Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

20 octubre 2019

Contra los talleres o haciendo amiguitos


“… Es imposible enseñar la esencia del arte. Todo lo que el saber universal puede proporcionar acerca de sus técnicas dará como resultado, en el mejor de los casos, una imitación o una réplica del arte anterior. Lo insustituible en cualquier pieza de arte no es nunca, en última instancia, la técnica ni el oficio sino la personalidad del artista, la expresión de su sensibilidad, que es única e irreemplazable. Los grandes avances de la técnica se han ido produciendo para cubrir esta necesidad. Y las técnicas en sí mismas son siempre reducibles a ciencia, es decir, se pueden enseñar y aprender. Después de que Joyce escribiera, de que Picasso pintara y de que Webern compusiera, ya solo se requiere una mínima destreza, además de paciencia y práctica, para copiar sus técnicas. Sin embargo, todos sabemos por qué estas técnicas que producen copias, incluso las que se han hecho con tanto esfuerzo, por ejemplo en la pintura, como para despistar a los expertos de museos y salas de subastas, no tienen ningún valor al lado de la obra del artista original. No es suyo, no es arte, sino simple imitación… Es necesario contar con una disposición artística, creativa o puramente personal que vaya más allá del imperio de la enseñanza… Un manual sobre sexo jamás será un ars amoris; tal vez podamos hablar de un compendio de técnicas d acoplamiento, pero nunca del arte de amar…”.
Palabras de John Fowles, en su ensayo “El árbol” (Ed. Impedimenta), que reivindico ante la proliferación de talleres literarios.
Talleres en los que no creo en absoluto si son de esos en los que uno muy sabio y muy magíster enseña a escribir (y a leer, de paso) a los que poco o nada saben. Es un decir lo de sabio y magíster pues muchas veces el profesorado de estos talleres apesta a mediocridad y funcionarial visión de la literatura.
Talleres que me temo solo proliferan cual setas hoy por una doble motivación, en ambos casos espuria. Por una parte la de aquellos que pretenden vivir de dar clases, crean o no crean en la bondad que pueda residir finalmente en las doctrinas impartidas.
La otra motivación es la de los alumnos, claro, los que pretenden asaltar el cielo de la notoriedad sea como sea, versificando penosos poemas si ahora es la moda, arreándose a bofetadas en negras novelas cuando triunfan éstas, y siempre dale que te pego a la novela histórica bestselerizada, que esa siempre está en boga, con su capítulo del cementerio, su cuadro que contiene un enigma y un embarazo sorprendente justo pasada la primera mitad del centón.
En fin, en mi proverbial empeño por hacer amiguitos, solo se me ocurre una bondad en los talleres (y conste que también yo un día tuve la tentación, Deo gratias insatisfecha, de plantearme montar un taller. Aunque limitado a tres alumnos como máximo, o sea que no era para vivir de ello, pero era imperdonable debilidad). Digo, apenas salvaría los talleres que sirvieran para que alguno de los excesivos arribistas aburridos, o jubilatas a la busca del júbilo perdido, o divorciados que se procuran oportunidades de hallar pareja y lo mismo se apuntan a un coro que a un club de senderismo que, eso, a un taller literario… una vez apuntados a éste, en dos sesiones dejaran definitiva y ad aeternum de escribir tras descubrir, gracias a su buen profesor, que lo que ellos o ellas, pupilos, alumnas iban a escribir ya está escrito diez veces siglos atrás y mejor.
Pero si el taller es para que las huestes de menesterosos de reconocimiento público se crean que son genios, nanay de la China… Porque con talento literario se nace, como con mano para pergeñar el boceto de un rostro o con oído para diferenciar un sostenido de un bemol. Ese talento nato, luego se desarrolla, generalmente en la adolescencia, se perfecciona con fracasos y recomendaciones y sin parar de leer. Y si ello no sucede, se diluye en la nada de la grisura de los tiempos inanes. Pero el talento no se genera de la nada porque te den tres meses de clase. El escritor, el artista, como el dinosaurio de Monterroso ya estaba allí, no lo creó del magma, de una sopa galáctica, big-bang mediante, ni siquiera un demiurgo de la altura de Enrique Gracia Trinidad. Éste, con su muy docto saber, sus muchos milenios de lecturas a las espaldas, el ojo y el cerebelo, solo podrá, si acaso, pulir a “algunoas” talleristas, pero sacar de donde no hubo… no. Ni él podría.
Bueno, valga que, puestos a salvar categorías concretas de talleres, también se me ocurre, por motivo alternativo, amparar los talleres a los que te apuntas solo por conocer a un autor… Eso me parece lícito siempre que uno no aspire a que con tales enseñanzas pueda imitarlo… Baste que el conocimiento personal del maestro te aporte un añadido al ámbito de tu capacidad de comprensión y emoción de la obra del autor admirado a cuya masterclass asistes… Eso es todo. ¡Qué no habría dado por escuchar a Romain Gary, a Camus, hablar de sus propias ficciones! ¡Inolvidable disfrute el de los tres días que yo mismo pasé con Rafael Pérez Estrada desvelando su incomparable obra!
Y puestos, por último, a rescatar de la hoguera el negocio de los talleres (eso son y no otra cosa), estaría dispuesto a aceptar los tipo reunión de pares para compartir talento. Claro que entonces no estamos ante un taller, sino en una pura tertulia, algo muy razonable, aunque a menudo éstas sean, a fin de cuentas, pura ceremonia de la vanidad.
En fin, cualquier otro motivo tallerístico me parece emético.
Termino. Permítaseme, perdón por la excesiva longitud del cometario, un último apunte relacionado tangencialmente con el talento innato y la creación imitada, aprendida, que no es creación sino recreación, clonación.
Hace veinticinco años, en el instituto Cervantes de Viena asistí a un diálogo entre dos novelistas españoles record de ventas ambos. Uno de ellos, ese que escribe ahora del Cid. El otro, hijo de un renombrado filósofo que acostumbraba a usar para sus títulos infalibles versos de Shakespeare.
Este último le preguntó al primero cómo escribía sus folletines pseudohistóricos, bueno él dijo, “¿cómo escribes tus novelas?”. El otro le soltó que se pasaba un año o más documentándose, tomando notas, haciendo esquemas temporales y de situaciones, definiendo personalidades y vicisitudes. Y cuando ya tenía todo, todo claro y sabía exactamente cuanto iba a suceder, sin duda alguna, escribía la novela siguiendo el itinerario trazado en sus cuadernos sin saltarse una coma. El shakesperiano novelista añadió entonces: “o sea, ¿preparas todo, apuntas cada mínimo detalle, decides paso a paso cuantas cosas van a suceder, hasta el momento en que ya sabes religiosamente y sin posible improvisación tu historia?”. “Sí”, respondió el académico decimonónico. Encantado, ufano, pavoneado. Pero quedose mudo cuando el otro le espetó, “pero ¿si ya los sabes todo en tu mente y en tus notas, entonces para qué escribes la novela?”.
Eso creo yo, que si el propio autor no se sorprende según va escribiendo su historia, si alguno de los personajes no crece por su cuenta, si las situaciones no te llevan a donde ni imaginabas llegar, entonces ¿para qué escribir la historia? Fowles lo remata así: “Solo los novelistas que escriben mecánicamente, como si fabricaran salami, son los que le dan una inmensa importancia a la investigación y los que se dedican a almacenar sus datos”.
Los otros viven afuera de la aséptica alquitara, infectados por el delicioso virus de la autenticidad.