La fortuna inescrutable de la amistad puso en mis manos este “Tras las huellas de Aníbal” (Editorial Almuzara, 2022) antes de su publicación. Pero no hay nada como disfrutar de un libro en su formato de verdad, editado en papel de imprenta, no en una pantalla, ni siquiera en meros laborales folios.
Así que leyéndolo ahora por segunda vez, he pasado unas gozosas
horas de emoción y aprendizaje. Pues sus más de doscientas páginas se leen en
dos tardes de un fin de semana. Mejor actividad me cuesta encontrar a estas
bajuras de mi vida. Navegar las pasiones de un amigo.
Ahora, que ya me cuesta tanto (literalmente) leer, porque me
quedo dormido, covid persistente mediante a las primeras de cambio; ahora que me
aburren soberanamente muchas de las cosas que intento leer. Adentrarme en las
páginas de este libro ha sido un gozo de luminosidad.
Porque hay obras que van mucho más allá de lo mucho que ya
prometen y anuncian. Y entre esas está la de Arturo Gonzalo Aizpiri. Recorriendo
los paisajes patrios (matria llaman ahora a España quienes, oportunistas,
parecen ignorar que se dice “madre patria” desde inmemorables tiempos), yendo
aparentemente hacia momentos históricos de hace más de dos mil años, Arturo, sin
embargo, nos desvela realidades y naturalezas que nos definen hoy en día como
humanos: “… la razón de la amnesia que
profesamos hacia lo púnico… nosotros tenemos a gala un prurito de europeidad:
somos griegos, romanos, visigodos o carolingios; no hay herencia más
propiamente nuestra que la que viene del continente europeo. Lo otro, lo
africano o asiático, a pesar de los siglos infundiéndose en nuestro ADN
biológico, histórico y antropológico, no pasa de ser un pintoresco ornamento
epidérmico, superficial. Romanos y visigodos están en el perímetro del “nosotros”.
Árabes y cartagineses están en el del “ellos”… expresión de xenofobia de baja
intensidad…”.
Asombroso es el dominio que Arturo (químico de formación) tiene
de este muy desconocido margen de la historia española (en el que, como dice el
autor, muere el helenismo). Pero además está el modo en cómo lo relata. Un
placer frente a tanta podredumbre ágrafa como puebla las publicaciones hoy en día.
Sí. Por si fuera poco lo que nos enseña de historia antigua, Arturo suma la
belleza de sus descripciones de paisajes, personas, esculturas. Y no solo con
la palabra, sino con el asombroso regalo de sus dibujos y sus “cartelas”.
Quienes conocemos a Arturo siempre hemos admirado con ojos abiertos como
galaxias que escriba con letra de molde a mano alzada cuanto redacta.
Dice Arturo que “ningún
linaje –ni el genealógico, ni el botánico, ni el literario, ni el gentilicio-
está asegurado: a todos les incumbe el azar del paso del tiempo”. Cierto
es, pero difícil se me hace creer que esta obra suya no perdure muchos, muchos
años más allá de lo que lo hará su propio artífice. Él mismo lo sabe, cuando
dice: “el poder taumatúrgico de las
palabras: cada una de las que escribimos es eterna”.
Especial emoción me ha causado su reflexión sobre algo que
siempre me ha intrigado y atraído: el hecho de que haya tantas ciudades que,
después de haber gozado de notoriedad, se perdieran bajo el peso de la ceniza y
el olvido. A menudo he recorrido en mis nomadeos algunas de éstas: Fatepur
Sikri, en la India; Saba, en Etiopía; Famagusta, en Chipre… Lugares heridos
donde me he sentido siempre todavía más insignificante de lo que soy a diario.
Qué estremecimiento saber que gracias al saber de los arqueólogos, una capa de
ceniza se convierte en el más elocuente relato de la historia. “Reconcilia con lo efímero de la existencia
humana, asevera Arturo, advertir que
el nombre de los soñadores de ciudades ha resistido mejor la erosión del tiempo
que su obras, por muy hechas de piedra que estuvieran. Lo que sobrevive es el
poder de la imaginación y el relato compartido”. Repito: lo que sobrevive
es el poder de la imaginación y el relato compartido. Esa sola frase bastaría
para definir la obra de Arturo vertida en este libro.
Comentando de su admirado Montaigne, dice Gonzalo Aizpiri: “los sucesos perduran en el tiempo como un
temblor en la epidermis de los lugares donde ocurrieron”. Sí, pero a muy
pocos les es dado vislumbrar ese temblor y compartirlo con los demás. Así me
sucedió a mí con Ulaca, descrita por Aizpiri, y por la que anduve en dos
ocasiones. Una en solitario y otra llevado por las palabras de Arturo. Solo
entonces descubrí la profundidad espiritual que contenían aquellas piedras
solitarias de los campos helados de Ávila.
¡Es tan reconfortante sentir, apenas leyendo, que el lector
ya no está en el salón de su casa sino caminando al lado del autor (quien mejor
“entiende el lenguaje del granito, el
arroyo y el horizonte”) por caminos de invierno, a la busca de las sombras
del solsticio! Sentir un viento helado que decora de verosimilitud el hogar de
la pasiva lectura. Saber que compartes “el
poderoso arrebatamiento, anclado en la suerte de panteísmo lírico con que, en
ocasiones, se expresa mi emoción (la de Arturo) ante la naturaleza”.
Confiesa también Arturo: “me
gusta decir que basta un instante para contener una vida entera. Como basta la
manzana de una ciudad para dibujar una civilización”. Y, sí, basta
adentrase en “Tras las huellas de Aníbal”,
de Arturo Gonzalo Aizpiri, para aprender del ayer en el hoy para el acaso. Y
ello sin autocensurarse las visiones nunca complacientes que tiene. De modo que,
si hay un jardín en el que honradamente haya que meterse, Arturo lo hará: crítica
y elogio el fenómeno del turismo; o la acción/inacción de las administraciones
públicas (y las impúdicas), por ejemplo.
En definitiva, un texto delicioso en el que “además” aprenderemos
lo sucedido con cartagineses, tartesios, vetones o vacceos…, españoles, al fin
y al cabo. Un texto convertido en apotropaico, defensa mágica o espiritual,
contra la ignominia de la ignorancia. Así mismo nos lo descifra nuestro autor: “¿Es posible ocupar el espacio del
pensamiento de otros hombres y mujeres? Parece algo inalcanzable, a no ser que
admitamos que tal vez haya en nosotros resortes comunes, longitudes de onda del
espíritu humano que nos hagan vibrar por resonancia o, utilizando uno de los
más felices términos de la física, por simpatía”. Sí, resortes hay, pero
solo algunos como Arturo Gonzalo Aizpiri son capaces de pulsarlos para hacernos
vibrar al unísono de la belleza y el conocimiento. Hoy, siguiendo las huellas
de Aníbal y encontrando, en la ruta de Arturo, tal vez nuestros propios
vestigios arqueológicos…