“Cuarteto para un concierto final”, Juan Vicente Monte, Ed. Evohé,
398 pp.,
ISBN 978-84-15415-93-0
Con Juan Vicente
Monte me he sentido desde el principio como con un amigo incomparable con el
que uno ha sufrido las penas de la adolescencia de los solitarios. Y esta
sensación de hermanamiento instantáneo no hizo sino irse afianzando a cada
página que yo leía de su extraordinaria novela.
Novela que recomiendo vivamente. Y que yo haga eso es un
brutal atrevimiento por mi parte pues soy de los que creo con Schopenhauer que
precisamente el arte de “no” leer es muy importante. Sí, el filósofo existencialista
nos dejó dicho con su implacable sagacidad que “el arte de no leer consiste en no interesarse en todo cuanto llama la
atención del gran público en un momento dado. Porque cuando todo el mundo habla
de cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no
dejará nunca de tener lectores. De modo que para leer buenos libros (como
éste), la condición previa es no perder
el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”, apostillaba el
genial escritor alemán.

Pero no sólo me refiero a lo que cuenta, sino a cómo lo
cuenta. Qué delicia, tristemente tan inusual ya hoy en día, este español
pulcro, certero, bellísimo que utiliza Juan Vicente Monte. Esos diálogos
potentes como cargas de profundidad que se alejan tanto de las líneas imbéciles
con las que demasiados escritorzuelos hoy en día simplemente alargan la
planicie de sus textos. Y otra seña digna de mención es cómo nuestro autor se
sirve de su elevado lenguaje (elevado también cuando desgrana vulgarismos
sabiamente utilizados) en beneficio concreto de la trama. Por ejemplo cuando
presente, pasado y porvenir se entremezclan en la redacción de la historia
precisamente como lo hacen los pensamientos en el cerebro humano. Realismo que
de mágico tiene el talento de su autor transitando lo sobrenatural con una envidiable
naturalidad (valga el pleonasmo).
Así es la novela
de Juan Vicente Monte, un relato que nos arranca de nosotros mismos. Nos
arranca lágrimas, risas, emociones… Lágrimas sí como en la estremecedora
declaración de amor de Ramiro a Lea en un hospital. Lea, por cierto, un
personaje imborrable para cualquier lector sensible y eso que apenas aparece en
seis páginas. Pero esa es otra de las virtudes inmensas de Juan Vicente Monte,
su capacidad para la creación demiúrgica
de personajes. Otros que nos la damos de escritores llevamos toda la vida
publicando libros sobre un solo y triste y agotado personaje. Aunque bien es
cierto que en algún momento el lector del “Cuarteto para un concierto final” se
interroga si nuestro autor no será el personaje Jorge de la novela, o bien
todos los personajes. Sí, novela de personajes fascinantes como Valentín y
Yuri, escoltados por presuntos personajes reales – estúpidas ministras de
defensa escasamente alfabetizadas, por ejemplo…- apenas trasmutados sus nombres
para excitar la habilidad identificativa del lector… No desvelaremos quiénes se
cuelan por las páginas de la novela, corifeos de grandes compañías de alimañas que
aparecen aquí como Ibertrola, Ferrodial o Telofónica… pero déjenme asegurarles que
la contundencia descriptiva del autor ante ciertas “excelencias innovadoras,
sostenibles, ecológicas y multiculturales” se erige como un homenaje a la más
grande literatura de todos los tiempos (véanse las páginas 164-165).
En fin, novela
esta de Juan Vicente Montes de la que yo resumiría su elevadísima calidad
literaria con una simple frase. Se trata de una novela muy fácil de leer y
dificilísima de escribir. Con ello estaría todo dicho, pero es un placer
ahondar en esta novela. Novela de humor negro y jardeliano (uno recuerda sin
sonrojo “4 corazones con freno y marcha
atrás” o “La Tournée de Dios”)
que a veces te hiela la sonrisa en la cara dándote ganas de acabar con tu
existencia… y la de los demás.
Novela que diría
sicotrópica pero desprovista de la inane banalidad de la típica “On the road” de Kerouac, más bien
cargada de intención y objetivo concreto, como aquellas espectaculares “Crónicas Marcianas” de Bradbury. Novela
más divertida y con sentido que la aburrida “Conjura
de los necios” de Kennedy Toole escrita sin tener que suicidarse para
llamar la atención, menos mal. Con sutil narrativa salpimentada de
explicaciones no explícitas, donde tiempo y espacio se estrujan en un texto de
absoluta contemporaneidad, también canto a Madrid –villa tan malherida siempre
por sus dirigentes y sus ciudadanos-.
Así, según
avanzaba en la novela me preocupaba cómo sería capaz de resolver la envolvente
trama que había creado nuestro autor. A Zeus le pedía que no se cargara su propia
ficción como Saramago con “Ensayo sobre
la ceguera”, relato en el que tras mostrarnos lo más implacable de la
naturaleza humana el portugués escritor jesuítico y comunista (perdón por el
pleonasmo, y van dos) acaba resolviendo el desenlace mediante una milagrosa redención.
No es el caso de esta apocalíptica narración de Juan Vicente Monte pero “hasta
aquí puedo leer”, que decíamos en el “Un dos tres”… no quiero desvelar nada de
su trama. Aunque no dejaría de aconsejar al lector que, en algún momento de su
lectura de la novela, intercalara otra, la de ese texto escrito a la luz de
alucinógenas sustancias por Juan en su aburridísimo destierro de Patmos.
No obstante,
déjenme desvelarles algo. Siempre me ha parecido que toda obra literaria cuenta
con una clave, una columna invisible sobre la que se sostiene todo el edificio
de su ficción. En este caso yo la encuentro en las páginas 118 a la 130 en el
capítulo titulado “Despertando a las
estrellas”: “… la sensación le impactó
con tal violencia que se encogió en el sofá y le costó respirar, y fue
entonces, al volver a la asfixia de su infancia, cuando se dio cuenta de que lo
que en realidad le había asado en los últimos años era que, dando por
descontada la opinión generalizada de los materialistas que dominaban la opinión
pública, había dejado de creer en la existencia de un más allá. No lo quiso
asumir en un primer momento, pero la claridad de aquella idea no se podía
ignorar. El contacto cotidiano con gente que incluso diciéndose religiosa vivía
como si este mundo fuera lo único que existiera había minado su fe en la
trascendencia. Todas las personas que conocía vivían sólo para sí mismas, la
egolatría y sordidez presidían el sentido de sus actos. En el fondo nadie creía
que hubiera nada después de la muerte. Era obviamente un engaño para poder
soportar el miedo al trayecto final… … Cuando llegó a la cima de la colina el éxtasis
arrobaba hasta los más remotos confines de su alma, esta vez el misterio no le
estaba esperando sino que era él quien lo ofrendaba. Se giró lentamente en un círculo
completo, levantó los brazos a la noche y empezó a dirigir la gran sinfonía
estelar: galaxias, soles y planetas danzaron al ritmo marcado por el movimiento
de sus manos, océanos de gemas luminiscentes brotaron con su mirada, caudalosos
ríos de estrellas surcaron la cúpula celeste obedeciendo a sus caprichos,
enjambres de cometas traviesos zumbaron juguetones entre sus brazos aboliendo
la oscuridad…”.
Pero en este
caso la complejidad de la novela de Juan Vicente Monte creo que precisaba de
dos columnas que sujeten y sean clave de su relato. Así la Segunda Parte de la
novela está dedicada a la mítica Discontinuidad, base esencial del relato que se
desvela en toda su amplitud en el escatológico discurso de pag 271-277.
Discurso que hace patente, al fin y al cabo, que esta es una novela inclemente,
divertida, brutal y tierna que nos habla de la Iluminación. Así lo compartía
conmigo el propio autor. Trascribo aquí su personal visión de su misma novela:
“Escribir sobre la Iluminación parece
cuanto menos pretencioso pero es algo que tenía que hacer, una obligación
impuesta quiero pensar que desde arriba, motor de mi novela. No es que me
considere un Buda viviente, un nuevo Krishnamurti, o algo parecido, pero como
todos los tontos tienen suerte, sin saber cómo llegó un día, cuando ya había
desesperado de buscar, en el que se me permitió separarme de mi ego y ver lo
que había detrás: un lugar en el que no solo seguía existiendo sino en el que
además reinaba la Alegría, y fue algo tan cercano y natural, como si me hubiese
acompañado desde siempre, que me resultó risible que me lo hubiera imaginado
tan artificioso. Desde entonces me acompaña como un murmullo de fondo que cada
cierto tiempo me produce arrebatos de felicidad. Se manifiesta de una forma
renovada, me rescata de mis compulsiones cuando me vuelvo a extraviar, y se extiende como un cortafuegos que me
protege del mal del mundo, y del que me procuro a mí mismo, cuando me agobia.
Como poeta me vacunó del miedo a envejecer y morir, y me instaló en un continuo
presente más joven de lo que nunca había sido.
“He intentado transmitir que por muy
pobres que seamos todos tenemos lo suficiente para ser felices y soportar con
entereza los envites del espacio-tiempo, que forma parte de la herencia que se
encuentra en nuestros genes, que nos morimos de sed junto a la fuente de la que
mana la Vida, que el problema del ser humano no es el abandono de Dios sino el
no saber hacia dónde mirar, y sobre todo que en lo que a eso se refiere nuestra
civilización se merece una condena.
“Mi novela también trata de mis amoríos
con la mal llamada música seria, de cómo me fue abriendo el camino hacia lo
anterior y me trasladó a mundos intangibles, en suma de la Metafísica del Arte.
Igualmente muestra mi adoración del Eterno Femenino, de la mujer hecha música o
de la música hecha mujer, ese principio que cantó Goethe en su Fausto o Mahler
en su Octava sinfonía, y de los otros mitos que me han ido acompañando desde mi
infancia en afinidad con Joseph Campbell.
“En cuanto a crítica social me temo que
no he dejado títere con cabeza en lo que se refiere a la política, a sus credos
y a sus valedores, gramática parda cuya
sola mención me provoca urticaria. He
dado un repaso general a las miserias de la condición humana sin que pueda, por
desgracia, erigirme en juez al cargar como uno más con ellas: he tratado la
soberbia, la codicia y la envidia, entre otras lindezas, en clave satírica”.
En fin, lectores
futuros, encontrarse uno mismo en una novela escrita por otro es siempre una
experiencia que nos seduce en lo que leemos. Eso me ha sucedido a mí:
sentimientos propios, evocaciones de tiempos pretéritos que fueron los de mi
infancia y mi adolescencia me han enamorado de esta novela. Y estoy
absolutamente convencido de que ese enamoramiento se dará en todos ustedes.
Al fin y al
cabo, Chéjov ya dijo: “las obras de arte
se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No
existe otro criterio”. A ustedes estoy seguro de que les gustará esta
novela indispensable ya en la historia de la narrativa en español de este siglo
XXI.
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