“… Es imposible
enseñar la esencia del arte. Todo lo que el saber universal puede proporcionar
acerca de sus técnicas dará como resultado, en el mejor de los casos, una
imitación o una réplica del arte anterior. Lo insustituible en cualquier pieza
de arte no es nunca, en última instancia, la técnica ni el oficio sino la
personalidad del artista, la expresión de su sensibilidad, que es única e irreemplazable.
Los grandes avances de la técnica se han ido produciendo para cubrir esta
necesidad. Y las técnicas en sí mismas son siempre reducibles a ciencia, es
decir, se pueden enseñar y aprender. Después de que Joyce escribiera, de que
Picasso pintara y de que Webern compusiera, ya solo se requiere una mínima
destreza, además de paciencia y práctica, para copiar sus técnicas. Sin
embargo, todos sabemos por qué estas técnicas que producen copias, incluso las
que se han hecho con tanto esfuerzo, por ejemplo en la pintura, como para
despistar a los expertos de museos y salas de subastas, no tienen ningún valor
al lado de la obra del artista original. No es suyo, no es arte, sino simple
imitación… Es necesario contar con una disposición artística, creativa o
puramente personal que vaya más allá del imperio de la enseñanza… Un manual
sobre sexo jamás será un ars amoris;
tal vez podamos hablar de un compendio de técnicas d acoplamiento, pero nunca
del arte de amar…”.
Palabras de John Fowles, en su ensayo “El árbol” (Ed.
Impedimenta), que reivindico ante la proliferación de talleres literarios.
Talleres en los que no creo en absoluto si son de esos en los
que uno muy sabio y muy magíster enseña a escribir (y a leer, de paso) a los
que poco o nada saben. Es un decir lo de sabio y magíster pues muchas veces el profesorado
de estos talleres apesta a mediocridad y funcionarial visión de la literatura.
Talleres que me temo solo proliferan cual setas hoy por una
doble motivación, en ambos casos espuria. Por una parte la de aquellos que
pretenden vivir de dar clases, crean o no crean en la bondad que pueda residir
finalmente en las doctrinas impartidas.
La otra motivación es la de los alumnos, claro, los que
pretenden asaltar el cielo de la notoriedad sea como sea, versificando penosos
poemas si ahora es la moda, arreándose a bofetadas en negras novelas cuando
triunfan éstas, y siempre dale que te pego a la novela histórica
bestselerizada, que esa siempre está en boga, con su capítulo del cementerio,
su cuadro que contiene un enigma y un embarazo sorprendente justo pasada la
primera mitad del centón.
En fin, en mi proverbial empeño por hacer amiguitos, solo se
me ocurre una bondad en los talleres (y conste que también yo un día tuve la
tentación, Deo gratias insatisfecha,
de plantearme montar un taller. Aunque limitado a tres alumnos como máximo, o
sea que no era para vivir de ello, pero era imperdonable debilidad). Digo,
apenas salvaría los talleres que sirvieran para que alguno de los excesivos
arribistas aburridos, o jubilatas a la busca del júbilo perdido, o divorciados
que se procuran oportunidades de hallar pareja y lo mismo se apuntan a un coro
que a un club de senderismo que, eso, a un taller literario… una vez apuntados
a éste, en dos sesiones dejaran definitiva y ad aeternum de escribir tras
descubrir, gracias a su buen profesor, que lo que ellos o ellas, pupilos, alumnas
iban a escribir ya está escrito diez veces siglos atrás y mejor.
Pero si el taller es para que las huestes de menesterosos de
reconocimiento público se crean que son genios, nanay de la China… Porque con
talento literario se nace, como con mano para pergeñar el boceto de un rostro o
con oído para diferenciar un sostenido de un bemol. Ese talento nato, luego se
desarrolla, generalmente en la adolescencia, se perfecciona con fracasos y
recomendaciones y sin parar de leer. Y si ello no sucede, se diluye en la nada
de la grisura de los tiempos inanes. Pero el talento no se genera de la nada
porque te den tres meses de clase. El escritor, el artista, como el dinosaurio
de Monterroso ya estaba allí, no lo creó del magma, de una sopa galáctica,
big-bang mediante, ni siquiera un demiurgo de la altura de Enrique Gracia
Trinidad. Éste, con su muy docto saber, sus muchos milenios de lecturas a las
espaldas, el ojo y el cerebelo, solo podrá, si acaso, pulir a “algunoas”
talleristas, pero sacar de donde no hubo… no. Ni él podría.
Bueno, valga que, puestos a salvar categorías concretas de
talleres, también se me ocurre, por motivo alternativo, amparar los talleres a los
que te apuntas solo por conocer a un autor… Eso me parece lícito siempre que
uno no aspire a que con tales enseñanzas pueda imitarlo… Baste que el
conocimiento personal del maestro te aporte un añadido al ámbito de tu capacidad
de comprensión y emoción de la obra del autor admirado a cuya masterclass
asistes… Eso es todo. ¡Qué no habría dado por escuchar a Romain Gary, a Camus,
hablar de sus propias ficciones! ¡Inolvidable disfrute el de los tres días que
yo mismo pasé con Rafael Pérez Estrada desvelando su incomparable obra!
Y puestos, por último, a rescatar de la hoguera el negocio
de los talleres (eso son y no otra cosa), estaría dispuesto a aceptar los tipo
reunión de pares para compartir talento. Claro que entonces no estamos ante un
taller, sino en una pura tertulia, algo muy razonable, aunque a menudo éstas sean,
a fin de cuentas, pura ceremonia de la vanidad.
En fin, cualquier otro motivo tallerístico me parece emético.
Termino. Permítaseme, perdón por la excesiva longitud del
cometario, un último apunte relacionado tangencialmente con el talento innato y
la creación imitada, aprendida, que no es creación sino recreación, clonación.
Hace veinticinco años, en el instituto Cervantes de Viena
asistí a un diálogo entre dos novelistas españoles record de ventas ambos. Uno
de ellos, ese que escribe ahora del Cid. El otro, hijo de un renombrado filósofo
que acostumbraba a usar para sus títulos infalibles versos de Shakespeare.

Eso creo yo, que si el propio autor no se sorprende según va
escribiendo su historia, si alguno de los personajes no crece por su cuenta, si
las situaciones no te llevan a donde ni imaginabas llegar, entonces ¿para qué
escribir la historia? Fowles lo remata así: “Solo
los novelistas que escriben mecánicamente, como si fabricaran salami, son los
que le dan una inmensa importancia a la investigación y los que se dedican a
almacenar sus datos”.
Los otros viven afuera de la aséptica alquitara, infectados
por el delicioso virus de la autenticidad.