Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

06 noviembre 2022

Gonzalo Sánchez-Terán aniquila las lindes del Mal


Una vez más, lo que ya se ha convertido en proverbial empecinamiento, viene Gonzalo Sánchez-Terán a sacarme de mi anomia social con la contundencia inmisericorde de sus versos: “Y corrí cual si el Mal tuviera Lindes” (Reino de Cordelia, 2022).

Libro que debería ser de obligada lectura en los colegios, y no esas vanas banalidades inanes de idiotas que aprendieron a darle con el dedito a la tecla del teléfono inteligente (ellos no) para separar en líneas cortitas la nada de sus pseudo-líricas divagaciones.

Autor que debería estar en las grandes Ferias de Libros: Frankfurt, Guadalajara, Madrid o Barcelona, en vez de tantos mamarrachos estafadores basílicos, raperas del acné, buscadores de taxis cuando llueve y nepotes conseguidores profesionales de premios exentos de vergüenza y tasas.

Perdón por el desafuero. Pero no puedo dejar de mostrar mi ira, acólito de Gonzalo, que ahora también deja vislumbrar la cólera en sus versos: “no habrá compasión para quien corra / en dirección contraria a los encuentros, / haciendo a los distintos, desiguales, / no habrá perdón, y ni saber ni fe / serán capaces de absolver su vida”. Sí, Gonzalo, tras veinte años de infamias, ha saltado del verso hímnico, al apocalíptico, flamígera espada justiciera en mano, sabedor de que “la propiedad privada no es un robo, / el robo es que jamás cambie de manos” y que “comprender el mal que habita el mundo / sin partirse la faz contra sus zarpas / es otra forma de justificarlo”.

Gonzalo, honrado, digno siempre, sin descanso siempre, sin ampararse cada día en su propio espejo de privilegiado. Laborando para los otros, los que no tienen brazos ni agua donde tomar las fuerzas. Gonzalo, reivindicando a la mujer de Lot, porque:

 

“Si no vuelves la vista atrás y miras

arder rebaños, casas y jardines,

el alarido atroz de tus hermanos

tallados por las llamas, su dolor,

si no observas el mal y reconoces

sus huevas en la singles de la historia,

si evitas contemplar la desventura

y no recuerdas…

… si tapas los oídos al espanto

y cercas tu vivac con alambradas,

cómo, Lot, te precaverás del fuego

cuando fundes tu próxima ciudad,

y quién acudirá con baldes de agua

si el viento trae la llama a tu tejado,

 

cómo, di, te reclamarás persona

si sabes como yo que quien no es lluvia

es otro palo más sobre la pira.

 

Gonzalo: más de veinte años organizando proyectos de emergencia (el mundo mismo es una perpetua emergencia en algunas latitudes, las de los desheredados) en campos de refugiados en Guinea Conakry, Liberia, Costa de Marfil, República Centroafricana, Chad, Dar Sila, Darfur, Etiopía, Somalia.

 

La imprenta del mundo (Jordania. Refugiados yemeníes, sirios y somalíes. Noviembre)

 

Honrad a quienes lloran sobre tumbas

con nombres de alfabetos que no entienden,

con símbolos de un dios en que no creen,

y ciertas son sus lágrimas saladas

pues fueron hombres los que allí reposan

por encima de lenguas y de credos.

 

Celebrad a quien cuida de sus árboles

porque son de la Tierra no por suyos,

y sus ojos son ojos de los puentes

que salvan el abismo entre las razas.

 

Honrad a quien descifra el firmamento

igual que honramos el olor a lluvia.

 

Amad.

         Amad a quienes la paz aman

y odiad a quien ama la paz a costa

de la justicia o de la paz ajena…

 

 

Gonzalo, en vez de aburrir a la existencia con sus adolescentes desamores habla por los otros, los que no tienen voz, ni tres comidas al día. Tantos que solo plañen en sus instagrames (yo el primero), olvidan que se llora mejor por los demás que por uno mismo. Con más elegancia y gallardía. Claro que para llorar en nombre de los otros hay que salir del concéntrico ombligo y arriesgarse. Y al parecer eso no se lleva.

 

Miles de millones de manantiales (Frontera entre Costa de Marfil y Guinea Conakry. Milicias armadas. Violencia. Septiembre).

 

No zarpan los navíos de los muelles

sino de la imaginación de un hombre

o una mujer con un papel y un lápiz.

Todo nace del sueño de un humano,

del alma prisma expuesta a la luz blanca

como incienso de sándalo que ocupa

los almacenes desabastecidos.

 

De nosotros.

                   No hay mano que no pueda

firmar un armisticio. No es posible

que tomen nuestros pies cada camino

pero inventamos las encrucijadas.

Inventamos el libro, por ahora

la única derrota que la muerte

ha sufrido en el cosmos.

 

                            De nosotros,

de la rama a la que se aferra el caos,

parten las fechas hacia su jornada

y cuanto existe parte hacia su nombre.

Sin nosotros la vida no sería

más que existencia. Solamente tiempo

cumpliendo espacio por la eternidad

Somos el tabernáculo encendido

donde se ovilla la belleza en celo,

quienes hacemos con el Todo un ambos.

 

No zarpan los navíos de los muelles,

no brotan las auroras de la noche,

barcos y auroras nacen de las manos

que procrean el bien y los poemas,

nacen de ti y de mí, hermano mío.

 

Pero Gonzalo sí, Gonzalo nos arroja las treinta monedas de sus versos dignos repartiéndolos “En las fronteras”, “Personas que caminan”, “El sentido” y “Proemio a las obras completas del mañana” (obras completas, por cierto, que se resiste Gonzalo a dejarme publicar, por una especie de incomprensible pudor de quien cree que está aún por construir su perfección de poeta indispensable).


Sabe Gonzalo que “somos jaurías o familia somos”, no existen más opciones en este mundo, sí, binario, donde de una parte campa la Dignidad, de otra el Mal. Por eso, en la encrucijada (inventada por nosotros, ya lo dice nuestro poeta), hay que optar. Negarse una vida, y por la otra decidirse. Y él, Gonzalo, lo sabe. Porque ha estado allí, en todas las encrucijadas del mundo del horizonte de los ojos y del corazón, él sabe que “más bello fue vivir creyendo en algo”.

 

Poemas los de este libro de Gonzalo con referencia solo al lugar y al mes (apenas uno de ellos incluye el año de redacción), porque en este mundo en avanzado estado de putrefacción, todos los años se repite la misma miseria, lo que hace inútil, superflua, la datación Carbono 14 o no mediante. “Guinea. Campo de tránsito para refugiados liberianos de Nonah. Marzo”, “De camino a Tezamira. Norte de Etiopía. Tercer año de sequía”.

O datado en Gbarnga, en el interior de Liberia, caminando por la ciudad saqueada tras el último ataque rebelde, su monumental poema Anclas de corcho: “En el fondo / sabemos que ser justo es ser extremo…”.

 

En conclusión, quien se respete a sí mismo, que deje de escribirnos y colgarnos en estas redes su poema autoplagiado año tras año sobre su pena propia. Que en su casa escuche la Tercera Sinfonía “de las lamentaciones” (Opus 36) de Henryk Górecki. Y que corra “cual si el Mal tuviera lindes” a comprar este libro indispensable para decidirse a amanecer cada mañana. Todavía.

 

Estrategia de acción directa.

 

         Los hombres crecen como las ciudades,

alejándose de su centro histórico,

dejando atrás callejas bautizadas

por antiguos oficios de artesanos

para agrandarse en anchas avenidas

con nombres de soldados y políticos

hasta desconocerse  en carreteras

anónimas o en urbanizaciones

uniformes, silentes, indistintas,

y crecen hasta que entre su ciudad

y la ciudad siguiente ya no hay campo.

 

Así crecen los hombres.

 

Y también crecen como las iglesias,

traicionando el mandato de su origen

-la verdad, el amor y la justicia,

partir los panes al caer la tarde-

para alzar templos como fortalezas

donde juntar el oro de sus fieles

y convocar milicias que lo guarden,

besando el manto y acatando el orden

de quienes persiguieron a su apóstol,

hasta reconocerse solamente

en el temor a las demás iglesias.

 

También así crecen los hombres.

 

Yo quisiera crecer como el olivo,

la encina, el fresno, el álamo, la higuera,

que no saben en qué país arraigan

ni buscan otra plata que la lluvia,

protegen aves, y hallan su grandeza

no creciendo más, sino siendo bosques.

30 octubre 2022

Tras las huellas de Aníbal. Y de Arturo Gonzalo Aizpiri


La fortuna inescrutable de la amistad puso en mis manos este “Tras las huellas de Aníbal” (Editorial Almuzara, 2022) antes de su publicación. Pero no hay nada como disfrutar de un libro en su formato de verdad, editado en papel de imprenta, no en una pantalla, ni siquiera en meros laborales folios.

Así que leyéndolo ahora por segunda vez, he pasado unas gozosas horas de emoción y aprendizaje. Pues sus más de doscientas páginas se leen en dos tardes de un fin de semana. Mejor actividad me cuesta encontrar a estas bajuras de mi vida. Navegar las pasiones de un amigo.

Ahora, que ya me cuesta tanto (literalmente) leer, porque me quedo dormido, covid persistente mediante a las primeras de cambio; ahora que me aburren soberanamente muchas de las cosas que intento leer. Adentrarme en las páginas de este libro ha sido un gozo de luminosidad.

Porque hay obras que van mucho más allá de lo mucho que ya prometen y anuncian. Y entre esas está la de Arturo Gonzalo Aizpiri. Recorriendo los paisajes patrios (matria llaman ahora a España quienes, oportunistas, parecen ignorar que se dice “madre patria” desde inmemorables tiempos), yendo aparentemente hacia momentos históricos de hace más de dos mil años, Arturo, sin embargo, nos desvela realidades y naturalezas que nos definen hoy en día como humanos: “… la razón de la amnesia que profesamos hacia lo púnico… nosotros tenemos a gala un prurito de europeidad: somos griegos, romanos, visigodos o carolingios; no hay herencia más propiamente nuestra que la que viene del continente europeo. Lo otro, lo africano o asiático, a pesar de los siglos infundiéndose en nuestro ADN biológico, histórico y antropológico, no pasa de ser un pintoresco ornamento epidérmico, superficial. Romanos y visigodos están en el perímetro del “nosotros”. Árabes y cartagineses están en el del “ellos”… expresión de xenofobia de baja intensidad…”.

Asombroso es el dominio que Arturo (químico de formación) tiene de este muy desconocido margen de la historia española (en el que, como dice el autor, muere el helenismo). Pero además está el modo en cómo lo relata. Un placer frente a tanta podredumbre ágrafa como puebla las publicaciones hoy en día. Sí. Por si fuera poco lo que nos enseña de historia antigua, Arturo suma la belleza de sus descripciones de paisajes, personas, esculturas. Y no solo con la palabra, sino con el asombroso regalo de sus dibujos y sus “cartelas”. Quienes conocemos a Arturo siempre hemos admirado con ojos abiertos como galaxias que escriba con letra de molde a mano alzada cuanto redacta.

Dice Arturo que “ningún linaje –ni el genealógico, ni el botánico, ni el literario, ni el gentilicio- está asegurado: a todos les incumbe el azar del paso del tiempo”. Cierto es, pero difícil se me hace creer que esta obra suya no perdure muchos, muchos años más allá de lo que lo hará su propio artífice. Él mismo lo sabe, cuando dice: “el poder taumatúrgico de las palabras: cada una de las que escribimos es eterna”.

Especial emoción me ha causado su reflexión sobre algo que siempre me ha intrigado y atraído: el hecho de que haya tantas ciudades que, después de haber gozado de notoriedad, se perdieran bajo el peso de la ceniza y el olvido. A menudo he recorrido en mis nomadeos algunas de éstas: Fatepur Sikri, en la India; Saba, en Etiopía; Famagusta, en Chipre… Lugares heridos donde me he sentido siempre todavía más insignificante de lo que soy a diario. Qué estremecimiento saber que gracias al saber de los arqueólogos, una capa de ceniza se convierte en el más elocuente relato de la historia. “Reconcilia con lo efímero de la existencia humana, asevera Arturo, advertir que el nombre de los soñadores de ciudades ha resistido mejor la erosión del tiempo que su obras, por muy hechas de piedra que estuvieran. Lo que sobrevive es el poder de la imaginación y el relato compartido”. Repito: lo que sobrevive es el poder de la imaginación y el relato compartido. Esa sola frase bastaría para definir la obra de Arturo vertida en este libro.

Comentando de su admirado Montaigne, dice Gonzalo Aizpiri: “los sucesos perduran en el tiempo como un temblor en la epidermis de los lugares donde ocurrieron”. Sí, pero a muy pocos les es dado vislumbrar ese temblor y compartirlo con los demás. Así me sucedió a mí con Ulaca, descrita por Aizpiri, y por la que anduve en dos ocasiones. Una en solitario y otra llevado por las palabras de Arturo. Solo entonces descubrí la profundidad espiritual que contenían aquellas piedras solitarias de los campos helados de Ávila.

¡Es tan reconfortante sentir, apenas leyendo, que el lector ya no está en el salón de su casa sino caminando al lado del autor (quien mejor “entiende el lenguaje del granito, el arroyo y el horizonte”) por caminos de invierno, a la busca de las sombras del solsticio! Sentir un viento helado que decora de verosimilitud el hogar de la pasiva lectura. Saber que compartes “el poderoso arrebatamiento, anclado en la suerte de panteísmo lírico con que, en ocasiones, se expresa mi emoción (la de Arturo) ante la naturaleza”.

Confiesa también Arturo: “me gusta decir que basta un instante para contener una vida entera. Como basta la manzana de una ciudad para dibujar una civilización”. Y, sí, basta adentrase en “Tras las huellas de Aníbal”, de Arturo Gonzalo Aizpiri, para aprender del ayer en el hoy para el acaso. Y ello sin autocensurarse las visiones nunca complacientes que tiene. De modo que, si hay un jardín en el que honradamente haya que meterse, Arturo lo hará: crítica y elogio el fenómeno del turismo; o la acción/inacción de las administraciones públicas (y las impúdicas), por ejemplo.

En definitiva, un texto delicioso en el que “además” aprenderemos lo sucedido con cartagineses, tartesios, vetones o vacceos…, españoles, al fin y al cabo. Un texto convertido en apotropaico, defensa mágica o espiritual, contra la ignominia de la ignorancia. Así mismo nos lo descifra nuestro autor: “¿Es posible ocupar el espacio del pensamiento de otros hombres y mujeres? Parece algo inalcanzable, a no ser que admitamos que tal vez haya en nosotros resortes comunes, longitudes de onda del espíritu humano que nos hagan vibrar por resonancia o, utilizando uno de los más felices términos de la física, por simpatía”. Sí, resortes hay, pero solo algunos como Arturo Gonzalo Aizpiri son capaces de pulsarlos para hacernos vibrar al unísono de la belleza y el conocimiento. Hoy, siguiendo las huellas de Aníbal y encontrando, en la ruta de Arturo, tal vez nuestros propios vestigios arqueológicos…

27 enero 2022

Lidl versus Liddell

Digamos que Lidl es una marca de supermercados baratos, de cuestionable calidad. Y que Liddell, Angélica, para más señas, le sigue los pasos, o le adelanta los pasos, en lo suyo, que es lo del teatro, barato, aunque no, no de equívoca valía; en esto no hay duda ninguna: sus virtudes aún esperan en el limbo de los nonatos. Eso sí, ambos (mercado alemán y dramaturga Rodríguez catalana) tienen de todo, pero cualquiera sabe que si quieres comprar algo bueno es mejor irse a otro lugar.

Viene esto a cuento de que hace unos días tuve la desafortunada ocasión de asistir al espectá-culo (sic) “Una costilla sobre la mesa: Padre” de la mencionada Liddell. Me invitó un buen amigo. Conste que nuestra amistad sigue incólume.

Pero como no consigo quitarme de la cabeza el bochorno, escribo esto, aunque ya tal vez llegue tarde para aviso de otros navegantes. Entono, pues, mi trisagio: por mi culpa, por mi culpa por mi gran culpa. Uy, perdón que el trisagio es lo de santo, santo, santo.

En fin, recuerdo cuando era adolescente que mi profesor de lengua y literatura, un heterodoxo de corazón, al leer mis primeros escritos me hizo una perfecta admonición: “Jaime, no quieras meter en tu primera novela todo lo que sabes, y mucho menos todo lo que te ha pasado a ti…”.

Pues la mencionada Angélica parece desatada en su disposición a endilgarnos todo lo que “se” le ha ocurrido en la vida, venga a cuento o no. Preferiblemente, no.

Y lo que es peor, creyéndose la pobre que alguien se puede escandalizar porque la buena señora mee en un vaso en el medio del escenario ante el público. Mire, hacer el conjunto de patochadas que usted resuelve en escena, incluido lo de mear en un vaso, es, como mucho, una estimable demostración de habilidades físicas, como las de los pintores de caricaturas en las plazas de las ciudades turísticas. Pero talento no, el talento está en el verdadero artista arrebatado de autenticidad, no en el amanuense que pinta vírgenes clónicas con tizas en el suelo. Porque para que orinar en un vaso y otras lindezas sirvan a la trama tiene que haber un porqué, sino es puro artificio para decirle al mundo qué chula soy. Y como el mundo a menudo no se interroga, pues vale. Pero si uno rasca en el argumento descubre que lo mismo vale  para su obra la escena orinatoria que otra atando un perro con longanizas.

Lo dicho, por mucho que se empeñe, esto que usted representa no escandaliza a nadie que haya vivido y leído un poco. Hace cuarenta años en la España recién postfranquizada, sí que escandalizaban tales sucesos (véanse ciertas películas de Almodóvar, o las obras de Els Joglars); hace setenta, en la Europa de postguerra puede que también el tema consiguiera santiguar a una cierta mayoría. Pero hace justo un siglo, cuando Los Locos Años 20, sin embargo, no, no escandalizaban las simplezas mingitorias. Y en 1785, cuando el Marqués de Sade escribió “Las ciento veinte jornadas de Sodoma o la escuela de libertinaje”, tampoco. Es lo que tienen los tiempos en lo que respecta a la moralidad oficial. Que vienen y van.

O sea, que los botarates que aplaudían a rabiar la pésima obra de la señora Liddel me temo que son la representación diáfana de cómo los últimos años de conservadurismo urbi et orbi han alcanzado a las gentes de hoy provocándoles asombros solo sustentados en la ignorancia y el papanatismo. Todo ello a manos llenas, las de aplaudir, no las de coger un libro previamente e informarse de la literatura universal antes de quedarse ojipláticos.

En definitiva lo que es escandaloso es que ese centón de imposturas sin argumento que es la obra de Angélica en los Teatros del Canal escandalice a alguien. (Por cierto no quiero ni pensar qué Armagedón se habría desatado en cierta parte de la saciedad, perdón, sociedad madrileña si la obra se hubiera representado en un teatro público bajo el mandato político de una Carmena o similar).

Sí, lo que escandaliza es que escandalice. A quien lo haga, porque mi hija de veinte años, que me acompañaba y que hace teatro buscando huecos como puede en sus estudios universitarios de arquitectura, sin embargo, no se sintió abochornada por escenas metidas sin ton ni son: como una señora que se unta los cabellos con bosta de caballo; o un anciano al que se saca a escena desnudo con el solo propósito de que la autora/protagonista se le acerque y le manosee un segundo el pene. ¿Con qué arcano mensaje? Vaya usted a saber. Provocación, pero la provocación solo la siente en este caso el ignaro.

Por su parte, mi hija, serenamente, a la salida me dijo que solo se había sentido azorada porque “es que la obra no tiene ningún hilo” (sic). En efecto, apenas es una enciclopedia de intentos de llamar la atención a gritos (literalmente a gritos, con esa pretensión actoral que algunos comediantes tienen de que por aprenderse un largo parlamento y recitarlo con alaridos y de corrido a la velocidad del rayo que ni cesa ni se entiende, ya se es buen actor o actriz). Tal vez sea ese el precio que hay que pagar por mantenerse (mantenerse de ser mantenido, me explico, subvenciones mediante): saberse obligado a exagerarse a sí mismo hasta el esperpento.

Pero, ay, la zafiedad es siempre mucho más sencilla que la sutileza. Ésta no está al alcance de todos, pero es mucho más contundente que la pobre exposición impudorosa de las asadurillas. Sutileza era la de Jardiel Poncela, digamos, en pleno franquismo con su obra “Madre, el drama padre”, en la que unos hermanos cuatrillizos se enamoran de otras cuatrillizas. Van a casarse y en uno de los actos descubren que son hermanos todos entre ellos. Tela. Tela, porque Jardiel decide escribir que el amor es más fuerte incluso que el posible incesto decidiendo los protagonista seguir adelante con sus planes de matrimonio. Del desenlace no digo más por no destripar (eso que ahora los milenials llaman hacer spoiler) la comedia.

Y, en fin, el tema Lidl/Liddell no tendría más importancia ni más repercusión sino fuera porque vivimos en un mundo de recursos finitos, y mientras su prescindible obra sin argumento ni ideas innovadoras ocupa un espacio público privilegiado, otros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, dotados no solo de talento, sino de honradez y tesón, seguramente estén escribiendo en la absoluta soledad de las sombras sin eco… Y eso no es justo. 

04 julio 2021

A veces sucede



Escribo hoy desde un salvífico estupor, desde una estupefacción medicinal. La que ha colonizado mi corazón tras la segunda lectura del “A veces sucede” de Simón Arriaga (Colección Intravagantes, Ed. Evohé, 2021). Nada de lo que pueda reflejar aquí alcanza siquiera la epidermis de la carga de profundidad de un libro que ya es parte consustancial de mi ser, prótesis de cadera con la que podré seguir vagando por esta estremecedora Tierra.

No muchos libros, quitándote el aliento, te lo dan, te dan un respiro ante tanta inanidad de lecturas y ante el hastío que “a veces sucede”, meramente el de vivir. Este es uno de ellos. Un secreto que merece ser develado. Un libro zekkei, 絶景, diría en el Japón que ahora habito: un paisaje tan espléndido que su sola visión, eso, nos deja sin aliento.

Contienen sus páginas una verdad que en ocasiones no comprenderemos con el pensamiento, y sin embargo la entenderéis, sin ambigüedades, con el espíritu. Cada uno su verdad.

“El ruido permanente en el que vivimos es la demencia del sistema elevada al rango de normalidad. Demencia normalizada. Sutura del espacio sonoro. Saturación de mensajes que nada dicen: ruido.

La memoria es un camino. Recordar es trazar una curva; nunca una recta. Normalmente más de una. Conectarlas y transformarlas hasta crear una espiral que permita transcurrir desde el exterior hacia el centro, desde el centro hacia afuera; abrir un sendero cuyos diferentes recorridos inversos permitan resignificar el presente: esa es la tarea de la memoria. Un labrado, un recorrido. Decantaciones: el agua en la roca caliza, estalactitas y estalagmitas, el hielo en los berrocales, la morrena diseminada aquí y allá, como hitos significantes.

El camino de la memoria es, habitualmente, un laberinto intrínseco. La esencia de un laberinto es recordarnos que la línea recta no es siempre la distancia más corta ni, desde luego, la más adecuada: la que conviene. La memoria no gana nada con los atajos. Freud lo sabía, se encontró con ello. Por eso prescindió de la hipnosis. Al sistema no le interesan los laberintos, no tiene tiempo. Por eso potencia la hipnosis, las sustancias audiovisuales psicotrópicas, la alienación de la productividad fuera y dentro de la fábrica, del hogar, de la oficina. El sistema no tiene tiempo que perder, tiempo para lo imprevisto. Lo imprevisible (ya quedó dicho) es el desecho del sistema, de cualquier sistema. Y el recorrido de la memoria es imprevisible, porque es un camino generador de sentido”.

 

En fin, hay tanta verdad en este libro que hace más repugnante la victoriosa corriente de las letras hispánicas hoy, que es la de la impostura, el puro impuro falso espectáculo, la presuntuosidad plagiadora, la simulación de lo que no  se es ni se tiene, el cartón piedra (o el croma actual) donde se finge que sucede lo que no es y nunca será.

Uno encuentra más de lo deseado “famosos” que venden miles de libros sobre el silencio o el desierto, sin conocer en verdad ni lo uno ni lo otro. Triunfadores de la impostura. Pero aquí Simón Arriaga escribe de lo que vive, no vive de lo que escribe. Su autenticidad desgarra sin dolor para zurcir delicadamente el alma del lector que sabe leer, arriesgándose en cada palabra.

Me entristece prever gentes que seguirán regalando su menguante tiempo a mamarrachadas: novelas de adolescentes en colecciones de adultos para evadirse; poemas sentimentaloides abrumados de ripios para buscar pareja; películas de desenlaces clónicos sabidos de memoria para sorpresa solo de los dueños de encefalogramas planos sin cartografía; exposiciones de arte de vanidad banal a la búsqueda exclusiva del escándalo con obras tan vistas, tan antiguas, tan sobadas ya como la burla.

Asistimos a la Dictadura de los escritores del vacío: no pueden expresar lo que sienten y piensan por dos motivos. Uno, por su penosa experiencia vital de acontecimientos cuya mayor hazaña es ir un día en Metro en vez de en taxi.

Justo lo contrario es Simón Arriaga, con una vida repleta de las hazañas de los que él denomina héroes cotidianos, y son mucho más que eso, cuando son como él. Son seres fundacionales de un mundo donde impera la Dignidad y la Emoción.

Y, dos, segundo de los motivos de los escritores hoy de lo inane: así escriben por su desconocimiento infinito de la lengua.

También Simón Arriaga está en sus antípodas. La riqueza verbal de Arriaga es prodigiosa. Y eso le permite adentrarse en los vericuetos y laberintos de la verdad cargado de palabras que la desvelan (sí, en sus dos acepciones: nos descubre lo oculto y, al hacerlo, nos impide ya conciliar el sueño):

“Por el contrario, el individuo que es, que a pesar de todo sigue siendo, lucha solo. Solo o al menos en alianzas evanescentes. Resiste, y eso es lo importante: contra el vértigo y el olvido; contra la fusión y la confusión, la fusión forzada de cualquier entidad imaginaria, deglutiente; contra sus juegos gástricos; contra las pirámides y la ilusión de la gloria; contra las catástrofes cimentadas y el lujo de la pertenencia; contra los contrarios superpuestos; contra la impostura del viento y la marea, contra el cálculo biliar de todas las probabilidades consumadas. Contra la idea de la Idea: de una única idea.

Dibuja espirales donde otros trazan círculos, condensa vapor de agua, talla cristales de cuarzo con las manos desnudas. Lucha para vencer la confusión dominante de los verbos entre los verbos: ser y tener, tener y temer, temer y desear, desear y amar. Amar y ser.

Solo, pero no aislado. Evitando el vértigo de lo inevitable; la anticipación del pasado en un incendio fastuoso, hipnótico y, por tanto, enclaustrante. Evitando la proeza de construir ruinas gregarias, torres de sacrificio, escuelas permanentes, puntos de calado, medidas extremas.

Sin olvidar que el olvido es mucho más que una derrota, porque es la victoria del nihilismo. Y el nihilismo es la muerte del sentido”.

 

Sé por desgracia que pocos, muy pocos (¿acaso alguno?) dedicarán sus entusiasmos a buscar este libro, esta joya y leerla. Así somos, ni entre nosotros, los cercanos, nos leemos: escritores, amigos, familiares o vecinos; ni que decir tiene los desconocidos. Peor para ellos, con perdón. Tampoco muchos habrán leído (aunque fatuos lo afirmen y solemnes lo juren) la Segunda Parte de El Quijote. Mejor lo sabe y dice Simón Arriaga:

El sistema y el ruido comparten muchas cosas, demasiadas como para obviarlas. Para empezar, ambos tienen una tendencia si no totalitaria, al menos sí totalizante. Está en su naturaleza: tienden a ocupar todos los espacios donde el sentido (siempre subjetivo) podría convivir con el silencio impidiendo así otras topologías, otras posibilidades. Nada al azar. 

Su método consiste en hacer colapsar la subjetividad sobre sus propios reflejos, haciendo de ellos reflejos condicionados y condicionantes. Pautas para el deseo, abrigos para la conciencia. Sustituyendo, antes de que emerja siquiera, la verdad por la fantasía, el silencio por el enmudecimiento, la acción por el entretenimiento, los productos del sentido por la productividad, la memoria por el almacenamiento. En el mayor grado posible.

La imaginación es así la sucesión de una imagen tras otra. En un continuo que no deja espacio para la emergencia del sentido. Todo es equiparable, porque todo es reducible a cifras en una cuenta de resultados: un balance: económico, político, sistémico.

La fantasía queda como una realidad tan irrealizable como tranquilizadora. Transcurre en un movimiento hipnótico que hace que parezca que todo se mueve vertiginosamente. Todo excepto el sujeto, que queda reducido a una sola acepción de la palabra: sujeto, fijado, emplazado siempre y a la misma hora en su sitio. El sitio que le corresponde en tanto que elemento de una secuencia de repeticiones pautadas”.

 

Leer y subrayar lo leído. Porque sé que este libro es zanka 残花, las últimas flores que quedan en las ramas cuando todas las demás ya han caído. O tal vez solo porque por un instante (ruin, lo reconozco) uno vive la ficción de que aquello (que define exactamente mi propia vida, mis más auténticos sentimientos), lo haya escrito yo, y no Simón Arriaga. Pero no, palabras tan insondables solo las ha podido trazar quien atesora el valor (valor de coraje; valor de riqueza) como para derramarse en un texto como este “A veces sucede”: “Nos erigimos en ejemplos del mundo y sabemos tan poco del mundo como de lo que de él habita en nosotros”. “Desea, ama y goza, sabiendo que el deseo es siempre de lo que no se tiene, el amor solo de lo que se tiene y el goce nada más de lo que se es”.

 

Tantos años juntos, tantas cosas compartidas y comprender, asumir tras este libro, con su pequeña desolación, una vez leído y releído, que desconocía todo de Simón Arriaga. Solo me relacionaba con la cáscara/máscara. Pero hoy conozco la profundidad, la suya, y a través de ella, la mía. Y la de la Historia de la Humanidad entera, la de cuantos seres han hollado estos paisajes desde el albor de los Tiempos y aún se reúnen alrededor de un fuego a cantarse y a contarse, para conjurar las ofensivas armadas del ajarse, de la muerte y el olvido, de la maldad y sus espantos.

“Sobrevivir es un milagro cotidiano al que no damos la menor importancia.

Solo nos asombramos cuando deja de ocurrir”.

 

Creo que todo el tiempo de la vida de Simón Arriaga ha sido una travesía para llegar a este libro (como lo fue para Pierre Sansot navegar hasta su “Del buen uso de la lentitud”), a esta iluminación.

“En la rapidez se puede dirimir tal vez alguna técnica, útil, precisa; se pueden descifrar toda una serie de códigos alfanuméricos de donde emerja un respuesta quizá útil, quizá precisa. Sin embargo, para sostener lo que nos une sin dañarnos hace falta primero comprender los matices. Y el tiempo de comprender es el más lento de cuantos nos conciernen.

Hay que aprender dialectos, Hija. Y si no están disponibles hay que inventarlos. Porque el compromiso es el resultado de fuerzas mestizas.  

En la rapidez se producen, como en un acelerador de partículas, choques, conflagraciones, emergencias pasionales de toda índole. Transformaciones de la materia, liberación de energía. Gota a gota el tiempo concentrado del reconocimiento destila, sin embargo, verdades que no se dejan atrapar por los puños: verdades que nos conciernen en la intimidad de los espacios comunes; en la permeabilidad de la identidad como un proceso sin fin ni programa unitario; en la biodiversidad de esas zonas lacustres, vagamente imaginarias, en las que confluye el caudal de todas nuestras monografías; en la suspensión amortiguada de cada cresta pendiente, de cada condena al otro como un veredicto sobre uno mismo. Gota a gota, gesto a gesto”.

  

Sí, la vida de Simón Arriaga ha sido una travesía para llegar a este libro a esta iluminación iluminadora. Iluminación de su naturaleza más oculta con una resplandor tan intenso que irradia hacia el exterior, hacia todos sus lectores, en un “rompimiento de gloria” (esa apertura de los rayos del sol a través de las nubes que produce la ilusión –en su doble acepción, otra vez, siempre- de un espacio metafísico que conecta lo terrenal con lo sublime).

“Es difícil creer que un muerto haya sido un hombre. Más difícil aún creer que tu padre haya sido otra cosa que lo que la palabra padre contiene. Yo no le conocía desde cerca, como tal vez sus hermanos o sus amigos. Yo le conocí desde abajo. Y nunca pude llegar a su altura. Ni siquiera después de rebasar su edad. Porque nadie puede ser en su mente más viejo que su padre, aunque los calendarios de todo el mundo lo desmientan”.

“Herramientas. Mi padre era el constructor, así que el hombre de las herramientas en principio era él. Las de mi madre parecían más bien utensilios: dedales, tijeras… El tamaño nos fascina, ese es el problema. Lamentablemente, hace falta mucho tiempo para comprender que las cosas pequeñas, los movimientos finos, rutinarios, son elementos necesarios de los cuales el mundo está hecho también”.

 

Simón Arriaga, (Madrid 1962), licenciado en Psicología por la Universidad Complutense, ha trabajado casi siempre viajando y viajado siempre escribiendo. En ese trasiego, escribiéndose, fue poblando sus estanterías de manuscritos durante años. Inéditos en su enorme mayoría de edad y cantidad, apenas unos pocos han sido rescatados hasta la fecha: “Mejor era cuando te vayas”  (Libros de Letras) de 1998, y la selección de su obra “Después del silencio” en 2010, dentro de la colección «Hazversidades poéticas» publicada por Cuadernos del Laberinto. Además, ha hecho esporádicas apariciones en antologías generacionales, como Quinta del 63 en 2001, en la que entró, evidentemente, quitándose algo de edad para parecer más joven de lo que por entonces era.

Así es el Simón Arriaga biográfico, dylaniano (“I was so much older then / I’m younger than that now”) que en mi caso me deja ya huérfano de autoría de libros propios. ¿Para qué escribir después de leer este? Seguiré haciéndolo, claro, pero sabedor al fin de los límites de dimensión de mis palabras una vez que ya no puedo escribir este “A veces Sucede”.

De modo que quien no lo lea, sí, se salvaguardará de sus imborrables efectos colaterales, pero sepa que también omitirá en su pequeña existencia una de las escasas luces del Universo que desvelan lo que existe y también lo que no existe, aquello que deslumbra y en la instantánea ceguera que produce son otras las realidades que al final uno otea. (Que mi nombre, por ese azar que es la Amistad, se encuentre ya por siempre unido a este libro –en su inmerecida dedicatoria- es algo que le da la solidez del vuelo a la improbabilidad que llamo “mi vida”).

“Esta época que vivo… más que líquida como dicen algunos, me parece una época de cristal: una frágil solidez nos sostiene; la hipertrofia de la información ha creado una extensión rígida, bellamente pulida, sobre la que es cómodo deslizarse pero que no se deja fácilmente traspasar; reflejos irisados atrapan nuestra mirada y conducen nuestros pasos por ese ámbito, porque la inclinación del plano hace que se requiera de un gran esfuerzo para plantearse siquiera la posibilidad de detenerse y profundizar; la gente critica sin criterio, le hablan a su imagen duplicada en las pantallas diciendo cualquier cosa que pasa por su cabeza, sin preguntarse quién la puso allí ni con qué propósito; la transparencia de la intimidad no tiene precio porque se ha convertido en el regalo de los insensatos que juegan a ser famosos. Y todos quieren ser famosos aunque sea por un día, aunque sea a costa de no saberse.

Sí, vivimos una época de cristal. El común de los mortales ha sido seducido por un mandato general de transparencia exhibicionista, una desnudez de las opiniones y las creencias que a esta edad me resulta obscena. No sabría determinar cuándo comenzó exactamente, pero lo que sí veo es que ha ido creciendo, extendiéndose por nuestro mapa mental hasta ocupar lugares que a muchos antes nos parecían terrenos sagrados. Nunca tanto conocimiento disponible había sido tan despreciado.

 

¿Cómo se pueden escribir 224 páginas y que nada sea relleno ni sobrero? Un libro al que no le excede ni le falta una palabra. No se puede contar en una novela mejor la infancia que en estos nueve párrafos que aquí transcribo (desconfiado de quienes se resisten a comprarse libros que no sean  los de moda y circunstancia, los reproduzco enteros, sabedor de que la mayoría de las gentes, en Internet no leen ya ni tuits, solo ven imágenes y en diagonal ojean las penosas frases de autoayuda que las acompañan):

“Quería impresionar a mi padre, que se viera en mí con orgullo manifiesto. Que me felicitara por una hazaña semejante a las suyas, una hazaña de campeón como él mismo me parecía que era. Vivir durante un instante en ese lugar de su mirada en el que nada era imposible y donde la voluntad y la decisión lo eran todo. Sabía que no podía ser como él, pero ansiaba al menos su reconocimiento.

Voy a saltar. Voy a saltar desde el trampolín más alto. Vas a ver cómo lo hago. Nunca he subido hasta allí pero voy a hacerlo, porque soy un héroe, porque quiero ser tu héroe, como tú lo eres para mí.

Recuerdo el frío del metal mojado de cada peldaño, la tierra alejándose de mí como una incógnita pendiente de resolución, el aire cada vez más difícil de retener. El primer trampolín atrás, el segundo trampolín atrás, el tercero y último tan lejos de ti que casi no te puedo ver. Pero te busco porque necesito que sepas que estoy aquí, en lo más alto y lo voy a hacer. Me acerco al borde de la tabla como el condenado de un barco pirata. Los hombres me dicen que dé la vuelta: este trampolín no es para críos; me preguntan si estoy solo, por qué no está mi padre conmigo. Y yo sé entonces que estoy solo, solo en tu mirada.

Miro hacia abajo y te imagino al borde de la piscina, tus ojos fijos en mí. Y pienso que piensas: Ese es mi hijo, es un atleta, es el mejor. Los va a dejar a todos anonadados. Traigo a mis músculos la tensión de tus músculos antes del salto. Tengo que igualarte, hacerlo exactamente como tú y todo saldrá bien. Los dedos de los pies aferrados al borde.

¿Te hubiera gustado que saltara? ¿De verdad te hubiera gustado que lo hiciera? ¡Tenía tan solo once años!  ¡Me hubiera matado, papá! ¡Me hubiera matado!

El cuadrilátero del agua allí abajo era tan pequeño que me habría resultado imposible acertar a caer dentro, y eso suponiendo que hubiera conseguido mantenerme recto como un clavo, como hacías tú, como te había visto hacer a ti tantas veces.

9.8 m/s: aceleración terrestre.

Mi descenso fue más lento. Escaleras abajo, hacia la vergüenza, hacia el fracaso, hacia la sobrevivencia. Cuando llegué a tu lado de nuevo me parecías más grande que antes. Tal vez porque yo nunca me había sentido tan pequeño. No hablamos, no me dijiste nada. Me acariciaste la cabeza como si perdonaras una chiquillada.

Normalmente suelen ser los padres los que piensan en dar la vida por sus hijos”.

 

Alguien que resulta que apenas vivió su infancia y adolescencia con sus padres y (sin creerlo él, además) resulta conocerlos mejor que tantos a los nuestros, pese a haber disfrutado vidas colmadas de años junto a ellos. Pero en ese conocimiento de Simón de sus propios progenitores se encierra la verdad de todos los padres del mundo y de la Historia. Y Simón parece aún no darse cuenta de su sabiduría, de su Iluminación.

Asistimos en este libro monumental  a una suerte de Diario Íntimo que va mucho más allá de la propia peripecia, de sus traspiés, de sus funambulismos. Amable y descarnada, fragilidad puesta al descubierto donde se desvela la irrompibilidad del corazón construido en el dolor. Amiel, Thoreau, Romain Gary, Renard, Leopardi, Pavesse le anteceden como miembros de una misma familia de autenticidad y contundencia.

El Padre, la Madre, la Hija y Él, Simón Arriaga, como nexo de unión consigo mismo. No un solo lazo sino un entramado tejido en el telar del amor y sus contradicciones. Desprendido de sí, nos habla con la mayor profundidad, a través de su pasado y su porvenir identificados en sus progenitores y su hija. Así nos ofrece sin coraza ni armadura su yo más íntimo. Su Simón más él. Y con ello consigue escribir la Crónica de Todos Nosotros.

Delicioso es creer que vas a internarte en un libro de aforismos y encontrarte con la Historia Moral de la Humanidad, concentrado en un largo poema sin hemistiquios ni metáforas prestidigitadoras, sino con la verdad a manos llenas, convertidas en puños que no atesoran puñados de violencia sino de serenidad y comunión con uno mismo y con nuestra propia existencia. Porque “Sucede” es la clave. Ruta, navegación, no meros hallazgos, casualidades, hitos o padrões.

Más sólido aún que Edmond Jabés, porque en las fragmentarias reflexiones vertidas en palabra por Simón Arriaga  hay una continuidad, un armazón, un propósito (sin intención), una construcción imprevista y descubierta. Cada uno hallará aquí la suya, su propia arquitectura. No un conjunto de teselas apiladas sin orden ni “con-cierto”, sino ese mosaico que bajo las arenas aflora y que al arrojar sobre él el agua de la lectura de nuestros ojos, centellea y deslumbra pero no para cegar sino para enseñarnos a vislumbrar.

Porque hay una sabiduría que ni siquiera la otorgan los años, hay que haber nacido con ella, en ella.

“Me he sobrepuesto a tu esfuerzo, a tu cansancio invisible y al mío, tanteando los bordes, el riesgo del fracaso, la ceguera de la altitud y de las trincheras”.

 

Así descubre el lector que no todos tienen que “matar al padre” para liberarse. A algunos, el padre (y la madre) se les mueren solos antes de la solidez personal, y entonces liberarse ya se convierte en algo innecesario. Se puede vivir, aunque solo se habite en el dolor. Aunque luego haga falta derramarse en un libro como este para conectar tu propio ser (el de Simón) con el Universo. Y, si no se puede llegar a comprenderlo, sí sentirlo inmenso en la propia carne:

“Tú, (padre) que desfilabas mejor que nadie, perdiste el paso. Perdiste mi paso.

Nuestras pulsaciones se alejaban una de la otra como dos relojes mal calibrados. Tus manos en anacrusa permanente, tu mirada buscándose. Dejaste de saber cómo celebrar la vida.

Este presente no hubiera existido sin aquel pasado. Este yo no sería el mismo. Porque mi tiempo fue también el tiempo de tu muerte. Mi tiempo de despertar.  

 

Paréntesis.

                   (                  )

Una prórroga o quizá un anticipo.

La tensión de una cuerda a punto de romperse

y golpearte en la cara.

Un camino cada vez más angosto

hasta dejar sitio solo para uno.

Y después

un campo minado de incógnitas”.

 

Dos lecturas llevo de este libro. Afortunado que es uno. Hace justo un año leí el manuscrito, ahora el libro impreso. Y constato que como los caleidoscopios, cada vez me muestra diferentes dimensiones, jamás se consume en sí mismo. Algo que solo ocurre con la más incomparable literatura. Como “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, o la película “Big fish” de Tim Burton, que cuanto más los visita uno más descubre.

“Mi propio viaje… me ha traído felizmente lo suficientemente sano y a salvo de veleidades a este Mar de la Tranquilidad en que ahora vivimos juntos los tres. Este pequeño fragmento del espacio y el tiempo en que residimos puede parecer menos que un minúsculo satélite, y tal vez lo sea para la lógica planetaria, pero para mí es su centro. Porque el centro de la Tierra, más allá de la imaginación de Verne y de la adecuación geológica, está siempre aquí: en la superficie habitable de las relaciones, en los entrecruzamientos significantes, en las grandes hazañas cotidianas de los héroes anónimos, en los gestos que preparan y anticipan, en el recibimiento y la gratitud, en una sola mirada de reconocimiento humano”.

 

Libro que se erige como epístola moral a la altura de Séneca, Bertrand Russell, o Tolstoi. Indagación asombrosa en el laberinto del lenguaje que lo hermana con Wittgenstein y no parece un burdo intercambio de fluidos, aunque sean los suyos seminales, simiente de la sabiduría.

“Ahora cabes en mis manos como una incógnita”.

 

No es este un libro fácil. Ni lo pretende; pero no pretende tampoco arcanas oscuridades en donde enmascarar en verdad incapacidades narradoras. Este libro no pretende nada; se ofrece como el amanecer cada mañana. Sin presuntuosidades. Y, sin embargo, repleto de maravilla y de milagro.

No, no es un libro fácil. Tampoco la vida lo es y la gente la vive de corrido y sin entrenamiento ni ordalías. Pero ahora que lo siento, sí, es el libro más fácil. También la vida lo es: dejarse conducir hacia la divinidad.

“Y sin embargo yo escribo.

Coloco palabras a un lado y a otro en montones, como cascotes después de un bombardeo: lo irreconocible, lo útil, lo salvable, lo que ya no tiene remedio. Intento levantar de nuevo la ciudad destruida, sabiendo que incluso en el mejor de los casos será otra. Hay demasiadas cosas que no sé dónde iban, demasiado tumulto a mi alrededor: gritos, sirenas de ambulancia, humo por todas partes. Necesito un mapa, pero todos han desaparecido en el incendio.

Es una tarea imposible, como todas las que he acometido antes. Por eso debo continuar”.

 

Este libro indispensable, te deja en el espíritu la misma naturaleza de fosforescencia que otros como “El mundo de ayer” de Stephan Zweig o “Tierra de hombres” de Saint-Exupéry o “Crónicas, 1944-1948” de Albert Camus.

Pues en este libro habita una cosmogonía de la geografía interior y exterior del Hombre. Por eso confirmo así que necesito sus páginas ya siempre en mi equipaje. Vaya donde vaya. Kit de supervivencia. De sobrevivencia. De hipervivencia. Para volar más alto. O sea, en mi caso, alto.

Porque es tan infinito que no deja un rincón sin arrojarle luz. Hasta describe implacable lo que somos los que fuimos la Transición, aquellos que ahora arañamos los sesenta:

 “A nosotros, sin embargo, creo que el torbellino nos llevó por delante, barriendo el suelo que pisábamos, el arbolado contiguo, los libros de texto. Nos empujó hacia un tramo del río de escollos sobresalientes y rápidos para el que a muchos nos faltaban destreza, convicción, fuerza y desde luego experiencia. Creo que lo mismo le ocurrió a la generación de nuestros progenitores: nada les había preparado para ello. A los jóvenes parecía bastarles con las ganas y la ideología, pero nosotros estábamos tan perdidos como me parece que estaban nuestros  propios padres, ninguno dejando traslucirlo. Eso me permite comprenderlos mejor ahora, más de cerca, con la complicidad de aquel desconcierto bífido que nos atraía y nos expulsaba por igual”.

 

En fin, “que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído” dejó dicho, inmenso, Jorge Luis Borges. Ese es mi caso… a la fuerza. Pero más que orgullo envidia ruin es lo que siento, amarga impotencia, cuando leo libros como “A veces sucede”, de Simón Arriaga. Amigo, si se puede llamar amigo a quien uno desearía usurparle todo cuanto es. Perfecto Intravagante.

Empequeñecido yo ya, y para siempre, como hijo, como padre, como lector, como escritor, coloco este libro de pedestal en mi existencia, en la mochila siempre a punto para el viaje, para poder alzarme a él y desde sus palabras probar cada día a vislumbrar la vida, mi pasado, mi propio ser.

Gracias, Simón Arriaga.

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06 junio 2021

Una acacia en el corazón

El segundo volumen de mi obra viajera ("Mundo puzle") acaba de publicarse. Este se titula “Una acacia en el corazón” (Ediciones Evohé), y en él relato algunas de mis idas y venidas por el continente africano, donde he recorrido diecinueve países, desde Burkina Faso a Madagascar, desde Egipto a Suráfrica, desde Uganda a Tanzania (donde en 2015 subí el Kilimanjaro).

(https://www.amazon.es/dp/8412163451/ref=sr_1_1?__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&dchild=1&keywords=una+acacia+en+el+coraz%C3%B3n&qid=1622979459&sr=8-1)
Las geografías concretas que componen el portulano de este nuevo libro de viajes (y del viaje) incluyen mi travesía de la memoria de nuestro pasado colonial en Guinea Ecuatorial, el único país del África Negra que habla español; mi experiencia en la última contienda bélica de la Guerra Fría en Angola, donde viví casi un año en 1992; la permanente sorpresa en la diversidad inabarcable de Etiopía; el enfrentamiento al acoso y la persecución en el encuentro con la mítica Tombuctú en Malí; las jornadas desérticas en la ingenuidad primordial de Namibia; y el asombro ante la majestuosidad de la naturaleza en Botswana y Zimbabwe.
Etapas africanas del relato de mi vida de peregrino a la busca de un sueño imposible, de un horizonte ilusorio: la libertad. No, la libertad no existe. Mientras no podamos vivir diez, cien mil vidas en esta sola, todo lo que hay es conformarse. Pero puestos a ello, pasemos por este mundo, al menos, caminando. En el equipaje del alma, apenas lo que en Japón llaman Kakugo, la resignación con entereza ante el destino. Y que nada nos detenga.
https://bit.ly/3fDHeve
Todas las fotografías © Jaime Alejandre.


















01 febrero 2021

Aviso para despistados ripiados. Reseña de un libro que no hay que leer.

(“Si esto sirviera para hablar del río”, Gonzalo Sánchez-Terán, Ed. Franz)

Querido ripiero, o séase, rapero, que te llaman. Tú no leas este libro. Ripiero convencido por ti mismo de que por rimar leño con ceño porteño y seño del empeño eres poeta: ¡no leas este libro, no lo leas! Sigue, en alto micro y puño, declamando tus cositas de prehistórico cuño, ese truño de pezuño. Manténte a salvo en tus penosos ripios (que no por casualidad, ripio, además de ser “palabra o frase inútil o superflua que se emplea viciosamente con el solo objeto de completar el verso, o de darle la consonancia o asonancia requerida”, significa “pedrusco, cascajo o fragmentos de ladrillos, guijarros y otros materiales de obra de albañilería desechados o quebrados, que se utiliza para rellenar huecos de paredes o pisos”), a resguardo leyéndote solo a ti mismo y a tus lerdos influencers.

Pero no, no leas este libro. Hazme caso, raso, paso a paso, dándole con un cazo (pronúnciese con ese para que rime, como en vuestras cancioncillas). No lo leas ni de día ni de noche, ni en un coche ni a troche y moche, no hagas tal derroche. No lo leas.

Que este libro está cargado hasta la extenuación de Poesía necesaria.

“Si esto sirviera para hablar de un río”, de Gonzalo Sánchez-Terán en Ediciones Franz.

https://www.edicionesfranz.com/?portfolio=si-esto-sirviera-para-hablar-del-rio

Sus poemas son pura ascensión. A los infiernos, pero ascensión. Con cada uno de sus versos se va tomando altura en el vuelo de leer a Sánchez-Terán como quien tiembla, lector expuesto al vértigo de verse a sí mismo, al fin desnudo de vergüenzas.

Libro que transita la insumisión, la rebeldía y a la vez el aterimiento, la indefensión ante la muerte, la venganza concienzuda de un planeta sometido a la barbarie humana. Libro en el que Gonzalo hace un brutal ejercicio de mixturar la última esperanza (a la fuerza) y la derrota final. Y vuelta a invocar levantamiento y resistencia. Libro que avanza en la intemperie que la peste del covid hizo manifiesta para dibujar la miseria más brutal del hombre, esa miseria que ya existía sin coronavirus, confinamientos, espectáculo de falsos aplausos y real pasión por las cafeterías. Pero… ¡nos daba tanta pereza, nos causaba tanto hastío mirarla!... Es que no era nuestra.

“Pronto hará un año que llegó la peste

hasta nuestras ciudades y labores.

Y quién negará que si la pobreza

de media humanidad fuera la causa

de no poder besar a nuestros padres

ni estrechar al amigo entre los brazos,

del declinar de nuestra economía

y de la prohibición de hacer viajes,

si la pobreza atroz de medio mundo

fuera la responsable del lamento

de los derechos nuestros y de nuestra

prosperidad, quién negaría, hermanos,

que todos los poderes de la Tierra,

las universidades, los científicos,

los pensadores y los Parlamentos,

todos trabajarían sin descanso,

compitiendo los unos con los otros,

para acabar con ella: la miseria

de los seres humanos;

                                      y los medios

de comunicación solo hablarían

de la inmensa pobreza, día y noche,

y nosotros, tú y yo, solo hablaríamos

de aquellos que no tienen paz, comida,

si en lugar de ser lo que es, la pobreza

hubiera sido la razón, la causa

de que desde hace meses no podamos

ni besar ni abrazar a los abuelos,

del declinar de nuestra economía

y de la prohibición de hacer viajes”.

 

No muchos se han ganado el derecho a levantar su voz en la plaza. Gonzalo Sánchez-Terán, sí. Él no habla de oídas, sino de idas, de idas al vórtice mismo del espanto en el que ha vivido, en África, más años de los que caben en un cabal calendario. Por eso él puede espetar “Si votas a un hombre abiertamente racista da igual lo que pienses de ti mismo: eres un racista”. Por eso él puede arrojar certero la piedra primera, y negar tres veces que cuando acabe la peste cambiaremos:

“Yo no lo creo. Caminé ciudades

en guerra, casas destruidas, pueblos

arrasados en lágrimas, he visto

el espanto en los ojos de los hombres

a ambos lados de todas las fronteras,

y he sabido que el miedo parte almas

como deshace pólvora el mortero,

para que los demás tu miedo teman.

Padecer juntos no es compadecer.

No cambiaremos por temer lo mismo

(la enfermedad, la muerte, la miseria),

únicamente si lo mismo amamos

(la libertad, la paz y la justicia)

valdrá el dolor reimaginar el mundo.


Libro que nos escupe sin acritud a la cara que “cuando irrumpió la peste… la enfermedad confinó nuestros cuerpos… (pero) nosotros solos precintamos nuestro espíritu”. Libro que nos deslumbra y ciega porque nos recuerda que solo lloramos cuando nos duele nuestra propia intranquilidad y en ella nos ahogamos complacidos, desterrando una vez más y una vez más y otra vez más de las noticias del telediario las imágenes de las pateras, las de los refugiados de guerra, las de los asesinatos selectivos dron mediante… Mejor lo dijo Amos Oz: “Lo peor de vivir en medio del conflicto entre israelíes y palestino es que nuestro dolor no nos deja tiempo o energía para preocuparnos por el dolor de los demás”. Después de milenios de importarnos un guano la pena y la miseria de los otros, un invisible virus nos da la coartada tanto tiempo anhelada.

“Muchos dicen que todo cambiará

cuando acabe la peste…

…entenderemos que la tierra es una

y nosotros sus huéspedes y ayos.

Nos dijeron que todo cambiaría,

que nada volvería a ser lo mismo,

también al prosternarse las dos torres

y durante la crisis financiera,

mas no fue así. Tras asentarse el polvo

en pie permanecía el viejo orden,

la libertad fue más alanceada

igual que un jabalí por los zarzales,

y la desigualdad tensó sus cabos,

y se saciaron las excavadoras

en la garganta inerme de los valles.

Ni el dolor, ni la fuerza, ni las plagas

cambian el mundo. Las ideas, sí…·”.

 

Libro que sin concesiones nos anuncia el “Modelo de sociedad tras el confinamiento”: “el trueque de seguridad por libertad es el más antiguo en el manual de déspotas y ventajistas, y el más amenazador”:

“Quien te obligue a elegir entre salud

y libertad busca quitarte ambas.

No hilamos alfabetos, no escrutamos

las facciones del bien, no hicimos lumbre

contra la oscuridad, saber adentro,

no inventamos la imprenta y la asamblea

para ser menos libres.

Quien nos fuerza a elegir entre intemperies,

la de la mente frente a la del cuerpo,

intenta confinarnos en su puño…

Del miedo no se sale cabizbajo.

Si entregamos el hacha a los verdugos

harán empalizadas que nos guarden,

y después, con más leña, harán cadalsos…

De este dolor emergeremos juntos

braceando hacia el aire, no hacia el fango”.

 

Libro admonitorio que nos pone ante la obligación de elegirnos, porque aún hay tiempo si no nos faltan valor ni generosidad:

“Si en la celebración de los reencuentros,

tras abrazar a quienes tanto amamos,

nos faltaran los otros, los que moran

en un confinamiento vitalicio

de niebla, de injusticia, de pobreza,

si alcanzáramos a llorar la pérdida

de cada humano por la peste como

llorarían las tildes por la muerte

de una vocal,

                            quizás si nos tratáramos

como nos trata el virus: como iguales,

si echáramos de menos a los presos

aherrojados en cárceles distantes

por defender la libertad sagrada

como nos falta un hijo o un hermano

en la celebración de los reencuentros,

mereceremos, cuando vuelva le fuego

hasta nuestros tejados y cosechas

(porque regresará, no lo dudéis,

y será un vasto incendio que ninguna

aldea ni país ni continente

podrá extinguir por separado, solo),

mereceremos, cuando el fuego vuelva,

que acudan todos, desde todas partes,

con sus lagos y ríos, con sus pozos,

sus baldes y sus almas, a apagarlo”.

 

En fin, ripiera, tú no leerás este libro. Porque estos versos van y no tratan del ombligo, santo y único, ecuménico y atolónico del poeta mismo, sino del cordón umbilical de todos, ese cordón que nos une en el goce y la desgracia de los hombres.

Porque este libro de Gonzalo Sánchez-Terán, un hombre hecho de una pieza, la de la dignidad humana, es un “regreso al silencio y la palabra en busca del fanal que nos guie tiniebla adentro”, (donde) “creció la convicción de que por el sistema sanguíneo del mundo corren las plagas, sí, pero también circulan las ideas transformadoras, los sueños compartidos”. Incorregible Gonzalo en su hímnica esperanza de que el hombre se redima un día a sí mismo.

Y casi mejor, ripieros. No, no lo leeréis porque en él no está escrita la palabra polla. Por ejemplo aquel inigualable verso-siglo XXI: “nunca le he pedido que me coma la polla”, que en tus manos de ripiero continuaría con cebolla y olla consonantes. Al parecer indispensable es en la poesía contemporánea juvenil de escribidores con ínfulas de epatadores de burgueses, de escandalizadores de meapilas, escribir sin santiguarse “polla”.

Poetitas que son jóvenes apenas de pensamiento (monocelular), obra (véase la quinta acepción del DRAE) y omisión (de lecturas y saberes). Y ya al fin, lo de ser jóvenes de palabra les queda un poco, un muy, un mucho grande. Que diría Mariano. Y no de Larra.

Larra, desesperado se descerrajó un tiro. Pero va Gonzalo Sánchez-Terán, el hombre que ha vivido en su carne tanto horror, y aún nos regala la esperanza, “El afán de los fareros”. Bendito sea. Un trisagio elevo en su honor siempre.

“De la elegía al madrigal iremos,

del cepo a las atmósferas ganadas,

y de ese redoblar de los cerrojos

al plectro de las almas volveremos,

porque eso es lo que hacemos las personas,

es ese nuestro don, obrar milagros,

transubstanciar lo inanimado en arte,

trascender en hogazas las espigas.

 

No sabemos muy bien por qué ni cómo

pero somos la especie de la alquimia,

capaz de compartir con los extraños,

de cuidar un jardín que no veremos,

de mudar el dolor en ovaciones.

 

Qué otro animal, en medio de la lucha

por la supervivencia, sueña auroras

más lúcidas, más justas para todos.

 

Y qué otra bestia libremente iría

al lugar donde yacen infectados

para ayudar a algún desconocido.

 

Opulentos de mente y de lenguaje,

sobrepujamos al temor con odas,

designios y el afán de los fareros

que se imparten en luz cuando la noche,

afán que nos define y nos absuelve.

 

Desde la desunión al haz, al ágora,

ascenderemos como al viento el polen,

porque eso es lo que hacemos los humanos,

conversar, aprender, partir el pan

y ponernos en pie de amanecida,

para abrir otra senda en la espesura”.

 

(fotografía del autor mchmaster.com)