
A mí Romain Gary (el único escritor que ha ganado dos veces
el Goncourt, usando uno de sus heterónimos, mofándose así de las normas del
mismo premio, que prohíben obtenerlo más que en una ocasión; claro que él fue
no una sino varias personas en su existencia así que está justificado) me
parece uno de los autores más grandes del siglo pasado. Después de haber
disfrutado hace años con casi una decena de libros suyos (Las raíces del cielo,
Lady L., La angustia del rey Salomón, La vida ante sí -que yo preferiría traducir
como “Con la vida por delante”-), Europa, El bosque del odio…) ahora estoy
terminando su libro de memorias “La promesa del alba”. Cargado de un extraordinario
conocimiento de la naturaleza humana, de emoción, de humor, de sarcasmo, de generosidad,
de amor… una delicia que os recomiendo vivamente…
“Atacado por lo real
desde todos los frentes… me acostumbré a refugiarme en un mundo imaginario y a vivir
en él, a través de los personajes que inventaba, una vida llena de sentido, de justicia
y de compasión… al humor, esa forma hábil de desactivar lo real en el preciso
momento en que va a caernos encima… le debo mis únicos instantes de auténtico
triunfo sobre la adversidad. El humor es una declaración de dignidad, una
afirmación de la superioridad del hombre sobre lo que le sucede… …como los
editores me devolvían siempre mis obras… la creación literaria se convirtió
para mí en lo que sigue siendo hoy en sus grandes momentos de autenticidad, una
finta para intentar escapar de lo intolerable, una forma de entregar el alma
para seguir vivo…”
“La palabra “ateo” me
resulta insoportable; me parece tonta, mezquina, desprende el olor del polvo de
siglos, está chapada a la antigua y limitada de cierta forma burguesa y
reaccionaria que no puedo definir, pero que me saca de quicio, como todo aquello
que está satisfecho de sí mismo y con suficiencia se pretende totalmente
emancipado e informado…”
“Todos los frenesís del
sexo me parecen infinitamente más aceptables que los de Hiroshima, de
Buchenwald, de los pelotones de fusilamiento, del terror y de la tortura policiales,
mil veces más deseables que las leucemias y otras hermosas y probables
consecuencias genéticas de los esfuerzos de nuestros sabios. Nadie conseguirá
jamás que vea en el comportamiento sexual de las personas el criterio del bien
y del mal. La funesta fisonomía de cierto físico ilustre recomendando al mundo
civilizado que continúe con las explosiones nucleares me es incomparablemente
más odiosa que la idea de un hijo acostándose con su madre. Al lado de las
aberraciones intelectuales, científicas e ideológicas de nuestro siglo, todas las de la sexualidad
despiertan en mi corazón las más tiernas disculpas. Una chica que cobra por
abrir sus piernas al pueblo me parece una hermana de la caridad y una honesta
distribuidora de buen pan cuando comparamos su modesta venalidad con la
prostitución de los sabios que prestan su cerebro para la elaboración del
envenenamiento genético y del terror atómico…”
“Aunque tengo mis
buenos momentos, siempre me ha resultado difícil hacer ese prodigioso esfuerzo
de estupidez del que hay que ser capaz para creer seriamente en la guerra y
aceptar la posibilidad de que exista. Sé ser estúpido a su debido tiempo, pero
sin elevarme a esas gloriosas cimas desde las cuales una carnicería puede
parecer una solución aceptable. Siempre he considerado que la muerte es un
fenómeno lamentable, así que causársela a alguien es algo del todo contrario a
mi naturaleza. Es cierto, he tenido que matar a hombres (Romain Gary,
exiliado desde los 14 años en Francia desde Rusia, fue destacado miembro de la
Resistencia francesa después de ser rechazado como oficial del aire por no
estar “naturalizado” francés más que tres años antes de intentar su ingreso en
el ejército en 1938) para obedecer la
unánime y sagrada convención del momento, pero siempre lo he hecho sin
entusiasmo, sin auténtica inspiración. Ninguna causa me parece lo suficientemente
justa, y no pongo en ella el corazón. No sé aderezarlo, no sé entonar un himno
de odio sagrado, así que mato sin brillantez, de forma estúpida, porque es
absolutamente necesario. Creo también que el problema es mi egocentrismo. En efecto,
mi egocentrismo es tal que me reconozco en todos aquellos que sufren, y me
duelen todas sus heridas. Esto no acaba con los hombres, sino que se amplía a
los animales e incluso a las plantas. Una increíble cantidad de personas puede
asistir a una corrida y mirar al toro herido y sangrante sin estremecerse. Yo
no. Yo soy el toro. Siempre siento cierto dolor cuando se talan los árboles,
cuando se caza al alce, al conejo o al elefante…”.
(Foto Le Figaró)