
Queridos amigos, ayer fue una gran día para mí. Presenté
rodeado de mi amor y mis amigos (la familia que no me vino dada sino que yo
mismo elegí) mi novela “El cumpleaños”.
Sería inacabable el capítulo de agradecimientos, así que lo
resumo en mandar todo mi cariño y admiración a Rafael Soler y Arturo Gonzalo
Aizpiri (que ejercitaron la hipérbole sobre mí y mi obra), Javier Baonza
(entusiasta infatigable editor) y Donato Goyeneche (que nos inundó de belleza con sus piezas
musicales).

Como veis se trata de una novela corta en la que he
pretendido abordar algunos temas que son muy necesarios para mí en la peripecia
vital en la que habito.
Por un lado, el valor del tiempo que conquistamos para estar
junto a las personas que hemos decidido amar (véase la fotografía de mis hijas
acompañándome en la firma de ejemplares).

Por otro el “perdón”. El más difícil de los perdones, el que
nos debemos a nosotros mismos, pero también el perdón a quienes más queremos.
El perdón merecía bien mi tentativa de incursión en esta novela, pues es una de
las pocas características esenciales que identifica unívocamente a los humanos.
Hombres y mujeres somos los únicos seres de la naturaleza que perdonan. Así me
he sentido yo en mi cuento respecto de la etimología de la palabra perdón, que
procede del hebreo arcaico “rechem”, que significa útero, de modo que simboliza
la posibilidad del nacimiento de una nueva vida. Cuando perdonamos y sobre todo
cuando “nos” perdonamos impedimos que el pasado siga cerniéndose como un buitre
sobre nuestro presente y nuestro futuro y surge la posibilidad de una nueva
vida.

Ya lo dijo Hannah Arendt: “el hombre fue creado con el poder
de recordar el pasado pero sin capacidad para cambiarlo. Sólo el uso de la
humana facultad de perdonar puede conseguirlo”. Pero Arendt también dijo que el
hombre asimismo fue creado como el único ser de la naturaleza con la potestad
de imaginar el futuro, aunque sin el poder de controlarlo, salvo si hacemos un
firme uso de nuestra capacidad y habilidad para mantener y cumplir nuestras
promesas. Entonces sí conseguimos construir el futuro según lo imaginábamos.

Y ello entronca con el otro de los temas de mi novela (bajo
el paraguas del poder de la fantasía): el de que la felicidad es un acto de la
voluntad. De nosotros y de nadie más depende nuestra felicidad. La narración
que cada uno hace de su propia existencia es algo puramente volitivo pues la
realidad nadie ha dicho que sea una u otra cosa. Ya se sabe, todo es relativo.
Y en esa relatividad radica nuestro más preciado bien, nuestra libertad.
En fin, tras tantos libros míos de “realismo sucio” vaya éste
de “realismo limpio” cargado de luz para el porvenir.
Salud.
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