pueden ser el amor y las relaciones de dependencia y aniquilación. Y todo ello creando unos personajes inmortales porque son un poco, o un mucho, nosotros mismos.

Apenas trascribiré aquí unos párrafos:

“Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer...”
 
“Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan endosársela a alguien. ‘Es usted muy guapa, señorita’, van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo truqillo. ‘¡Es usted guapísima, señorita!’...

Y después venga a jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada...”

“Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero que muy harto de oírte hablar siempre... Abrevias... Renuncias... Llevas más de treinta años hablando... Ya no te importa tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres... Sientes hastío... En adelante te basta con jalar un poco, tener un poco de calorcito y dormir lo más posible por el camino de la nada. Para recuperar el interés, habría que descubrir nuevas muecas que hacer delante de los demás... Pero ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y tristeza. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que ya no pasa casi nadie.

Puestos a aburrirse, lo menos cansino es hacerlo con hábitos regulares...”

Lo dicho, me alegro, como pocas cosas ya me satisfacen, de haber sabido a tiempo librarme de un prejuicio.

Dice Germán Gullón en una reseña sobre Knut Hamsun (otro escritor –y premio Nobel- que fue presa de la turbulencia de los tiempos de los totalitarismos) que “hay genios literarios a quienes un traspiés biográfico coloca del lado equivocado de la historia, donde sufren sepulcralmente el desdén perpetuo. Borrados de la nómina de hombres ilustres, sólo la grandeza o novedad de sus obras les saca a veces de la sombra”.

El traspiés de estos dos escritores, como el de Neruda estalinista, fue mucho más que eso, fue un delito de lesa humanidad que otros muchos cometieron, científicos, poetas, políticos, filósofos… Lo uno, sus obras artísticas, no los redime de lo otro, su vesania. Pero igual que he dicho que hay tantas obras extraordinarias en el mundo que dejar de leer algunas de tipos infames no nos perjudica, reconozco que en este caso nadie debería perderse “El viaje al fin de la noche” de Louis Ferdinand Celine (Ed. Edhasa).

Y puestos a no leer algo, hay que aceptar también que pésimas obras de escritores que no han dado traspiés alguno en sus existencias, merecen menos aún ser leídas aunque supuestamente sus autores hayan sido inmaculados. Por eso me aplico a menudo para mi propia armonía lo que dijo Schopenahauer: “El arte de no leer es muy importante. Éste consiste en no interesarse en todo cuanto llama la atención del gran público en un momento dado. Cuando todo el mundo habla de cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no dejará de tener nunca lectores. Para leer buenos libros, la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”.
jaime alejandre

3 comentarios:

Nines Díaz Molinero dijo...

Esta alumbradora entrada me ha convencido para leer, sin prejuicios, a Celine.

Gracias, Jaime.

R.Borge dijo...

Joder, Capitán, cuanto guiso ha puesto usté en la marmita a cocinar. Seremos fieles a su conseja y buscaremos cuánto antes el momento de "viajar al fin de la noche", aunque el refranero especifica, muy cabrón él, que por la NUIT todos los gatos son pardos, con perdón. ¿Este Shopenhauer es de la misma escudería que Raykonen o corre por su cuenta sin esponsor? ¡Mira que dice verdades como puños este quillo!
Saludos, hermano. Grato siempre aprender bajo su sombra, Capitán.

Julio dijo...

Anoto: Celine; y dejar de leer inconsistencias.
Gracias de nuevo.