En estos cuatro días festivos he aprovechado para leerme
“Amundsen-Scott: duelo en la Antártida. La
carrera al polo sur”, de Javier Cacho Gómez, Fórcola Ediciones, 492 pp, una
obra que tal vez sería más interesante su aprendizaje como materia obligatoria en
las escuelas que algunos de los libros de texto con los que se imparte la
educación en este país (aunque sólo fuera para evitar obtener lo que proporciona
nuestro sistema educativo según lo dijo David Crane:
“el producto medio, en el término medio de un sistema diseñado para
producir mediocridad”).
En él se nos cuentan unas hazañas inimaginables realizadas
por unos seres humanos inmensos movidos (Manuel Toharia dixit) “por una característica esencial que nos
distingue de nuestros primos hermanos los primates más evolucionados: la
curiosidad”.
Claro que esa curiosidad unos la satisfacen aprendiéndose de
memoria las alineaciones de los clubes de fútbol y otros descubriendo la
penicilina, un arpegio de violoncelo o la iluminada cordura de un orate
universalmente manchego.

Y, sí, aquellos exploradores curiosos y sacrificados, caminando
jornadas de treinta y hasta cincuenta kilómetros por la estepa helada,
arrastrando trineos de centenares de kilos con temperaturas de 40º bajo cero (
“hasta encender una cerilla en la tienda era
una odisea ya que su propia respiración creaba una capa de hielo sobre el
fósforo impidiendo que ardiese”) en busca del último reducto virgen de
nuestro planeta buscaban no sólo la meta deportiva de alcanzar el Polo Sur sino
el mayor conocimiento de cuanto nos rodea. Por eso, “dominados” apenas por su
entusiasmo y su sentido del deber, fueron capaces de morir de inanición en el
camino de regreso después de tirar todo peso “superfluo”, en el que no
consideraron los 16 kilos de piedras para futuras investigaciones científicas
que habían recogido. (Incluso tuvieron que deshacerse de un equipo fundamental
para caminar sobre la superficie helada de los glaciares que atravesaron, los
crampones… un objeto entonces de lujo que hoy uno ve usar en el parque del
Retiro de Madrid a cualquier patán si caen tres copos de nieve por el mero
placer de la presuntuosidad). Ellos
“no
buscaban la fama ni triunfar”, quisieron ser exploradores polares
“como aspiración vital que encontraba la
recompensa en sí misma; no necesitaba los elogios de los demás sobre lo que
habían hecho, tan sólo querían poder seguir afrontando nuevos desafíos: seguir
explorando”. Con la entereza de ánimo inimaginable en la que en el cúmulo
de desgracias que se abatían sobre ellos cada día, de repente, que la
temperatura subiera hasta los 25º bajo cero lo recibían como una bendición
porque ello les permitía que pudieran dormir a ratos.


En tiempos, los nuestros, en los que parece no haber más
dios que el de lo banal, lo inmediato y lo llevadero; en los que germina la amoralidad
y la vaga búsqueda de sensaciones a través de anuladoras drogas, “el
intoxicador deleite del esfuerzo” puede erigirse como el acicate único ya para
que el hombre aún pueda superarse a sí mismo. Pero para eso hace falta una
virtud casi desconocida hoy, la tenacidad, ese motor del espíritu que te hace ser
capaz de pasar medio año en la gélida oscuridad del invierno austral entrenando
tu resistencia, preparando tu equipo y haciendo incursiones científicas en
condiciones imposibles (centenares de kilómetros bajo un frío de 60º bajo cero
para recoger unos huevos de pingüino), esperando a que la luz te permita
acometer un viaje hacia lo desconocido de más de tres mil kilómetros durante ciento
cincuenta días sin descanso. Y todo ello tras haber dejado atrás sus hogares un
año y medio antes, sabiendo incluso que, si conseguían alcanzar el Polo Sur probablemente
estarían de regreso en el campamento base después de que el barco anual de
suministros tuviera que regresar para no quedar apresado por los hielos, lo que
supondría esperar otros seis u ocho meses en la Antártida para regresar a la “civilización”,
incluso para poder informar, como hizo Amundsen, de su proeza… Claro que más
brutal fue el caso de Scott (tenía 43 años, por cierto, algo que deberían
recordar los prematuros ancianos que de todo se quejan en las oficinas) que sin
parar de escribir en la tienda hasta el mismísimo momento de su muerte dejó
dicho
“si hubiéramos vivido, habría
podido contar una historia que hablase de la audacia, la entereza y el coraje
de mis compañeros (Evans, Wilson, Bowers y Oates, muertos de hambre y
congelación con él. Oates, para no retrasar más al grupo, cuando ya era
inevitable el desenlace de su brutal congelación salió de la tienda y dijo a
sus compañeros “Voy a salir un momento. Puede que tarde un poco”… No hay forma
más gallarda y generosa de morir)…
tendrán
que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten”.
Lo que incluye otra enseñanza para algunos de nosotros, que nos la damos de
escritores y a los que cualquier contratiempo nos sume en la inactividad: Scott
estuvo escribiendo con sus manos congeladas hasta quedar muerto con la mano
fuera del saco, saco de morir más que de dormir, allá en el Polo Sur.
“Agotado, terminado, yace para no volver a
levantarse, con la certeza der los fríos ojos de la muerte fijos sobre él.
Mientras, tranquilamente escribe en su diario”, dijo de Scott el explorador
noruego Nansen.

Justo hoy, un 29 de marzo de hace 104 años, en 1912, morían
los cinco exploradores británicos y es para mí tremendamente emocionante
recordarles en estas líneas. A ellos y a los otros expedicionarios también los noruegos
cuyos nombres no recordamos: Lashly, Cherry-Garrard, Campbell, Lindstrom,
Hassel, Hjalmar Johansen… Es así, el sentimiento trágico del Hombre nos lleva
siempre a recordar a los que perecieron y al líder “triunfador”, al
escandinavo, Amundsen, diluyendo en el olvido a los demás. Pero todos ellos
merecen ser recordados. El explorador Crean, por ejemplo, que salió a buscar
ayuda para dos compañeros que no podían más, a los que dejó reguardados como
pudo y recorrió de un tirón (no llevaba saco de dormir para ir más rápido, sólo
cogió tres galletas y dos trozos de chocolate, ¡como lo leen!) en más de 24
horas sin parar, los 50 kilómetros de frío y desolación que le separaban del
refugio de Punta Hut.

Quede para ellos, como recoge Javier Cacho en su insuperable
biografía (que es
“más que la simple
descripción de una aventura, es el viaje al interior de los propios
exploradores, una búsqueda del sentido de su acciones”, lo que dijo
Tennyson:
“Luchar, buscar, encontrar y no
rendirse jamás”. Y lo que el mismo Javier Cacho escribe:
“… la eterna búsqueda del ser humano por
llegar un poco más lejos de lo que otros han llegado, por alcanzar lo que nadie
ha logrado, por descubrir lo que todavía está oculto: por explorar la
naturaleza, tanto la física del planeta como la interior de su propia alma…
porque detrás de todas esas apariencias externas se encuentra la misma fibra
humana que despliega toda su vitalidad y su pasión…”
Ahora sólo me queda reconocer y reconocerme que mis
sentimientos (admiración, estupor, congoja, pasión…) cuando leía estas hazañas
se perderán cuando yo ya no esté. La nieve cae sobre la nieve, borra el rastro
que dejamos. Así sea.
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