Gentes hubo ya entonces, hace cuarenta años, que se
rebelaron contra una Transición en la que unos ponían el olvido y otros la
impunidad. También los hubo que se plegaron, y con razón, ante la damocles
amenaza del muy hispano espadón golpista.
Al final, la Transición la decidieron los muchos que salían
ganando con que se mirara hacia otro lado y allí nos las den todas: venga la
reconversión industrial a redimirnos, temamos más a la inflación que a los
muertos de hace decenios. Amén.
Los defraudados, generosamente, aceptaron esa “Tra(ns)ición”,
sabedores de que su voz de ciudadanos agotados en la discriminación y la
persecución, esa voz suya doliente, a tan poco volumen ya llegaba que apenas ellos
la escuchaban.
Entre los que se negaron a aceptar el olvido de los muertos,
no solo los de las cunetas sino de los que perdieron su vida civil, recuerdo
hoy a la poeta Ángela Figuera Aymerich (1902-1984). Fue, para empezar, una de
las primeras mujeres en la peculiar historia de España en conseguir el título
de bachiller. Y en 1933 superó las oposiciones de catedrática de Lengua y
Literatura para Institutos de Segunda Enseñanza. Pero ignoraba ella entonces
que este título, como el de tantos otros perdedores de la Guerra Incivil,
estaba al albur de las vesanias de los golpistas. Al finalizar la guerra, como
represalia por haber permanecido fiel a la II República, perdió su plaza y su título
universitario; al igual que el resto de la familia, quedó literalmente en la
calle, sin trabajo ni bienes. A unos se los mataba de un tiro en el paredón o
la cuneta y se acabó. A otros, con refinada mezquindad, se les daba muerte
civil día tras día durante incontables años.
Así, creo que hoy, personas como la poeta Ángela Figuera
Aymerich se merecen, aunque sea tardía, la satisfacción moral de que el tirano
sea desenterrado y sepultado en un lugar a la ridícula altura de su propia
persona. Y si la familia de Franco decidiera no hacerse cargo de sus despojos,
tal vez no sería mal osario echarlos en cualquiera de las fosas comunes de tantos
pueblos como hubo y hay. Aunque por respeto a los allí fusilados mejor sería naufragarlos
al oscuro fondo de alguno de sus muchos pantanos.
Miedo
“También yo tendría miedo de los
ángeles.
Son demasiado puros para mí”.
(Ernst Wiechert)
Señor, guarda tus
ángeles contigo.
Son demasiado puros
para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan.
Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin
lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin sed que
saben tu palabra.
Sus ojos que no lloran
son atroces.
En sus cándidas manos
llevan cálices,
palmas, incensarios, coronas,
pavorosas espadas con
el filo candente.
Me dan miedo tus
ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de pureza.
Crueles de hermosura.
Impávidos, ungidos por
suavísima sangre.
Sus alas sobre todo,
sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me soldaste
los pies a esta montaña,
de cómo me dan miedo
sus alas poderosas?
Y Tú, que me
humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo me
espantan sus frentes inmortales?
Te alabo por tus
ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos contigo.
Son tus pájaros, cantan
en tu oído el hosanna
de la dicha perfecta.
Te rodean y giran
decorando tu gloria.
Movilizan la brisa que
perfuma tu trono.
Pero Tú solo puedes
contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú disciplinas
sus magníficas huestes.
Me dan miedo tus
ángeles. Si yo encontrara alguno,
Si un día, al
despertarme,
lo viera intacto y
fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne castigada,
llorosa podredumbre,
pecado repetido hacia
la muerte,
tendría que clavarme
las uñas en los ojos.
Belleza cruel
Dadme un espeso
corazón de barro,
dadme unos ojos de
diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que
acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto
cada noche.
Quiero cantar a estilo
de jilguero.
Quiero vivir y amar
sin que me pese
ese saber y oír y
darme cuenta;
este mirar a diario de
hito en hito
todo el revés atroz de
la medalla.
Quiero reír al sol sin
que me asombre
que este existir de
balde, sobreviva,
con tanta muerte
suelta por las calles.
Quiero cruzar alegre
entre la gente
sin que me cause miedo
la mirada
de los que labran
tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo
palmo a palmo,
de los que llenan
pozos gota a gota.
Porque es lo cierto
que me da vergüenza,
que se me para el
pulso y la sonrisa
cuando contemplo el
rostro y el vestido
de tantos hombres con
el mido al hombro,
de tantos hombres con
el hambre a cuestas,
de tantas frentes con
la piel quemada
por la escondida rabia
de la sangre.
Porque es lo cierto
que me asusta verme
las manos limpias
persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel
o versos.
Porque es lo cierto
que empecé cantando
para poner a salvo mis
juguetes,
pero ahora estoy aquí
mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a
los que pasan
que me perdonen pronto
tantas cosas.
Que me perdonen esta
miel tan dulce
sobre los labios, y el
silencio noble
de mis almohadas, y mi
Dios tan fácil
y este llorar con arte
y preceptiva
penas de quita y pon
prefabricadas.
Que me perdonen todos
este lujo,
este tremendo lujo de
ir hallando
tanta belleza en
tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada
a solas,
tanta belleza cruel,
tanta belleza.
Si no has muerto
un instante
“Todas las mañanas al alba
mi corazón es fusilado en Grecia”
(Nazim Hikmet)
Si no has de permitir
que tu corazón tierno
trabaje un cupo diario
de horas extraordinarias
para sentirse fusilado
en Grecia;
si tu pulida frente no
llega a golpearse
contra el hierro y la
roca
de una cárcel distante
de mil o dos mil kilómetros;
si no has caído nunca
con la nuca partida
por las balas que
silban en algún rincón de Asia;
si no has notado nunca
que se hielan tus huesos
porque los fugitivos
duermen en las cunetas;
si no dejas a veces
que tu estómago aúlle
porque a orillas del
Ganges no hay arroz para todos;
si no has sentido
nunca tus manos desolladas
cuando un hombre
concluye su jornada en la mina;
si no has agonizado
cualquier noche sin sueño
en la sala de un
blanco pabellón de incurables;
si tus ojos no crecen
hasta los cuatro
puntos de la tierra
para encontrar las
vetas del dolor escondido
y aumentar los
caudales represados del llanto,
si no has muerto tú
mismo solamente un instante,
una vez tan siquiera,
porque sí, porque nada,
porque todo, por eso:
porque el hombre se muere,
entonces no prosigas.
Al hoyo y acabado.
El cielo
Colegas queridísimos,
estetas defensores
del pájaro y la rosa y
el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos
al cielo en primavera
porque es azul y
estala de gracia y poesía,
amigos y enemigos, es
cierto, estáis sobrados
de sólidas razones.
Seguir vuestro camino
acaso lograría
salvarme de estas cosas.
De tantos anatemas
comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable.
El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de
Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero,
amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los
clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello
cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso
sobre el cieno?
¿Y sigue siendo alegre
sobre el llanto?
¿Y sigue siendo azul
sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría
con toda unción. Palabra.
Con versos bien
rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi
puesto asegurado
en las Antologías del
Arte más conspicuo.
Pero es casi
imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo,
hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho
llanto me falta de los ojos.
Porque no puede verse
vuestro cielo perfecto
desde un mundo
entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con
la espalda doblada.
Ni se goza su lumbre
con la nuca partida.
No puede verse el
cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores
con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza
tanteando en las simas
de las cuencas
mineras,
ni podemos mirarlo
retirando las redes
con la sal en los
ojos.
No es posible
encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del
tirano sangriento,
ni se encuentra en las
togas de los negros fiscales
ni en el frío destello
de los sables de gala
en los bellos
desfiles,
ni durmiendo en la
iglesia mientras suenan las preces
por los fieles
difuntos.
No se llega hasta el
cielo desde tantas prisiones,
desde tantos cuarteles
con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas
con los bancos helados,
desde tantos lugares
con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.
No puede verse el
cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más
honde del infiernos más negro,
desde el fondo de
todos los que están en el fondo,
los que son tierra
sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados
por las líricas nubes.
Poemas del libro “Belleza cruel”, de 1958, publicado en
México para driblar a la censura franquista, con prólogo del indispensable León
Felipe.
Sesenta años han trascurrido pero la voz de Ángela Figuera
Aymerich resuena con contundente y estremecedora actualidad. Cuántos poetas hoy
deberíamos tomar el testigo de la denuncia de la humana injusticia con la
contundencia poética de esta indispensable escritora hoy apenas celebrada en el
olvido…