Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

04 julio 2021

A veces sucede



Escribo hoy desde un salvífico estupor, desde una estupefacción medicinal. La que ha colonizado mi corazón tras la segunda lectura del “A veces sucede” de Simón Arriaga (Colección Intravagantes, Ed. Evohé, 2021). Nada de lo que pueda reflejar aquí alcanza siquiera la epidermis de la carga de profundidad de un libro que ya es parte consustancial de mi ser, prótesis de cadera con la que podré seguir vagando por esta estremecedora Tierra.

No muchos libros, quitándote el aliento, te lo dan, te dan un respiro ante tanta inanidad de lecturas y ante el hastío que “a veces sucede”, meramente el de vivir. Este es uno de ellos. Un secreto que merece ser develado. Un libro zekkei, 絶景, diría en el Japón que ahora habito: un paisaje tan espléndido que su sola visión, eso, nos deja sin aliento.

Contienen sus páginas una verdad que en ocasiones no comprenderemos con el pensamiento, y sin embargo la entenderéis, sin ambigüedades, con el espíritu. Cada uno su verdad.

“El ruido permanente en el que vivimos es la demencia del sistema elevada al rango de normalidad. Demencia normalizada. Sutura del espacio sonoro. Saturación de mensajes que nada dicen: ruido.

La memoria es un camino. Recordar es trazar una curva; nunca una recta. Normalmente más de una. Conectarlas y transformarlas hasta crear una espiral que permita transcurrir desde el exterior hacia el centro, desde el centro hacia afuera; abrir un sendero cuyos diferentes recorridos inversos permitan resignificar el presente: esa es la tarea de la memoria. Un labrado, un recorrido. Decantaciones: el agua en la roca caliza, estalactitas y estalagmitas, el hielo en los berrocales, la morrena diseminada aquí y allá, como hitos significantes.

El camino de la memoria es, habitualmente, un laberinto intrínseco. La esencia de un laberinto es recordarnos que la línea recta no es siempre la distancia más corta ni, desde luego, la más adecuada: la que conviene. La memoria no gana nada con los atajos. Freud lo sabía, se encontró con ello. Por eso prescindió de la hipnosis. Al sistema no le interesan los laberintos, no tiene tiempo. Por eso potencia la hipnosis, las sustancias audiovisuales psicotrópicas, la alienación de la productividad fuera y dentro de la fábrica, del hogar, de la oficina. El sistema no tiene tiempo que perder, tiempo para lo imprevisto. Lo imprevisible (ya quedó dicho) es el desecho del sistema, de cualquier sistema. Y el recorrido de la memoria es imprevisible, porque es un camino generador de sentido”.

 

En fin, hay tanta verdad en este libro que hace más repugnante la victoriosa corriente de las letras hispánicas hoy, que es la de la impostura, el puro impuro falso espectáculo, la presuntuosidad plagiadora, la simulación de lo que no  se es ni se tiene, el cartón piedra (o el croma actual) donde se finge que sucede lo que no es y nunca será.

Uno encuentra más de lo deseado “famosos” que venden miles de libros sobre el silencio o el desierto, sin conocer en verdad ni lo uno ni lo otro. Triunfadores de la impostura. Pero aquí Simón Arriaga escribe de lo que vive, no vive de lo que escribe. Su autenticidad desgarra sin dolor para zurcir delicadamente el alma del lector que sabe leer, arriesgándose en cada palabra.

Me entristece prever gentes que seguirán regalando su menguante tiempo a mamarrachadas: novelas de adolescentes en colecciones de adultos para evadirse; poemas sentimentaloides abrumados de ripios para buscar pareja; películas de desenlaces clónicos sabidos de memoria para sorpresa solo de los dueños de encefalogramas planos sin cartografía; exposiciones de arte de vanidad banal a la búsqueda exclusiva del escándalo con obras tan vistas, tan antiguas, tan sobadas ya como la burla.

Asistimos a la Dictadura de los escritores del vacío: no pueden expresar lo que sienten y piensan por dos motivos. Uno, por su penosa experiencia vital de acontecimientos cuya mayor hazaña es ir un día en Metro en vez de en taxi.

Justo lo contrario es Simón Arriaga, con una vida repleta de las hazañas de los que él denomina héroes cotidianos, y son mucho más que eso, cuando son como él. Son seres fundacionales de un mundo donde impera la Dignidad y la Emoción.

Y, dos, segundo de los motivos de los escritores hoy de lo inane: así escriben por su desconocimiento infinito de la lengua.

También Simón Arriaga está en sus antípodas. La riqueza verbal de Arriaga es prodigiosa. Y eso le permite adentrarse en los vericuetos y laberintos de la verdad cargado de palabras que la desvelan (sí, en sus dos acepciones: nos descubre lo oculto y, al hacerlo, nos impide ya conciliar el sueño):

“Por el contrario, el individuo que es, que a pesar de todo sigue siendo, lucha solo. Solo o al menos en alianzas evanescentes. Resiste, y eso es lo importante: contra el vértigo y el olvido; contra la fusión y la confusión, la fusión forzada de cualquier entidad imaginaria, deglutiente; contra sus juegos gástricos; contra las pirámides y la ilusión de la gloria; contra las catástrofes cimentadas y el lujo de la pertenencia; contra los contrarios superpuestos; contra la impostura del viento y la marea, contra el cálculo biliar de todas las probabilidades consumadas. Contra la idea de la Idea: de una única idea.

Dibuja espirales donde otros trazan círculos, condensa vapor de agua, talla cristales de cuarzo con las manos desnudas. Lucha para vencer la confusión dominante de los verbos entre los verbos: ser y tener, tener y temer, temer y desear, desear y amar. Amar y ser.

Solo, pero no aislado. Evitando el vértigo de lo inevitable; la anticipación del pasado en un incendio fastuoso, hipnótico y, por tanto, enclaustrante. Evitando la proeza de construir ruinas gregarias, torres de sacrificio, escuelas permanentes, puntos de calado, medidas extremas.

Sin olvidar que el olvido es mucho más que una derrota, porque es la victoria del nihilismo. Y el nihilismo es la muerte del sentido”.

 

Sé por desgracia que pocos, muy pocos (¿acaso alguno?) dedicarán sus entusiasmos a buscar este libro, esta joya y leerla. Así somos, ni entre nosotros, los cercanos, nos leemos: escritores, amigos, familiares o vecinos; ni que decir tiene los desconocidos. Peor para ellos, con perdón. Tampoco muchos habrán leído (aunque fatuos lo afirmen y solemnes lo juren) la Segunda Parte de El Quijote. Mejor lo sabe y dice Simón Arriaga:

El sistema y el ruido comparten muchas cosas, demasiadas como para obviarlas. Para empezar, ambos tienen una tendencia si no totalitaria, al menos sí totalizante. Está en su naturaleza: tienden a ocupar todos los espacios donde el sentido (siempre subjetivo) podría convivir con el silencio impidiendo así otras topologías, otras posibilidades. Nada al azar. 

Su método consiste en hacer colapsar la subjetividad sobre sus propios reflejos, haciendo de ellos reflejos condicionados y condicionantes. Pautas para el deseo, abrigos para la conciencia. Sustituyendo, antes de que emerja siquiera, la verdad por la fantasía, el silencio por el enmudecimiento, la acción por el entretenimiento, los productos del sentido por la productividad, la memoria por el almacenamiento. En el mayor grado posible.

La imaginación es así la sucesión de una imagen tras otra. En un continuo que no deja espacio para la emergencia del sentido. Todo es equiparable, porque todo es reducible a cifras en una cuenta de resultados: un balance: económico, político, sistémico.

La fantasía queda como una realidad tan irrealizable como tranquilizadora. Transcurre en un movimiento hipnótico que hace que parezca que todo se mueve vertiginosamente. Todo excepto el sujeto, que queda reducido a una sola acepción de la palabra: sujeto, fijado, emplazado siempre y a la misma hora en su sitio. El sitio que le corresponde en tanto que elemento de una secuencia de repeticiones pautadas”.

 

Leer y subrayar lo leído. Porque sé que este libro es zanka 残花, las últimas flores que quedan en las ramas cuando todas las demás ya han caído. O tal vez solo porque por un instante (ruin, lo reconozco) uno vive la ficción de que aquello (que define exactamente mi propia vida, mis más auténticos sentimientos), lo haya escrito yo, y no Simón Arriaga. Pero no, palabras tan insondables solo las ha podido trazar quien atesora el valor (valor de coraje; valor de riqueza) como para derramarse en un texto como este “A veces sucede”: “Nos erigimos en ejemplos del mundo y sabemos tan poco del mundo como de lo que de él habita en nosotros”. “Desea, ama y goza, sabiendo que el deseo es siempre de lo que no se tiene, el amor solo de lo que se tiene y el goce nada más de lo que se es”.

 

Tantos años juntos, tantas cosas compartidas y comprender, asumir tras este libro, con su pequeña desolación, una vez leído y releído, que desconocía todo de Simón Arriaga. Solo me relacionaba con la cáscara/máscara. Pero hoy conozco la profundidad, la suya, y a través de ella, la mía. Y la de la Historia de la Humanidad entera, la de cuantos seres han hollado estos paisajes desde el albor de los Tiempos y aún se reúnen alrededor de un fuego a cantarse y a contarse, para conjurar las ofensivas armadas del ajarse, de la muerte y el olvido, de la maldad y sus espantos.

“Sobrevivir es un milagro cotidiano al que no damos la menor importancia.

Solo nos asombramos cuando deja de ocurrir”.

 

Creo que todo el tiempo de la vida de Simón Arriaga ha sido una travesía para llegar a este libro (como lo fue para Pierre Sansot navegar hasta su “Del buen uso de la lentitud”), a esta iluminación.

“En la rapidez se puede dirimir tal vez alguna técnica, útil, precisa; se pueden descifrar toda una serie de códigos alfanuméricos de donde emerja un respuesta quizá útil, quizá precisa. Sin embargo, para sostener lo que nos une sin dañarnos hace falta primero comprender los matices. Y el tiempo de comprender es el más lento de cuantos nos conciernen.

Hay que aprender dialectos, Hija. Y si no están disponibles hay que inventarlos. Porque el compromiso es el resultado de fuerzas mestizas.  

En la rapidez se producen, como en un acelerador de partículas, choques, conflagraciones, emergencias pasionales de toda índole. Transformaciones de la materia, liberación de energía. Gota a gota el tiempo concentrado del reconocimiento destila, sin embargo, verdades que no se dejan atrapar por los puños: verdades que nos conciernen en la intimidad de los espacios comunes; en la permeabilidad de la identidad como un proceso sin fin ni programa unitario; en la biodiversidad de esas zonas lacustres, vagamente imaginarias, en las que confluye el caudal de todas nuestras monografías; en la suspensión amortiguada de cada cresta pendiente, de cada condena al otro como un veredicto sobre uno mismo. Gota a gota, gesto a gesto”.

  

Sí, la vida de Simón Arriaga ha sido una travesía para llegar a este libro a esta iluminación iluminadora. Iluminación de su naturaleza más oculta con una resplandor tan intenso que irradia hacia el exterior, hacia todos sus lectores, en un “rompimiento de gloria” (esa apertura de los rayos del sol a través de las nubes que produce la ilusión –en su doble acepción, otra vez, siempre- de un espacio metafísico que conecta lo terrenal con lo sublime).

“Es difícil creer que un muerto haya sido un hombre. Más difícil aún creer que tu padre haya sido otra cosa que lo que la palabra padre contiene. Yo no le conocía desde cerca, como tal vez sus hermanos o sus amigos. Yo le conocí desde abajo. Y nunca pude llegar a su altura. Ni siquiera después de rebasar su edad. Porque nadie puede ser en su mente más viejo que su padre, aunque los calendarios de todo el mundo lo desmientan”.

“Herramientas. Mi padre era el constructor, así que el hombre de las herramientas en principio era él. Las de mi madre parecían más bien utensilios: dedales, tijeras… El tamaño nos fascina, ese es el problema. Lamentablemente, hace falta mucho tiempo para comprender que las cosas pequeñas, los movimientos finos, rutinarios, son elementos necesarios de los cuales el mundo está hecho también”.

 

Simón Arriaga, (Madrid 1962), licenciado en Psicología por la Universidad Complutense, ha trabajado casi siempre viajando y viajado siempre escribiendo. En ese trasiego, escribiéndose, fue poblando sus estanterías de manuscritos durante años. Inéditos en su enorme mayoría de edad y cantidad, apenas unos pocos han sido rescatados hasta la fecha: “Mejor era cuando te vayas”  (Libros de Letras) de 1998, y la selección de su obra “Después del silencio” en 2010, dentro de la colección «Hazversidades poéticas» publicada por Cuadernos del Laberinto. Además, ha hecho esporádicas apariciones en antologías generacionales, como Quinta del 63 en 2001, en la que entró, evidentemente, quitándose algo de edad para parecer más joven de lo que por entonces era.

Así es el Simón Arriaga biográfico, dylaniano (“I was so much older then / I’m younger than that now”) que en mi caso me deja ya huérfano de autoría de libros propios. ¿Para qué escribir después de leer este? Seguiré haciéndolo, claro, pero sabedor al fin de los límites de dimensión de mis palabras una vez que ya no puedo escribir este “A veces Sucede”.

De modo que quien no lo lea, sí, se salvaguardará de sus imborrables efectos colaterales, pero sepa que también omitirá en su pequeña existencia una de las escasas luces del Universo que desvelan lo que existe y también lo que no existe, aquello que deslumbra y en la instantánea ceguera que produce son otras las realidades que al final uno otea. (Que mi nombre, por ese azar que es la Amistad, se encuentre ya por siempre unido a este libro –en su inmerecida dedicatoria- es algo que le da la solidez del vuelo a la improbabilidad que llamo “mi vida”).

“Esta época que vivo… más que líquida como dicen algunos, me parece una época de cristal: una frágil solidez nos sostiene; la hipertrofia de la información ha creado una extensión rígida, bellamente pulida, sobre la que es cómodo deslizarse pero que no se deja fácilmente traspasar; reflejos irisados atrapan nuestra mirada y conducen nuestros pasos por ese ámbito, porque la inclinación del plano hace que se requiera de un gran esfuerzo para plantearse siquiera la posibilidad de detenerse y profundizar; la gente critica sin criterio, le hablan a su imagen duplicada en las pantallas diciendo cualquier cosa que pasa por su cabeza, sin preguntarse quién la puso allí ni con qué propósito; la transparencia de la intimidad no tiene precio porque se ha convertido en el regalo de los insensatos que juegan a ser famosos. Y todos quieren ser famosos aunque sea por un día, aunque sea a costa de no saberse.

Sí, vivimos una época de cristal. El común de los mortales ha sido seducido por un mandato general de transparencia exhibicionista, una desnudez de las opiniones y las creencias que a esta edad me resulta obscena. No sabría determinar cuándo comenzó exactamente, pero lo que sí veo es que ha ido creciendo, extendiéndose por nuestro mapa mental hasta ocupar lugares que a muchos antes nos parecían terrenos sagrados. Nunca tanto conocimiento disponible había sido tan despreciado.

 

¿Cómo se pueden escribir 224 páginas y que nada sea relleno ni sobrero? Un libro al que no le excede ni le falta una palabra. No se puede contar en una novela mejor la infancia que en estos nueve párrafos que aquí transcribo (desconfiado de quienes se resisten a comprarse libros que no sean  los de moda y circunstancia, los reproduzco enteros, sabedor de que la mayoría de las gentes, en Internet no leen ya ni tuits, solo ven imágenes y en diagonal ojean las penosas frases de autoayuda que las acompañan):

“Quería impresionar a mi padre, que se viera en mí con orgullo manifiesto. Que me felicitara por una hazaña semejante a las suyas, una hazaña de campeón como él mismo me parecía que era. Vivir durante un instante en ese lugar de su mirada en el que nada era imposible y donde la voluntad y la decisión lo eran todo. Sabía que no podía ser como él, pero ansiaba al menos su reconocimiento.

Voy a saltar. Voy a saltar desde el trampolín más alto. Vas a ver cómo lo hago. Nunca he subido hasta allí pero voy a hacerlo, porque soy un héroe, porque quiero ser tu héroe, como tú lo eres para mí.

Recuerdo el frío del metal mojado de cada peldaño, la tierra alejándose de mí como una incógnita pendiente de resolución, el aire cada vez más difícil de retener. El primer trampolín atrás, el segundo trampolín atrás, el tercero y último tan lejos de ti que casi no te puedo ver. Pero te busco porque necesito que sepas que estoy aquí, en lo más alto y lo voy a hacer. Me acerco al borde de la tabla como el condenado de un barco pirata. Los hombres me dicen que dé la vuelta: este trampolín no es para críos; me preguntan si estoy solo, por qué no está mi padre conmigo. Y yo sé entonces que estoy solo, solo en tu mirada.

Miro hacia abajo y te imagino al borde de la piscina, tus ojos fijos en mí. Y pienso que piensas: Ese es mi hijo, es un atleta, es el mejor. Los va a dejar a todos anonadados. Traigo a mis músculos la tensión de tus músculos antes del salto. Tengo que igualarte, hacerlo exactamente como tú y todo saldrá bien. Los dedos de los pies aferrados al borde.

¿Te hubiera gustado que saltara? ¿De verdad te hubiera gustado que lo hiciera? ¡Tenía tan solo once años!  ¡Me hubiera matado, papá! ¡Me hubiera matado!

El cuadrilátero del agua allí abajo era tan pequeño que me habría resultado imposible acertar a caer dentro, y eso suponiendo que hubiera conseguido mantenerme recto como un clavo, como hacías tú, como te había visto hacer a ti tantas veces.

9.8 m/s: aceleración terrestre.

Mi descenso fue más lento. Escaleras abajo, hacia la vergüenza, hacia el fracaso, hacia la sobrevivencia. Cuando llegué a tu lado de nuevo me parecías más grande que antes. Tal vez porque yo nunca me había sentido tan pequeño. No hablamos, no me dijiste nada. Me acariciaste la cabeza como si perdonaras una chiquillada.

Normalmente suelen ser los padres los que piensan en dar la vida por sus hijos”.

 

Alguien que resulta que apenas vivió su infancia y adolescencia con sus padres y (sin creerlo él, además) resulta conocerlos mejor que tantos a los nuestros, pese a haber disfrutado vidas colmadas de años junto a ellos. Pero en ese conocimiento de Simón de sus propios progenitores se encierra la verdad de todos los padres del mundo y de la Historia. Y Simón parece aún no darse cuenta de su sabiduría, de su Iluminación.

Asistimos en este libro monumental  a una suerte de Diario Íntimo que va mucho más allá de la propia peripecia, de sus traspiés, de sus funambulismos. Amable y descarnada, fragilidad puesta al descubierto donde se desvela la irrompibilidad del corazón construido en el dolor. Amiel, Thoreau, Romain Gary, Renard, Leopardi, Pavesse le anteceden como miembros de una misma familia de autenticidad y contundencia.

El Padre, la Madre, la Hija y Él, Simón Arriaga, como nexo de unión consigo mismo. No un solo lazo sino un entramado tejido en el telar del amor y sus contradicciones. Desprendido de sí, nos habla con la mayor profundidad, a través de su pasado y su porvenir identificados en sus progenitores y su hija. Así nos ofrece sin coraza ni armadura su yo más íntimo. Su Simón más él. Y con ello consigue escribir la Crónica de Todos Nosotros.

Delicioso es creer que vas a internarte en un libro de aforismos y encontrarte con la Historia Moral de la Humanidad, concentrado en un largo poema sin hemistiquios ni metáforas prestidigitadoras, sino con la verdad a manos llenas, convertidas en puños que no atesoran puñados de violencia sino de serenidad y comunión con uno mismo y con nuestra propia existencia. Porque “Sucede” es la clave. Ruta, navegación, no meros hallazgos, casualidades, hitos o padrões.

Más sólido aún que Edmond Jabés, porque en las fragmentarias reflexiones vertidas en palabra por Simón Arriaga  hay una continuidad, un armazón, un propósito (sin intención), una construcción imprevista y descubierta. Cada uno hallará aquí la suya, su propia arquitectura. No un conjunto de teselas apiladas sin orden ni “con-cierto”, sino ese mosaico que bajo las arenas aflora y que al arrojar sobre él el agua de la lectura de nuestros ojos, centellea y deslumbra pero no para cegar sino para enseñarnos a vislumbrar.

Porque hay una sabiduría que ni siquiera la otorgan los años, hay que haber nacido con ella, en ella.

“Me he sobrepuesto a tu esfuerzo, a tu cansancio invisible y al mío, tanteando los bordes, el riesgo del fracaso, la ceguera de la altitud y de las trincheras”.

 

Así descubre el lector que no todos tienen que “matar al padre” para liberarse. A algunos, el padre (y la madre) se les mueren solos antes de la solidez personal, y entonces liberarse ya se convierte en algo innecesario. Se puede vivir, aunque solo se habite en el dolor. Aunque luego haga falta derramarse en un libro como este para conectar tu propio ser (el de Simón) con el Universo. Y, si no se puede llegar a comprenderlo, sí sentirlo inmenso en la propia carne:

“Tú, (padre) que desfilabas mejor que nadie, perdiste el paso. Perdiste mi paso.

Nuestras pulsaciones se alejaban una de la otra como dos relojes mal calibrados. Tus manos en anacrusa permanente, tu mirada buscándose. Dejaste de saber cómo celebrar la vida.

Este presente no hubiera existido sin aquel pasado. Este yo no sería el mismo. Porque mi tiempo fue también el tiempo de tu muerte. Mi tiempo de despertar.  

 

Paréntesis.

                   (                  )

Una prórroga o quizá un anticipo.

La tensión de una cuerda a punto de romperse

y golpearte en la cara.

Un camino cada vez más angosto

hasta dejar sitio solo para uno.

Y después

un campo minado de incógnitas”.

 

Dos lecturas llevo de este libro. Afortunado que es uno. Hace justo un año leí el manuscrito, ahora el libro impreso. Y constato que como los caleidoscopios, cada vez me muestra diferentes dimensiones, jamás se consume en sí mismo. Algo que solo ocurre con la más incomparable literatura. Como “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, o la película “Big fish” de Tim Burton, que cuanto más los visita uno más descubre.

“Mi propio viaje… me ha traído felizmente lo suficientemente sano y a salvo de veleidades a este Mar de la Tranquilidad en que ahora vivimos juntos los tres. Este pequeño fragmento del espacio y el tiempo en que residimos puede parecer menos que un minúsculo satélite, y tal vez lo sea para la lógica planetaria, pero para mí es su centro. Porque el centro de la Tierra, más allá de la imaginación de Verne y de la adecuación geológica, está siempre aquí: en la superficie habitable de las relaciones, en los entrecruzamientos significantes, en las grandes hazañas cotidianas de los héroes anónimos, en los gestos que preparan y anticipan, en el recibimiento y la gratitud, en una sola mirada de reconocimiento humano”.

 

Libro que se erige como epístola moral a la altura de Séneca, Bertrand Russell, o Tolstoi. Indagación asombrosa en el laberinto del lenguaje que lo hermana con Wittgenstein y no parece un burdo intercambio de fluidos, aunque sean los suyos seminales, simiente de la sabiduría.

“Ahora cabes en mis manos como una incógnita”.

 

No es este un libro fácil. Ni lo pretende; pero no pretende tampoco arcanas oscuridades en donde enmascarar en verdad incapacidades narradoras. Este libro no pretende nada; se ofrece como el amanecer cada mañana. Sin presuntuosidades. Y, sin embargo, repleto de maravilla y de milagro.

No, no es un libro fácil. Tampoco la vida lo es y la gente la vive de corrido y sin entrenamiento ni ordalías. Pero ahora que lo siento, sí, es el libro más fácil. También la vida lo es: dejarse conducir hacia la divinidad.

“Y sin embargo yo escribo.

Coloco palabras a un lado y a otro en montones, como cascotes después de un bombardeo: lo irreconocible, lo útil, lo salvable, lo que ya no tiene remedio. Intento levantar de nuevo la ciudad destruida, sabiendo que incluso en el mejor de los casos será otra. Hay demasiadas cosas que no sé dónde iban, demasiado tumulto a mi alrededor: gritos, sirenas de ambulancia, humo por todas partes. Necesito un mapa, pero todos han desaparecido en el incendio.

Es una tarea imposible, como todas las que he acometido antes. Por eso debo continuar”.

 

Este libro indispensable, te deja en el espíritu la misma naturaleza de fosforescencia que otros como “El mundo de ayer” de Stephan Zweig o “Tierra de hombres” de Saint-Exupéry o “Crónicas, 1944-1948” de Albert Camus.

Pues en este libro habita una cosmogonía de la geografía interior y exterior del Hombre. Por eso confirmo así que necesito sus páginas ya siempre en mi equipaje. Vaya donde vaya. Kit de supervivencia. De sobrevivencia. De hipervivencia. Para volar más alto. O sea, en mi caso, alto.

Porque es tan infinito que no deja un rincón sin arrojarle luz. Hasta describe implacable lo que somos los que fuimos la Transición, aquellos que ahora arañamos los sesenta:

 “A nosotros, sin embargo, creo que el torbellino nos llevó por delante, barriendo el suelo que pisábamos, el arbolado contiguo, los libros de texto. Nos empujó hacia un tramo del río de escollos sobresalientes y rápidos para el que a muchos nos faltaban destreza, convicción, fuerza y desde luego experiencia. Creo que lo mismo le ocurrió a la generación de nuestros progenitores: nada les había preparado para ello. A los jóvenes parecía bastarles con las ganas y la ideología, pero nosotros estábamos tan perdidos como me parece que estaban nuestros  propios padres, ninguno dejando traslucirlo. Eso me permite comprenderlos mejor ahora, más de cerca, con la complicidad de aquel desconcierto bífido que nos atraía y nos expulsaba por igual”.

 

En fin, “que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído” dejó dicho, inmenso, Jorge Luis Borges. Ese es mi caso… a la fuerza. Pero más que orgullo envidia ruin es lo que siento, amarga impotencia, cuando leo libros como “A veces sucede”, de Simón Arriaga. Amigo, si se puede llamar amigo a quien uno desearía usurparle todo cuanto es. Perfecto Intravagante.

Empequeñecido yo ya, y para siempre, como hijo, como padre, como lector, como escritor, coloco este libro de pedestal en mi existencia, en la mochila siempre a punto para el viaje, para poder alzarme a él y desde sus palabras probar cada día a vislumbrar la vida, mi pasado, mi propio ser.

Gracias, Simón Arriaga.

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