Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

30 octubre 2022

Tras las huellas de Aníbal. Y de Arturo Gonzalo Aizpiri


La fortuna inescrutable de la amistad puso en mis manos este “Tras las huellas de Aníbal” (Editorial Almuzara, 2022) antes de su publicación. Pero no hay nada como disfrutar de un libro en su formato de verdad, editado en papel de imprenta, no en una pantalla, ni siquiera en meros laborales folios.

Así que leyéndolo ahora por segunda vez, he pasado unas gozosas horas de emoción y aprendizaje. Pues sus más de doscientas páginas se leen en dos tardes de un fin de semana. Mejor actividad me cuesta encontrar a estas bajuras de mi vida. Navegar las pasiones de un amigo.

Ahora, que ya me cuesta tanto (literalmente) leer, porque me quedo dormido, covid persistente mediante a las primeras de cambio; ahora que me aburren soberanamente muchas de las cosas que intento leer. Adentrarme en las páginas de este libro ha sido un gozo de luminosidad.

Porque hay obras que van mucho más allá de lo mucho que ya prometen y anuncian. Y entre esas está la de Arturo Gonzalo Aizpiri. Recorriendo los paisajes patrios (matria llaman ahora a España quienes, oportunistas, parecen ignorar que se dice “madre patria” desde inmemorables tiempos), yendo aparentemente hacia momentos históricos de hace más de dos mil años, Arturo, sin embargo, nos desvela realidades y naturalezas que nos definen hoy en día como humanos: “… la razón de la amnesia que profesamos hacia lo púnico… nosotros tenemos a gala un prurito de europeidad: somos griegos, romanos, visigodos o carolingios; no hay herencia más propiamente nuestra que la que viene del continente europeo. Lo otro, lo africano o asiático, a pesar de los siglos infundiéndose en nuestro ADN biológico, histórico y antropológico, no pasa de ser un pintoresco ornamento epidérmico, superficial. Romanos y visigodos están en el perímetro del “nosotros”. Árabes y cartagineses están en el del “ellos”… expresión de xenofobia de baja intensidad…”.

Asombroso es el dominio que Arturo (químico de formación) tiene de este muy desconocido margen de la historia española (en el que, como dice el autor, muere el helenismo). Pero además está el modo en cómo lo relata. Un placer frente a tanta podredumbre ágrafa como puebla las publicaciones hoy en día. Sí. Por si fuera poco lo que nos enseña de historia antigua, Arturo suma la belleza de sus descripciones de paisajes, personas, esculturas. Y no solo con la palabra, sino con el asombroso regalo de sus dibujos y sus “cartelas”. Quienes conocemos a Arturo siempre hemos admirado con ojos abiertos como galaxias que escriba con letra de molde a mano alzada cuanto redacta.

Dice Arturo que “ningún linaje –ni el genealógico, ni el botánico, ni el literario, ni el gentilicio- está asegurado: a todos les incumbe el azar del paso del tiempo”. Cierto es, pero difícil se me hace creer que esta obra suya no perdure muchos, muchos años más allá de lo que lo hará su propio artífice. Él mismo lo sabe, cuando dice: “el poder taumatúrgico de las palabras: cada una de las que escribimos es eterna”.

Especial emoción me ha causado su reflexión sobre algo que siempre me ha intrigado y atraído: el hecho de que haya tantas ciudades que, después de haber gozado de notoriedad, se perdieran bajo el peso de la ceniza y el olvido. A menudo he recorrido en mis nomadeos algunas de éstas: Fatepur Sikri, en la India; Saba, en Etiopía; Famagusta, en Chipre… Lugares heridos donde me he sentido siempre todavía más insignificante de lo que soy a diario. Qué estremecimiento saber que gracias al saber de los arqueólogos, una capa de ceniza se convierte en el más elocuente relato de la historia. “Reconcilia con lo efímero de la existencia humana, asevera Arturo, advertir que el nombre de los soñadores de ciudades ha resistido mejor la erosión del tiempo que su obras, por muy hechas de piedra que estuvieran. Lo que sobrevive es el poder de la imaginación y el relato compartido”. Repito: lo que sobrevive es el poder de la imaginación y el relato compartido. Esa sola frase bastaría para definir la obra de Arturo vertida en este libro.

Comentando de su admirado Montaigne, dice Gonzalo Aizpiri: “los sucesos perduran en el tiempo como un temblor en la epidermis de los lugares donde ocurrieron”. Sí, pero a muy pocos les es dado vislumbrar ese temblor y compartirlo con los demás. Así me sucedió a mí con Ulaca, descrita por Aizpiri, y por la que anduve en dos ocasiones. Una en solitario y otra llevado por las palabras de Arturo. Solo entonces descubrí la profundidad espiritual que contenían aquellas piedras solitarias de los campos helados de Ávila.

¡Es tan reconfortante sentir, apenas leyendo, que el lector ya no está en el salón de su casa sino caminando al lado del autor (quien mejor “entiende el lenguaje del granito, el arroyo y el horizonte”) por caminos de invierno, a la busca de las sombras del solsticio! Sentir un viento helado que decora de verosimilitud el hogar de la pasiva lectura. Saber que compartes “el poderoso arrebatamiento, anclado en la suerte de panteísmo lírico con que, en ocasiones, se expresa mi emoción (la de Arturo) ante la naturaleza”.

Confiesa también Arturo: “me gusta decir que basta un instante para contener una vida entera. Como basta la manzana de una ciudad para dibujar una civilización”. Y, sí, basta adentrase en “Tras las huellas de Aníbal”, de Arturo Gonzalo Aizpiri, para aprender del ayer en el hoy para el acaso. Y ello sin autocensurarse las visiones nunca complacientes que tiene. De modo que, si hay un jardín en el que honradamente haya que meterse, Arturo lo hará: crítica y elogio el fenómeno del turismo; o la acción/inacción de las administraciones públicas (y las impúdicas), por ejemplo.

En definitiva, un texto delicioso en el que “además” aprenderemos lo sucedido con cartagineses, tartesios, vetones o vacceos…, españoles, al fin y al cabo. Un texto convertido en apotropaico, defensa mágica o espiritual, contra la ignominia de la ignorancia. Así mismo nos lo descifra nuestro autor: “¿Es posible ocupar el espacio del pensamiento de otros hombres y mujeres? Parece algo inalcanzable, a no ser que admitamos que tal vez haya en nosotros resortes comunes, longitudes de onda del espíritu humano que nos hagan vibrar por resonancia o, utilizando uno de los más felices términos de la física, por simpatía”. Sí, resortes hay, pero solo algunos como Arturo Gonzalo Aizpiri son capaces de pulsarlos para hacernos vibrar al unísono de la belleza y el conocimiento. Hoy, siguiendo las huellas de Aníbal y encontrando, en la ruta de Arturo, tal vez nuestros propios vestigios arqueológicos…