En un magnífico “librito” (no es
peyorativo, es que es demasiado corto para el inmenso placer que produce su
lectura) titulado “La felicidad de los pececillos”, de Simon Leys (El
Acantilado) leía hace unos meses: “las
primeras páginas de ‘El viaje al fin de la noche’ de Celine producen
físicamente (carne de gallina) la impresión del genio en estado puro. Es
perturbador”. Más adelante, Leys afirma: “lo cual explica el contraste a veces impresionante entre el esplendor
de una obra y la maloliente miseria humana de su autor”.
Así que decidí arrojar de mí el
prejuicio que tenía contra Celine y leer esa novela de la que una selecta elite
que admiro hablaba siempre como lo hace Leys, considerándola una obra maestra y
una de las más importantes del siglo XX. Para decidirme a leerla, me
autoconvencí con una triquiñuela, diciéndome que el libro lo había escrito en
mil novecientos veintitantos, lo suficientemente antes de su posicionamiento
antisemita en la
Segunda Guerra Mundial cuando algunos de sus opúsculos
echaron más leña al fuego de los crematorios.
Fue un gran acierto leer su
desasosegante e implacable novela, y me vi recompensado con el “goce” de un
libro brutal, sin concesiones, con uno de los alegatos antibelicistas más
contundentes que he leído y que además disecciona al ser humano del siglo XX
como sólo algunos iluminados por la sabiduría, como Albert Camus, han
conseguido.
La novela, después de una primera
parte dedicada a la masacre infame de la I
Guerra Mundial, aborda el mundo del colonialismo, retratando
a la perfección a esa clase de “aventureros” en el peor de los sentidos, en del
“aventurerismo” profesional de tipos desubicados e inanes. Una categoría de
subhumanos que no ha desaparecido en nuestros días aunque el colonialismo
nominalmente haya sido erradicado. Muchos expatriados (diplomáticos, oenegeros,
sacerdotes…) que he tenido la gracia y desgracia de conocer en mi vida reproducen gesto a gesto el patrón dibujado inmisericordemente por
Celine.
Después la novela nos retrata los
Estados Unidos de Norteamérica, y luego el mundo rural francés y el territorio
de los médicos y su relación con la miseria humana de la enfermedad y, por fin,
la muerte. Sin dejar de contarnos, con el cinismo propio de su tiempo, lo que pueden
ser el amor y las relaciones de dependencia y aniquilación. Y todo ello creando
unos personajes inmortales porque son un poco, o un mucho, nosotros mismos.
Apenas trascribiré aquí unos
párrafos:
“Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes
perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la
sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que,
si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que
te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos
orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que
acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer...”
“Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan endosársela a alguien. ‘Es usted muy guapa, señorita’, van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo truqillo. ‘¡Es usted guapísima, señorita!’...
Y después venga a jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena,
pero todo el mundo sabe que no es cierto y que te la has guardado pura y
simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con
ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu
fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta
años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso
sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera
llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que
habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada...”
“Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada
vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero que muy
harto de oírte hablar siempre... Abrevias... Renuncias... Llevas más de treinta
años hablando... Ya no te importa tener razón. Te abandona hasta el deseo de
conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres...
Sientes hastío... En adelante te basta con jalar un poco, tener un poco de
calorcito y dormir lo más posible por el camino de la nada. Para recuperar el
interés, habría que descubrir nuevas muecas que hacer delante de los demás...
Pero ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún
trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí
también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una
partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no
haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu
anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero.
Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el
resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y
tristeza. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una
calle por la que ya no pasa casi nadie.
Puestos a aburrirse, lo menos cansino es hacerlo con hábitos
regulares...”
Lo dicho, me alegro, como pocas cosas ya me satisfacen, de haber sabido a tiempo librarme de un prejuicio.
Dice Germán Gullón en una reseña
sobre Knut Hamsun (otro escritor –y premio Nobel- que fue presa de la
turbulencia de los tiempos de los totalitarismos) que “hay genios literarios a quienes un traspiés biográfico coloca del lado
equivocado de la historia, donde sufren sepulcralmente el desdén perpetuo.
Borrados de la nómina de hombres ilustres, sólo la grandeza o novedad de sus
obras les saca a veces de la sombra”.
El traspiés de estos dos
escritores, como el de Neruda estalinista, fue mucho más que eso, fue un delito
de lesa humanidad que otros muchos cometieron, científicos, poetas, políticos,
filósofos… Lo uno, sus obras artísticas, no los redime de lo otro, su vesania. Pero igual que he dicho que hay
tantas obras extraordinarias en el mundo que dejar de leer algunas de tipos
infames no nos perjudica, reconozco que en este caso nadie debería perderse “El
viaje al fin de la noche” de Louis Ferdinand Celine (Ed. Edhasa).
Y puestos a no leer algo, hay que
aceptar también que pésimas obras de escritores que no han dado traspiés alguno en sus
existencias, merecen menos aún ser leídas aunque supuestamente sus autores
hayan sido inmaculados. Por eso me aplico a menudo para mi propia armonía lo
que dijo Schopenahauer: “El arte de no
leer es muy importante. Éste consiste en no interesarse en todo cuanto llama la
atención del gran público en un momento dado. Cuando todo el mundo habla de
cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no dejará
de tener nunca lectores. Para leer buenos libros, la condición previa es no
perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”.
jaime alejandre
3 comentarios:
Esta alumbradora entrada me ha convencido para leer, sin prejuicios, a Celine.
Gracias, Jaime.
Joder, Capitán, cuanto guiso ha puesto usté en la marmita a cocinar. Seremos fieles a su conseja y buscaremos cuánto antes el momento de "viajar al fin de la noche", aunque el refranero especifica, muy cabrón él, que por la NUIT todos los gatos son pardos, con perdón. ¿Este Shopenhauer es de la misma escudería que Raykonen o corre por su cuenta sin esponsor? ¡Mira que dice verdades como puños este quillo!
Saludos, hermano. Grato siempre aprender bajo su sombra, Capitán.
Anoto: Celine; y dejar de leer inconsistencias.
Gracias de nuevo.
Publicar un comentario