Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

29 marzo 2016

La conquista del Polo Sur

En estos cuatro días festivos he aprovechado para leerme “Amundsen-Scott: duelo en la Antártida. La carrera al polo sur”, de Javier Cacho Gómez, Fórcola Ediciones, 492 pp, una obra que tal vez sería más interesante su aprendizaje como materia obligatoria en las escuelas que algunos de los libros de texto con los que se imparte la educación en este país (aunque sólo fuera para evitar obtener lo que proporciona nuestro sistema educativo según lo dijo David Crane: “el producto medio, en el término medio de un sistema diseñado para producir mediocridad”).
En él se nos cuentan unas hazañas inimaginables realizadas por unos seres humanos inmensos movidos (Manuel Toharia dixit) “por una característica esencial que nos distingue de nuestros primos hermanos los primates más evolucionados: la curiosidad”.
Claro que esa curiosidad unos la satisfacen aprendiéndose de memoria las alineaciones de los clubes de fútbol y otros descubriendo la penicilina, un arpegio de violoncelo o la iluminada cordura de un orate universalmente manchego.
Y, sí, aquellos exploradores curiosos y sacrificados, caminando jornadas de treinta y hasta cincuenta kilómetros por la estepa helada, arrastrando trineos de centenares de kilos con temperaturas de 40º bajo cero (“hasta encender una cerilla en la tienda era una odisea ya que su propia respiración creaba una capa de hielo sobre el fósforo impidiendo que ardiese”) en busca del último reducto virgen de nuestro planeta buscaban no sólo la meta deportiva de alcanzar el Polo Sur sino el mayor conocimiento de cuanto nos rodea. Por eso, “dominados” apenas por su entusiasmo y su sentido del deber, fueron capaces de morir de inanición en el camino de regreso después de tirar todo peso “superfluo”, en el que no consideraron los 16 kilos de piedras para futuras investigaciones científicas que habían recogido. (Incluso tuvieron que deshacerse de un equipo fundamental para caminar sobre la superficie helada de los glaciares que atravesaron, los crampones… un objeto entonces de lujo que hoy uno ve usar en el parque del Retiro de Madrid a cualquier patán si caen tres copos de nieve por el mero placer de la presuntuosidad). Ellos “no buscaban la fama ni triunfar”, quisieron ser exploradores polares “como aspiración vital que encontraba la recompensa en sí misma; no necesitaba los elogios de los demás sobre lo que habían hecho, tan sólo querían poder seguir afrontando nuevos desafíos: seguir explorando”. Con la entereza de ánimo inimaginable en la que en el cúmulo de desgracias que se abatían sobre ellos cada día, de repente, que la temperatura subiera hasta los 25º bajo cero lo recibían como una bendición porque ello les permitía que pudieran dormir a ratos.

En tiempos, los nuestros, en los que parece no haber más dios que el de lo banal, lo inmediato y lo llevadero; en los que germina la amoralidad y la vaga búsqueda de sensaciones a través de anuladoras drogas, “el intoxicador deleite del esfuerzo” puede erigirse como el acicate único ya para que el hombre aún pueda superarse a sí mismo. Pero para eso hace falta una virtud casi desconocida hoy, la tenacidad, ese motor del espíritu que te hace ser capaz de pasar medio año en la gélida oscuridad del invierno austral entrenando tu resistencia, preparando tu equipo y haciendo incursiones científicas en condiciones imposibles (centenares de kilómetros bajo un frío de 60º bajo cero para recoger unos huevos de pingüino), esperando a que la luz te permita acometer un viaje hacia lo desconocido de más de tres mil kilómetros durante ciento cincuenta días sin descanso. Y todo ello tras haber dejado atrás sus hogares un año y medio antes, sabiendo incluso que, si conseguían alcanzar el Polo Sur probablemente estarían de regreso en el campamento base después de que el barco anual de suministros tuviera que regresar para no quedar apresado por los hielos, lo que supondría esperar otros seis u ocho meses en la Antártida para regresar a la “civilización”, incluso para poder informar, como hizo Amundsen, de su proeza… Claro que más brutal fue el caso de Scott (tenía 43 años, por cierto, algo que deberían recordar los prematuros ancianos que de todo se quejan en las oficinas) que sin parar de escribir en la tienda hasta el mismísimo momento de su muerte dejó dicho “si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia que hablase de la audacia, la entereza y el coraje de mis compañeros (Evans, Wilson, Bowers y Oates, muertos de hambre y congelación con él. Oates, para no retrasar más al grupo, cuando ya era inevitable el desenlace de su brutal congelación salió de la tienda y dijo a sus compañeros “Voy a salir un momento. Puede que tarde un poco”… No hay forma más gallarda y generosa de morir)… tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten”. Lo que incluye otra enseñanza para algunos de nosotros, que nos la damos de escritores y a los que cualquier contratiempo nos sume en la inactividad: Scott estuvo escribiendo con sus manos congeladas hasta quedar muerto con la mano fuera del saco, saco de morir más que de dormir, allá en el Polo Sur. “Agotado, terminado, yace para no volver a levantarse, con la certeza der los fríos ojos de la muerte fijos sobre él. Mientras, tranquilamente escribe en su diario”, dijo de Scott el explorador noruego Nansen.
Justo hoy, un 29 de marzo de hace 104 años, en 1912, morían los cinco exploradores británicos y es para mí tremendamente emocionante recordarles en estas líneas. A ellos y a los otros expedicionarios también los noruegos cuyos nombres no recordamos: Lashly, Cherry-Garrard, Campbell, Lindstrom, Hassel, Hjalmar Johansen… Es así, el sentimiento trágico del Hombre nos lleva siempre a recordar a los que perecieron y al líder “triunfador”, al escandinavo, Amundsen, diluyendo en el olvido a los demás. Pero todos ellos merecen ser recordados. El explorador Crean, por ejemplo, que salió a buscar ayuda para dos compañeros que no podían más, a los que dejó reguardados como pudo y recorrió de un tirón (no llevaba saco de dormir para ir más rápido, sólo cogió tres galletas y dos trozos de chocolate, ¡como lo leen!) en más de 24 horas sin parar, los 50 kilómetros de frío y desolación que le separaban del refugio de Punta Hut.
Quede para ellos, como recoge Javier Cacho en su insuperable biografía (que es “más que la simple descripción de una aventura, es el viaje al interior de los propios exploradores, una búsqueda del sentido de su acciones”, lo que dijo Tennyson: “Luchar, buscar, encontrar y no rendirse jamás”. Y lo que el mismo Javier Cacho escribe: “… la eterna búsqueda del ser humano por llegar un poco más lejos de lo que otros han llegado, por alcanzar lo que nadie ha logrado, por descubrir lo que todavía está oculto: por explorar la naturaleza, tanto la física del planeta como la interior de su propia alma… porque detrás de todas esas apariencias externas se encuentra la misma fibra humana que despliega toda su vitalidad y su pasión…”

Ahora sólo me queda reconocer y reconocerme que mis sentimientos (admiración, estupor, congoja, pasión…) cuando leía estas hazañas se perderán cuando yo ya no esté. La nieve cae sobre la nieve, borra el rastro que dejamos. Así sea.

22 marzo 2016

A veces es mejor que no haya final


Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Sí, un par de mudanzas (lo que según Jardiel Poncela es un incendio sin fuego) y otros lópeces han hecho que haya tardado demasiado tiempo en leer la reconfortante “novela” de David Gutiérrez, “Ferdinand Bancuver” Ediciones Amargord, 2014, ISBN: 978-84-16149-10-0, 179 pp. Tanto me he demorado que, al ponerme a escribir esta reseña y reconocimiento del gran libro que es, recibo la noticia de que apenas dentro de diez días David Gutiérrez presenta nuevo libro. Pero qué más da la tardanza de esta loa y alabanza si libros como el que hoy les traigo están al margen del tiempo y se libran de los rigores cretinos de la “novedad”, de los textos de circunstancias escritos más por motivos comerciales que por ese ente, inútil para cualquier emebeá, que es la literatura.
En fin, David Gutiérrez nos ha dado una “novela” que entrecomillo porque lo es, novela, en el sentido más contemporáneo y posmoderno posible, texto narrativo en el que se entreveran poemas y reflexiones colaterales. Colaterales pero sin daños. Inventario de sueños, o sea, al fin y al cabo, se mire como se mire, filosófica o físicamente: la vida. Historia sin historia, entiéndase, repito, la vida misma. Y cuando se va a hablar de la vida, la de uno y la de cualquiera, la de todos y la de nadie, intriga y peripecia (¿qué va a ocurrir con la aparición de Paula, la cajera?... pues que se va a vivir con Ferdinand... eso, como le sucede a todos los humanos que conocemos; pero, claro, con eso no se hace una obra de arte, luego hay que saberlo escribir como magistralmente lo hace David Gutiérrez, sin desenlace necesario ni posible, pues todos sabemos que cualquier vida termina con la muerte, así que al menos en la ficción “a veces es mejor que no haya final” ) serían obstáculos en la comprensión de la verdad llena de ficción, y viceversa; verdad que no es otra que la existencia de un tal Ferdinand David Bancuver Gutiérrez. Bueno de él y quién sabe si no de más personajes. Y, muy seriamente, de este propio lector diletante que les escribe.
No sé, es que últimamente los únicos libros que no se me caen de las manos son aquellos en que me encuentro a mí mismo. Para ególatra yo, debe ser, ¡quién lo habría dicho! (Y Ferdinand Bancuver Alter Ego, que ya dice tener “la extraña costumbre de imbuirse, aunque sea temporalmente, en los personajes de los relatos que lee...). Menos mal que los personajes con los que me identifico nunca son héroes sino más bien inútiles soñadores presas del insomnio (con y sin subtítulos). Así que cuando entre las páginas impresas encuentro tipos con los que comparto paranoias y obsesiones me siento a gusto. Estar entre extraños desde hace un tiempo me produce hastío. Pereza. Pero en muchos de los cien capítulos de esta novela puedo reconocerme y verme muerto de frío en cualquier lugar público por culpa de ese aire acondicionado con el que alguna secta universal pretende acabar con la raza humana. Tipo que de tanto ponerlo es capaz de “rayar” un cedé. Ser que ha acabado por comprender que “el poniente está para mirarlo, no para pensar lo que es”. Protagonista con el que coincido en mitos literarios y musicales (Cohen, Pessoa –¡¡“quien ama es diferente de quien es”!!-, poetas Hazversos como Rafael Soler o Elvira Daudet, Matisse, Siddartha…) con lo que me siento no ya como en casa sino en el Sancta Sanctórum de mí mismo. Ridículo compulsivo sereno (de los de chuzo) que soy, cerrador de puertas de armarios y habitaciones que nombra a sus amigos sin la menor liturgia, como Bancuver: Tomé Lasenda, Sepelio Scrotto, Fulgencio Baylón… Aunque luego sea incapaz de decir “no” a ninguno de ellos y esté dispuesto (Ferdinand) a torear en la Feria de San Isidro en las Ventas sustituyendo a un torero dipsómano. Iconoclasta hermano mío que también se detiene a admirar los extintores en los museos, que sabe que hay jueves que huelen a domingo y que “guarda cosas porque sabe que la vida está llena de símbolos y que hay que acompañarla de ellos…”.
En fin, disfruten de esta novela que es una tesela de apuntes del natural que, como con las erráticas pinceladas de una acuarela (que no se pueden corregir, a diferencia de las hechas con óleo), dibujan la vida de un personaje que gana nuestro cariño tal vez más que especular, pese a que desde los primeros párrafos David Gutiérrez nos obliga a preguntarnos si no será todo lo que leemos “mero” sueño y cuantos personajes salen (si no son sólo uno, como decíamos antes, ¿no somos todos un poco Gregorio Samsa…?”) apenas la precisa expresión de la inexistencia. Pero ya lo desvela el autor: “A veces solo durmiendo se sueña lo que se es. Se trata d sueños teñidos de realidad o la simple realidad desconectada…”.

21 marzo 2016

La Venecia de Casanova. Y tu Venecia


Hasta hace poco, el viajero que quería servirse de una auténtica guía de Venecia que no fuera el pastiche de lugares comunes al uso, tenía a su alcance dos libros extraordinarios: “Venecias” de Paul Morand y “La Venecia secreta de Corto Maltés” de Guido Fuga y Lele Vianello. Ahora podemos al fin sumar una tercera obra indispensable para el viajero renuente a los clichés. Se trata de “La Venecia de Casanova por cinco ducados al día”, de Daniel Muñoz de Julián, Ediciones Akal, 2015, ISBN: 978-84-460-4220-4, 176 p.p.
Más de sesenta años de impresiones personales, desde 1908 a 1971, recogidas por aquel cosmopolita Paul Morand que nos dijo que “Las casas en Venecia (donde el hombre experimenta la alegría nueva de no tener coche y donde hay que venir en otoño despiojada de turistas, salvo los hippies, budas sin curiosidad, inamovibles) son inmuebles con nostalgias de barco: por eso sus plantas bajas a menudo están inundadas. Satisfacen el deseo de un domicilio estable y del nomadismo”.
Fuga y Vianello desvelándonos “los tres lugares mágicos y escondidos en ella: uno en la calle dell’Amor degli Amici; el segundo cerca del Ponte delle Maravegie; y el tercero en la calle dei Marrani, en los alrededores de San Geremia, en el Ghetto Vecchio. Cuando los venecianos se cansan de su autoridades oficiales, van a alguno de estos tres lugares secretos y, abriendo las puertas que están en el fondo de esos patios, se van para siempre hacia lugares bellísimos y hacia otras historias…”.
Y ahora, también hacia otras historias, nos conduce el insuperable relato nómada de Daniel Muñoz de Julián en su libro sobre Venecia, ese lugar donde “todo era original: la Serenísima tenía su propio calendario, que empezaba el 1 de marzo; los días se contaban a partir de la puesta de sol”.
Daniel Muñoz Julián, dieciochista hombre de la Ilustración transustanciado a nuestros paisajes y nuestros días, es licenciado en Derecho y también en Ciencias Políticas. Asesor en la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales de España, en la actualidad prepara su Doctorado en Historia del Arte sobre el mercado del arte veneciano entre los siglos XVI y XVIII. Asimismo, dedica las “seis o más otras mitades” de su centuplicado tiempo a la escritura, la musicología y el viaje. Viaje tanto geográfico como literario, tanto del camino como del alma.
En su libro, Daniel Muñoz de Julián, italianófilo, ajedrezófilo, exwagneriano y conferenciante, sabedor precisamente de que en cualquier viaje todo depende de lo que uno esté buscando, nos hace navegar por las venas de la verdadera esencia de Venecia, esa vieja libertina, aprendiendo en sus capítulos no sólo su historia o cómo moverse por sus calles, unas de agua otras de piedra, sino su gobierno, la vida y la manera de ser de los venecianos, la diversión, las leyes (gracias a las cuales podemos entender mucho más de este lugar de rebeldía ciudadana. Véase que entre 1700 y 1732 estuvo vigente una ley que prohibía llevar a la mujeres otro color que no fuera el negro y, como nos recuerda nuestro autor, “aún resuenan las risas en los palacios”), las máscaras, los libros, los personajes célebres (Casanova a la cabeza)… Todo en torno a una ciudad tan mítica que cuenta de sí misma que se fundó “a eso de las doce del mediodía del viernes 25 de marzo del año 421”, y cuyo nombre podría proceder de “veni etiam”, que, como era previsible, significa “venid otra vez”.
Regresar siempre. Siempre, sí, pues Venecia no puede apreciarse en un solo viaje. Tal vez ni en toda una vida allí mismo vivida. Los caballos de bronce de San Marcos, traídos de Constantinopla en 1204 o la fastuosa Pala d’Oro y sus tres mil piedra preciosas, el ara sobre el que decapitaron a san Juan Bautista, una costilla de san Esteban, la espada de san Pedro, un dedo de María Magdalena… infinitos sus tesoros, e insospechados si no fuera porque el enriquecimiento de Venecia debe mucho a la costumbre desde 1075 de que cada barco que atraca ha de volver con un regalo para San Marcos.
No abundo más en estas trascripciones de párrafos de Daniel Muñoz de Julián. Mejor les dejo el apetito de conseguir el libro y disfrutarlo. Para que descubran ustedes mismos el origen de la palabra italiana por antonomasia, “ciao”, o la fórmula para obtener la triaca, que cura todo mal que no sea grave, o el origen del helado, o las diferentes campanas con que se indican las condenas a muerte o la convocatoria de los senadores…
Deliciosa les parecerá la lectura de este texto que literalmente nos guía por el tiempo y el espacio de la Venecia de los carnavales que duraban seis meses, la alquímica Venecia, la Venecia del rinoceronte de Rialto, la del tabaco y las marionetas. La añorada ciudad en la que se ejecutó a unos jueces que habían dictado sentencia a galeras contra un panadero que resultó ser inocente; no sólo pagaron con su vida su execrable error sino que hasta su propiedades se subastaron y con los réditos se costeó esa pequeña luz roja que brilla día y noche delante del mosaico de la Virgen en la fachada de San Marcos… ¡Ah, cuánto bien haría a nuestra dolorida España contar con esa misma luz que pudiera iluminar la insultante impericia de tantos jueces y tantas juezas patrias!

En definitiva, déjese, lector viajero, inundar por el acqua alta del relato de Daniel Muñoz de Julián y dirija ya sus pasos hacia su propia Venecia, pues cada cual tenemos una por descubrir. Pero sepa el nómada que es distinta cada vez que a ella regresemos… Veni etiam, veni etiam…

16 marzo 2016

La abolición de lo transitorio

“Cuarteto para un concierto final”, Juan Vicente Monte, Ed. Evohé, 398 pp.,
ISBN 978-84-15415-93-0



Con Juan Vicente Monte me he sentido desde el principio como con un amigo incomparable con el que uno ha sufrido las penas de la adolescencia de los solitarios. Y esta sensación de hermanamiento instantáneo no hizo sino irse afianzando a cada página que yo leía de su extraordinaria novela.
Novela que recomiendo vivamente. Y que yo haga eso es un brutal atrevimiento por mi parte pues soy de los que creo con Schopenhauer que precisamente el arte de “no” leer es muy importante. Sí, el filósofo existencialista nos dejó dicho con su implacable sagacidad que “el arte de no leer consiste en no interesarse en todo cuanto llama la atención del gran público en un momento dado. Porque cuando todo el mundo habla de cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no dejará nunca de tener lectores. De modo que para leer buenos libros (como éste), la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”, apostillaba el genial escritor alemán.
Que este libro es excepcional es algo que salta a la vista pues resulta que en apenas unos párrafos la novela de Juan Vicente Monte nos atrapa literal y literariamente. La trama se convierte en absorbente en apenas unas páginas. Tan imparable como aquella de Tabucchi que apenas con su primera frase “Sostiene Pereira que el día de su detención…” nadie en sus cabales podía dejar de leer. Pues lo mismo sucede con este “Cuarteto para un concierto final”. Trepidante y sin concesiones en su inicio, nos esclaviza y obliga gozosamente al trascurso de casi cuatrocientas páginas más que al llegar a la última se nos antojan demasiado pocas y desearíamos seguir inmersos en el delirio del autor otro par de millares de páginas más donde ironía, sarcasmo, reflexión de profundidad, parodia de nuestros inanes tiempos, imaginación y grandeza se unen para conformar una novela destinada a ser referente de una época.
Pero no sólo me refiero a lo que cuenta, sino a cómo lo cuenta. Qué delicia, tristemente tan inusual ya hoy en día, este español pulcro, certero, bellísimo que utiliza Juan Vicente Monte. Esos diálogos potentes como cargas de profundidad que se alejan tanto de las líneas imbéciles con las que demasiados escritorzuelos hoy en día simplemente alargan la planicie de sus textos. Y otra seña digna de mención es cómo nuestro autor se sirve de su elevado lenguaje (elevado también cuando desgrana vulgarismos sabiamente utilizados) en beneficio concreto de la trama. Por ejemplo cuando presente, pasado y porvenir se entremezclan en la redacción de la historia precisamente como lo hacen los pensamientos en el cerebro humano. Realismo que de mágico tiene el talento de su autor transitando lo sobrenatural con una envidiable naturalidad (valga el pleonasmo).
Así es la novela de Juan Vicente Monte, un relato que nos arranca de nosotros mismos. Nos arranca lágrimas, risas, emociones… Lágrimas sí como en la estremecedora declaración de amor de Ramiro a Lea en un hospital. Lea, por cierto, un personaje imborrable para cualquier lector sensible y eso que apenas aparece en seis páginas. Pero esa es otra de las virtudes inmensas de Juan Vicente Monte, su capacidad para la creación demiúrgica de personajes. Otros que nos la damos de escritores llevamos toda la vida publicando libros sobre un solo y triste y agotado personaje. Aunque bien es cierto que en algún momento el lector del “Cuarteto para un concierto final” se interroga si nuestro autor no será el personaje Jorge de la novela, o bien todos los personajes. Sí, novela de personajes fascinantes como Valentín y Yuri, escoltados por presuntos personajes reales – estúpidas ministras de defensa escasamente alfabetizadas, por ejemplo…- apenas trasmutados sus nombres para excitar la habilidad identificativa del lector… No desvelaremos quiénes se cuelan por las páginas de la novela, corifeos de grandes compañías de alimañas que aparecen aquí como Ibertrola, Ferrodial o Telofónica… pero déjenme asegurarles que la contundencia descriptiva del autor ante ciertas “excelencias innovadoras, sostenibles, ecológicas y multiculturales” se erige como un homenaje a la más grande literatura de todos los tiempos (véanse las páginas 164-165).
En fin, novela esta de Juan Vicente Montes de la que yo resumiría su elevadísima calidad literaria con una simple frase. Se trata de una novela muy fácil de leer y dificilísima de escribir. Con ello estaría todo dicho, pero es un placer ahondar en esta novela. Novela de humor negro y jardeliano (uno recuerda sin sonrojo “4 corazones con freno y marcha atrás” o “La Tournée de Dios”) que a veces te hiela la sonrisa en la cara dándote ganas de acabar con tu existencia… y la de los demás.
Novela que diría sicotrópica pero desprovista de la inane banalidad de la típica “On the road” de Kerouac, más bien cargada de intención y objetivo concreto, como aquellas espectaculares “Crónicas Marcianas” de Bradbury. Novela más divertida y con sentido que la aburrida “Conjura de los necios” de Kennedy Toole escrita sin tener que suicidarse para llamar la atención, menos mal. Con sutil narrativa salpimentada de explicaciones no explícitas, donde tiempo y espacio se estrujan en un texto de absoluta contemporaneidad, también canto a Madrid –villa tan malherida siempre por sus dirigentes y sus ciudadanos-.
Así, según avanzaba en la novela me preocupaba cómo sería capaz de resolver la envolvente trama que había creado nuestro autor. A Zeus le pedía que no se cargara su propia ficción como Saramago con “Ensayo sobre la ceguera”, relato en el que tras mostrarnos lo más implacable de la naturaleza humana el portugués escritor jesuítico y comunista (perdón por el pleonasmo, y van dos) acaba resolviendo el desenlace mediante una milagrosa redención. No es el caso de esta apocalíptica narración de Juan Vicente Monte pero “hasta aquí puedo leer”, que decíamos en el “Un dos tres”… no quiero desvelar nada de su trama. Aunque no dejaría de aconsejar al lector que, en algún momento de su lectura de la novela, intercalara otra, la de ese texto escrito a la luz de alucinógenas sustancias por Juan en su aburridísimo destierro de Patmos.
No obstante, déjenme desvelarles algo. Siempre me ha parecido que toda obra literaria cuenta con una clave, una columna invisible sobre la que se sostiene todo el edificio de su ficción. En este caso yo la encuentro en las páginas 118 a la 130 en el capítulo titulado “Despertando a las estrellas”: “… la sensación le impactó con tal violencia que se encogió en el sofá y le costó respirar, y fue entonces, al volver a la asfixia de su infancia, cuando se dio cuenta de que lo que en realidad le había asado en los últimos años era que, dando por descontada la opinión generalizada de los materialistas que dominaban la opinión pública, había dejado de creer en la existencia de un más allá. No lo quiso asumir en un primer momento, pero la claridad de aquella idea no se podía ignorar. El contacto cotidiano con gente que incluso diciéndose religiosa vivía como si este mundo fuera lo único que existiera había minado su fe en la trascendencia. Todas las personas que conocía vivían sólo para sí mismas, la egolatría y sordidez presidían el sentido de sus actos. En el fondo nadie creía que hubiera nada después de la muerte. Era obviamente un engaño para poder soportar el miedo al trayecto final… … Cuando llegó a la cima de la colina el éxtasis arrobaba hasta los más remotos confines de su alma, esta vez el misterio no le estaba esperando sino que era él quien lo ofrendaba. Se giró lentamente en un círculo completo, levantó los brazos a la noche y empezó a dirigir la gran sinfonía estelar: galaxias, soles y planetas danzaron al ritmo marcado por el movimiento de sus manos, océanos de gemas luminiscentes brotaron con su mirada, caudalosos ríos de estrellas surcaron la cúpula celeste obedeciendo a sus caprichos, enjambres de cometas traviesos zumbaron juguetones entre sus brazos aboliendo la oscuridad…”.
Pero en este caso la complejidad de la novela de Juan Vicente Monte creo que precisaba de dos columnas que sujeten y sean clave de su relato. Así la Segunda Parte de la novela está dedicada a la mítica Discontinuidad, base esencial del relato que se desvela en toda su amplitud en el escatológico discurso de pag 271-277. Discurso que hace patente, al fin y al cabo, que esta es una novela inclemente, divertida, brutal y tierna que nos habla de la Iluminación. Así lo compartía conmigo el propio autor. Trascribo aquí su personal visión de su misma novela:
“Escribir sobre la Iluminación parece cuanto menos pretencioso pero es algo que tenía que hacer, una obligación impuesta quiero pensar que desde arriba, motor de mi novela. No es que me considere un Buda viviente, un nuevo Krishnamurti, o algo parecido, pero como todos los tontos tienen suerte, sin saber cómo llegó un día, cuando ya había desesperado de buscar, en el que se me permitió separarme de mi ego y ver lo que había detrás: un lugar en el que no solo seguía existiendo sino en el que además reinaba la Alegría, y fue algo tan cercano y natural, como si me hubiese acompañado desde siempre, que me resultó risible que me lo hubiera imaginado tan artificioso. Desde entonces me acompaña como un murmullo de fondo que cada cierto tiempo me produce arrebatos de felicidad. Se manifiesta de una forma renovada, me rescata de mis compulsiones cuando me vuelvo a extraviar,  y se extiende como un cortafuegos que me protege del mal del mundo, y del que me procuro a mí mismo, cuando me agobia. Como poeta me vacunó del miedo a envejecer y morir, y me instaló en un continuo presente más joven de lo que nunca había sido.
“He intentado transmitir que por muy pobres que seamos todos tenemos lo suficiente para ser felices y soportar con entereza los envites del espacio-tiempo, que forma parte de la herencia que se encuentra en nuestros genes, que nos morimos de sed junto a la fuente de la que mana la Vida, que el problema del ser humano no es el abandono de Dios sino el no saber hacia dónde mirar, y sobre todo que en lo que a eso se refiere nuestra civilización se merece una condena.
“Mi novela también trata de mis amoríos con la mal llamada música seria, de cómo me fue abriendo el camino hacia lo anterior y me trasladó a mundos intangibles, en suma de la Metafísica del Arte. Igualmente muestra mi adoración del Eterno Femenino, de la mujer hecha música o de la música hecha mujer, ese principio que cantó Goethe en su Fausto o Mahler en su Octava sinfonía, y de los otros mitos que me han ido acompañando desde mi infancia en afinidad con Joseph Campbell.
“En cuanto a crítica social me temo que no he dejado títere con cabeza en lo que se refiere a la política, a sus credos y  a sus valedores, gramática parda cuya sola  mención me provoca urticaria. He dado un repaso general a las miserias de la condición humana sin que pueda, por desgracia, erigirme en juez al cargar como uno más con ellas: he tratado la soberbia, la codicia y la envidia, entre otras lindezas, en clave satírica”.
En fin, lectores futuros, encontrarse uno mismo en una novela escrita por otro es siempre una experiencia que nos seduce en lo que leemos. Eso me ha sucedido a mí: sentimientos propios, evocaciones de tiempos pretéritos que fueron los de mi infancia y mi adolescencia me han enamorado de esta novela. Y estoy absolutamente convencido de que ese enamoramiento se dará en todos ustedes.
Al fin y al cabo, Chéjov ya dijo: “las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No existe otro criterio”. A ustedes estoy seguro de que les gustará esta novela indispensable ya en la historia de la narrativa en español de este siglo XXI.


02 marzo 2016

Soledad Serrano Fabre sucede

“Pudo suceder así…” (Diálogos apócrifos de la Historia), Soledad Serrano Fabre, Ediciones Amargord, 168 pp.

Soledad Serrano, escritora y actriz, también conocida en la intrahistoria contemporánea de los proscenios como Andrea Navas, nos regala un delicioso (y perturbador) elenco de visiones concretas de las peripecias de ciertos personajes históricos. Nos adelanta así con plausible realismo cómo pudieron suceder algunos momentos de la intimidad de la Historia. Con ello desviste a los protagonistas de la impostada magnificencia con la que a menudo observamos las circunstancias históricas en las que reconocemos más arquetipos y personajes que puramente hombres y mujeres con sus normales pasiones, sus conversaciones sencillas, sus naturales necesidades más allá de la púrpura y el boato. Así la rotundidad de estos relatos nos llega más hondo pues pronto sentimos que lo que leemos afecta a personas, no a los conocidos personajes históricos. Personas. Como cualquiera de los lectores.
Protagonistas históricos (y también dos míticos, en concreto Adán y Eva) como el bíblico David, el Cid, doña Urraca, Al-Mutamid, Abenámar, Almanzor, Gonzalo de Berceo, Isabel y Fernando, Carlos I, Felipe II, y Ada Byron se dan cita en la envidiable prosa de Soledad Serrano para poner verosimilitud a lo que con el paso del tiempo ha llegado a nosotros y se recuerda apenas con las galanuras de las crónicas oficiales.
Diversas historias relatadas, sí, pero, sumergiéndose en lo que nos ha desvelado Soledad Serrano, encontramos un cierto nexo de unión. La traición. La traición al amor y a la amistad que devienen en traición a todo y a todos los demás (sean súbditos o compañeros de viaje). La traición a esa confianza que ponemos en quien amamos, incluso en Dios.
Y las dobles visiones conque nos relata Soledad (Al-Mutamid, el Cid, David…) de acontecimientos, si no iguales sí conexos, es lo que enriquece poderosamente la trama de tramas en las que, como digo, yo veo a la traición como el nexo de unión (tal vez ni siquiera pretendido por la autora).
Pero la gravedad de este complicado tema, el de la traición (“… el odio siempre destruye al que odia y al odiado…”), es abordada por Soledad Serrano con la más admirable de las virtudes de un escritor: con ligereza. Ligereza que jamás tiene que ver con falta de peso cuando es desarrollada por una autora comedida y sabia, como es Soledad, cuya prosa sigue la mejor de las estelas de aquella Marguerite Yourcenar que tanto supo de la naturaleza humana, como la propia Soledad Serrano.
Aunque hay que reseñar que muchos otros temas particulares conforman las teselas de esta magnífica colección de relatos: el paso del tiempo y la efimeridad de los instantes de felicidad (“Carlos I”) , la sordera de Dios y de los soberanos ante el pueblo (“David y Jonatán”, cuento en el que se revela y rebela el íntimo saber  de nuestra autora, experta en teología, religiones comparadas y antropología), la reivindicación de género para un porvenir de paz (“El Cid y una joven…”), el valor de la adversidad (“Urraca”), algo tan actual como la torticera tergiversación de la memoria histórica (“Gonzalo de Berceo”), o hasta la visión de un mundo trabajado por autómatas (“Carlos I y Juanelo”)…
La frescura de la prosa de Soledad Serrano es muy bienvenida, porque huye de las frases simples. Las frases de tres palabras y punto. Y tres palabras y otro punto. Nuestra autora consigue una innovadora naturalidad en su prosa mediante acotaciones (teatrales en la práctica) y diálogos de una fluidez inusitada, pero, como digo, sin buscar esa sencillez en la inanidad, sino aceptando la carga de profundidad de pensamientos y sentimientos sólidos y abrumadores.
Así, todos los relatos nos enganchan desde la primera acotación y la entrada en tromba de los diálogos cargados de autenticidad. Todos, pero yo quiero aquí resaltar el titulado “Felipe II e Isabel de Valois” porque relata un momento espeluznante y lo hace con una economía de medios y una precisión literaria no al alcance de émulos y primerizos. También querría resaltar el de “Adán y Eva” con que se abre la colección, por su reflexión sobre la felicidad.
Además, como sólo los buenos libros de literatura histórica logran, los cuentos de Soledad Serrano nos sumen en la duda –dominada por nuestra ignorancia- de la que surge la consulta y el florecer de un conocimiento más profundo. ¿Será cierta la ambientación “real” de las peripecias históricas de la princesa de Éboli o de Gonzalo de Berceo?, nos interrogamos. Y, estudio mediante, refrescamos nuestros muy enciclopédicos analfabetismos para ganar en altura, no sólo emocional por el relato de personas (repito, que no personajes) de Soledad Serrano, sino también en altura intelectual por acabar sabiendo más y mejor momentos de nuestra Historia al encajar en nuestros saberes e ignorancias lo una vez aprendido y tal vez hoy olvidado. Y eso que un protagonista de uno de los relatos de Soledad Serrano ya nos amonesta conque “quizá sea necesario vivir sin saber. A lo mejor el Paraíso es eso, no saber”.

Pero nosotros lo negamos. El Paraíso es siempre conocer y gozar de la belleza que viene de manos creadoras como las de Soledad Serrano. Soledad que tanto nos atrapa en sus relatos porque tiempo atrás tal vez fuera llamada Rumaykiya…