Nunca es tarde si la poesía es buena, reza seguramente el
adagio de estos tiempos en los que uno a veces consigue un libro tres años más
tarde de su publicación, como me ha sucedido a mí con este hímnico “Yo he
vivido en la tierra” del poeta Juan Antonio Marín (Los Conjurados, Editorial Polibea, 2011, 66 páginas).
Poemario en el que sólo
ahora, tan tarde (por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa), he podido al
fin sumergirme gratamente acompañado por este terco empecinamiento invernal de
la primavera de 2014.
Juan Antonio Marín nació en Madrid, en el 1968 y ha
demostrado ser un poeta sólido y consistente pues, no en vano, ha publicado
cinco libros de poesía: “El horizonte de la noche”, Premio Adonais 1992 (el
único premio en España que aún, cuando falla, jamás yerra), Rialp 1993; “Como se
nombra el agua”, Calima, 1998; “El mundo
convocado”, editorial Vitruvio, 2002; “Ciudad Iluminada”, Vitruvio, 2007; y este
“Yo he vivido en la Tierra”, en la Colección Los Conjurados, 2011 (hoy
transfigurada en “El Levitador” por eméticas vesanias de los derechos de
propiedad de los nombres), en editorial Polibea, ese milagro justo y necesario,
nuestro deber y salvación, que timonea el prodigio filológico y humano que es
Juan José Martín Ramos, con la lujosa colaboración de Ángel Rodríguez Abad,
Juan Ignacio Serra, Matilde Muñoz y, desde los Elíseos Campos, Ángel Luis
Vigaray.
Este quinto libro de Juan Antonio Marín hace literal honor
al taurino dicho de que no hay quinto malo, y se abre con un clarividente
prólogo del escritor Antonio Lucas que ya apenas con su título desvela lo que
el lector va a encontrar. Sobre todo fascinación. Pero también ese deje de
desencanto sereno que transmiten los versos de este libro con la desnudez que
anticipa la austera fotografía de la portada (también del autor de los poemas).
El libro en sí comienza resueltamente nerudiano
confesándonos el autor que ha vivido en la tierra, “con orgullo, aunque sin
galardones”. Poema puesto ahí, me temo que para desarmarnos, para hacer que el
lector se confíe y entre sin machete entre sus páginas esperando una cosa de
estas al uso de la poesía inane y débil que tanto abunda hoy. Pero
inmediatamente recibimos el contundente espaldarazo de lo que en realidad nos
aguarda: “un pedestal para los que han fracasado / eso es lo que me queda…”,
“en las venas de todos los conformes y a llegar / al necio corazón de los
felices…”. Pues eso, que si nos las prometíamos felices ya podemos recoger
velas para que el huracán no nos desapareje de un solo golpe. Y otro, y otro golpe,
y golpes sucesivos: como ese poema extraordinario que es “A los que nos ha hecho daño la música…” ( ya
tanto, cuánto dolor, en los propios costados de cada lector); “Yo estoy en este
puerto, / en esta ciudad solo, y respiro en la noche / que ignoran los
felices…”.
Aunque en la certera ceremonia del caos clarividente sigan
colándose versos que descolocan al lector cuando está ya por fin más a la
defensiva, versos que se alían con nuestras esperanzas en un desesperante
ejercicio de aguardar y desfallecer que no es sino la imagen misma de la vida:
“soy un hombre… / que sólo se equivoca porque juega, y prueba, / y no porque se
prive de comparecer”; “… que de puro mortales somos invulnerables”. O esos
“caballos mojados” de Juan Antonio Marín que son para mí exactamente la imagen
de aquel Luis Rosales que vivió “con una vaga prudencia de caballo de cartón en
el baño…”. Nada más frágil, más perecedero que una figura de cartón
deshaciéndose imperceptible pero inevitablemente en la ubicua destructora humedad
de un baño.
Y en seguida Juan Antonio Marín nos inocula un nuevo
contrapunto con un “¿A quién le hizo más daño el nacimiento…” desgarrador para quienes también apenas ya
somos llamas pidiendo amor.
Y por supuesto ese poema integral que yo considero la piedra
clave sobre la que se sustenta toda la arquitectura del poemario; me refiero a
“Claro está que hay heridas pequeñas”. En él se comprende y se siente todo lo
que el poeta ha querido compartir con nosotros, poema lustral tras el que todos
los versos anteriores se crecen en sí mismos, aún más, y los posteriores se
despliegan rotundamente con colores de emoción y significación como para ir
“pisando conchas” con “la sabia fortaleza del que sólo es tenaz / cuando sabe
que el tiempo es su herramienta…”, entregados ya a la languidez lunar y la
gravedad terrena, cegados por una injusta luz que sin embargo “luego en la
tarde es larga despedida…”, hasta que podamos “vivir porque no hay que elegir”…
En fin, magnífico libro en el que el lector se sentirá
acogido en sus versos, hermanado incluso. Abofeteado también. Cosas de familia.
Como cuando dice el poeta “solo arrastro mi sombra, y tan sólo mi sombra /
confirma mi existencia…”. Este pobre escritor que soy y que aquí reseña al
poeta Juan Antonio Marín confiesa hoy que desde hace años, en mis viajes (por
ejemplo los dos últimos a Etiopía y al desierto de Wahiba en Omán), acostumbro
a fotografiar mi propia sombra. Nunca me fotografío a mí mismo, pero sí tomo
una imagen de mi espectro, porque sé que tampoco yo soy de esta tierra, aunque captando
tenue y huidiza mi sombra en ella me hago la ilusión de que pueda estar aquí...
con vosotros.
En definitiva, agradezcamos a Juan Antonio Marín que nos
haya entregado tan perturbador libro con el que todos, como el autor podremos
tal vez decir “intenté hacer las paces, / despedirme sin lucha y sin
resentimiento…”. No otra sabiduría ya sobre esta tierra, tierra en la que el
poeta Juan Antonio Marín nos demuestra que “ha vivido”.