Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

12 diciembre 2018

Paso a tres, Juan Vicente Monte

Hace casi tres años presentaba Juan Vicente Monte su primera novela, extraordinaria y, en el mejor sentido de la palabra, desasosegante, “Cuarteto para un concierto final” (Ed. Evohé). Hoy nos enfrenta a una nueva trama, titulada “Paso a tres” (ed. Evohé) (https://bit.ly/2St6U0v).
Integrada de alguna manera en la anterior novela (aunque puede ser abordada de forma independiente, sin haber leído previamente la anterior) ésta nos adentra, como espeleólogos sin carburero, en los subterráneos de la vida, para dejarnos sorprender por la iluminación propia solo de las cavernas del conocimiento.
Juan Vicente Monte (nacido en Madrid en 1960), Doctor en Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Missouri en el área de Genética, ha compaginado su actividad de investigador con el mundo de la empresa, aunque, según él mismo, sus pasiones más íntimas desde su infancia son la búsqueda introspectiva de respuestas al misterio que nos envuelve y su devoción por la música clásica. O sea, nos encontramos ante un melómano exégeta. “Exégeta melómano”. “Exégeta melómano”. No es descripción que yo desdeñara si se me diera la oportunidad de elegir el epitafio de mi propia sepultura. Aunque lo cierto es que, si hay algo que sí podemos elegir en la existencia es precisamente eso, la frase que acompañe nuestra lápida. Lo que sucede es que pocos tienen la gallardía y el pundonor de hombres como Juan Vicente de atreverse a ser ellos mismos.
Hoy Juan Vicente sigue siendo ese muchacho fotografiado para la solapa de su segunda novela que lleva puesto un verdugo, como se llamaba entonces al pasamontañas. Verdugo. Lo que demuestra que nada cuanto es obra del hombre es inocente y menos que nada el lenguaje, invención humana para denominar cuanto existe.
En fin, pese a mi proverbial descreimiento, llego a pensar hoy que nada es casual, y me malicio que fuera cosa prescrita en las circunvoluciones del cerebro del Universo y de la Creación que justo un día como hoy (11 de diciembre), hace muchos años, fusilaran a un ciudadano tan heterodoxo como nuestro autor, al general Torrijos. Y que también en esa fecha naciera el compositor Héctor Berlioz.
Pero hablaba más arriba del lenguaje, evidentemente, porque nos reencontramos hoy con un autor una de cuyas máximas bienaventuranzas es el magistral uso de la palabra, palabra que, en contra de tantos pésimos componedores de historias huecas, Juan Vicente, justo al revés, la orienta al servicio de su imaginación prodigiosa, esa misma imaginación de la que era maestro Sören Kierkegaard. No es de extrañar que uno sienta hermanarse al brutal e inclemente Johannes, perversor de Cordelia en la novela “Diario de un seductor” del filósofo danés, con el Ricardo Quesada de nuestro Juan Vicente, un donjuán, un calavera contemporáneo que merced a su desvergonzada intromisión en donde nunca le llaman, se topa con sujetos atormentados (Luciano, Casimiro…), tan envilecidos como él, a través de los cuales, graciosamente, sin embargo, podemos vislumbrar el destino de la humanidad. Destino, ¿absurdo o sistemático? Eso nadie podrá nunca saberlo.
Dejó dicho John Donne en el prefacio de su “Biathanatos” que Gorionides observa que son cuatro los tipos de lectores. Me valgo de la idea para transformar la tipología a cuatro categorías, pero de escritores. Los escritores esponja, que atraen todo sin distinguir y nos arrean novelones infumables donde vierten todo cuanto han vivido aunque sus peripecias no importen un carajo a la humanidad; no está entre ellos Juan Vicente Monte. Los escritores reloj de arena, que sueltan tan rápidamente como reciben y creen que su inspiración vale por todo el trabajo del mundo y nos ofrecen bodrios sin refinar; no busquen tampoco en esta categoría al autor de “Paso a tres”. Siguen los escritores saco, que retienen sólo los posos de las especias y dejan escapar el vino porque no saben distinguir lo importante de lo anecdótico y nos aburren con ficciones desabridas y tediosas; jamás Juan Vicente Monte en ese anaquel. Y por fin, sí, el lugar de nuestro autor, el de los escritores auténticos, los escritores cedazo, que sólo retienen lo mejor y lo vierten al lenguaje de los humanos para hacernos comprender lo inefable. Por ejemplo aquello que nos dijo Enodio de Pavía, hagiógrafo, poeta galorromano y Padre de la Iglesia, algo que con tanta maestría destila Juan Vicente Monte en su “Paso a tres”: que está en la naturaleza de los más malvados pensar de los demás el mal que ellos mismos merecen; y éste es todo el consuelo que tienen los culpables: no encontrar a ningún inocente...
Ahondando en lo formal en la obra de Juan Vicente Monte, diremos que las aventuras de Ricardo Quesada, nuestro libertino, plagadas de apuntes siniestros en los que una galería de figuras mitológicas ahonda en las llagas existenciales, quedan dispuestas, como no podía ser menos, en forma de tríptico (Abismo, Los durmientes, y La antorcha). Un tríptico dantesco en el más concreto sentido del término.
Diáfanas correspondencias existen entre la famosa obra del Dante y la de Juan Vicente. Nada que objetar sino, muy al contrario, todo para celebrar. Del mismo modo(véase Joseph Cambell), el poeta florentino fallecido hace ochocientos años tomó a su vez la inspiración para su Divina Comedia del místico sufí Ibn ‘Arabi de Murcia. Las regiones infernales, los paraísos astronómicos, los círculos de la rosa mística, los coros de ángeles alrededor del centro de luz divina, los tres círculos que simbolizan la Trinidad: todos estos elementos están descritos por Dante exactamente como los representó Ibn ‘Arabi un siglo antes. Aquel nos relata cómo a medida que iba a ascendiendo en el Paraíso, su amor se fortalecía y su visión espiritual se intensificaba al contemplar la belleza cada vez mayor de Beatriz. Y ello del mismo modo que el siglo anterior el poema de Ibn ‘Arabi cantaba a Nizam, platónico amor del filósofo hispanoárabe. Ambos poetas, por supuesto, ante la ortodoxia campante y rampante, tuvieron que declarar en su momento que entender sus versos como de amor sensual más que intelectual o piadoso era mero equívoco. Hubo de jurar el italiano que nada había en sus versos de pasión carnal sino solo de puro, inmaculado canto a la asunción virginal a los cielos; y también el musulmán tendría públicamente que asegurar que no era su poesía sino celebración del Mi’raj, o sea, de la Ascensión del Profeta Mahoma.
¿Deberá hoy Juan Vicente confesar “sensu contrario” cuál es la inspiración terrenal de sus ficciones místicas, de su Antorcha, su Espejo del Arcángel, la Caverna de Babar, la Escalera Celeste, o el Círculo Blanco…? Téngase en cuenta que, preguntado por ello expresamente, asegura Juan Vicente de su propia obra que la idea principal del texto es la redención, la capacidad de sobreponernos a nuestros genes y circunstancias, de romper los muros de la cripta social y avanzar hacia la Luz. Porque hasta el Diablo se redime, afirma el autor, lo que parece muy cierto pues Diablo y Dios son en nuestra mitología universal un mismo ser. Y aún sigue Juan Vicente arrojando entendimiento sobre su propia obra asegurando que la vida es un preludio maravilloso aunque caigamos en una sima; porque lo mejor está siempre por llegar, y esa es la clave por la que, pese a la apariencia engañosa del tiempo, podemos ser eternamente jóvenes. Porque solo podemos ser felices aquí y ahora; porque el Amor, con su mayúscula, ya sea traducido en amistad o en entrega incondicional a un hombre o a una mujer, es lo único esencial, de modo que nos convierte en inmortales.
Y todavía añade Juan Vicente más señales para recorrer el camino de su ficción cuando asevera que el universo interior es muchísimo más vasto de lo que miden los astrofísicos y no existe lo interior y lo exterior en un universo holográfico; que somos chispas divinas condenadas a una ascensión interminable. Y que por todo ello, en este mundo hoy ensombrecido por la confusión de la velocidad y la tecnología, y por la ausencia de reflexión, “la humanidad debe despertar de una puñetera vez de esta insidiosa pesadilla”.
Sí, Juan Vicente Monte, en la más estricta línea hispánica de Calderón nos sume en unos encuentros sucesivos, enloquecidos y de naturaleza épica donde lo onírico y lo metafísico convergen con los últimos avances de la ciencia en un intento de identificar a través de la niebla el misterio que envuelve a la humanidad.
Y muy al contrario de lo dicho por Novalis de que “La vida no es un sueño, pero puede llegar a ser un sueño”, el relato de Juan Vicente, todo él en clave tan desenfadada que alcanza la jocosidad sarcástica (el único regalo indispensable para el hombre, la risa), a través de la historia antedicha de redención y heroísmo, amistad y sacrificio a lo largo de una laberíntica pesadilla, simboliza la existencia. Pesadilla de la que sus protagonistas, no obstante, no consiguen despertar. Pero, ¿quién lo hace, quién lo hizo acaso una sola vez en la historia de los hombres, que no somos sino eso, chispas divinas, diminutas briznas de polvo sideral revoloteando en un planeta insignificante en el caos de un Universo inimaginable?
Y sin embargo, tras el sarcasmo de Juan Vicente Monte, (sarcasmo, mimbre narrativo recurrente sobre el que se sustenta su propio instinto de supervivencia), se vislumbra la poética del amor. Porque, como dice nuestro autor: él quiere con toda su alma a sus amigos y a las personas bondadosas, vivas o ya a la vera de Dios, que en su vida ha conocido. Y por si fuera poco pone en los labios de su personaje Bertha Oblak estos versos que sonrojarían hasta inducir al harakiri a los marwanes que por las redes sociales impunes habitan. Dice Bertha:

Búscame detrás del horizonte de los sueños, sal de la bruma,
corre los visillos del crepúsculo, nada en sus reflejos,
danza con mi eco entre las estrellas, sé mi salvación,
préstame tus lágrimas, nace con mi risa,
bébeme a pequeños sorbos como un joven dios.

Órdago… ¡Ay, cómo querría cualquier hombre verdaderamente razonable alcanzar la sosegada lentitud de Juan Vicente Monte, que permite entrar en la resonancia perfecta de algo como la antraquinona y descubrir la Iluminación desde lo pequeño a lo inefable, guiado por el sabio aserto de Wittgenstein de que, “ante lo sagrado, se impone el silencio”.
Javier Baonza dijo que si la literatura no sirviera para otra cosa, con que nos permita conectar a dos extraños que jamás se habrían conocido si no fuera por un libro, ya sería suficientemente necesaria e indispensable para la felicidad. No hay que desdeñar esta gran verdad y optar entonces por un libro que construirá a los lectores un vínculo con un ser humano indispensable como es Juan Vicente Monte.
Concluyo. Una admonición final hago: para disfrutar y a la vez sentiros atrapados por el mensaje subliminal de esta novela bosquiana, sabed que tenéis que dejaros llevar por sus páginas como ante el Tríptico del Jardín de las Delicias de El Bosco: sin interrogaros por racionalidad aparente alguna. Ya llegará la Iluminación, pero para ello no os resistáis ante las imágenes, los paisajes, las arquitecturas desnortadas de Juan Vicente. Recordad a ese genio insultante para los meros mortales que fue Manuel Vázquez Montalbán cuando imaginó un palacio donde vivirían realmente los presidentes norteamericanos, los cuales apenas de cara a los ciudadanos, seguirían simulando habitar en la Casa Blanca. Este palacio presidencial yanquee, supuestamente construido por Reagan en el aire,  quedaba oculto por una sustancia gaseosa y superfría que transparentizaba (perdón por el palabro, es cita textual de don Manuel), transparentizaba, digo, la corporeidad de la construcción… Tramas urbanas e intelectuales como ésta aparecerán y desaparecerán en la novela de Juan Vicente haciéndoos creer que se trata apenas de las artimañas de un escritor del caos, pero los lectores avisados tendréis al final la oportunidad de vislumbrar la Iluminación última tras la cual, desgraciadamente, solo queda el eterno apagamiento. Ya lo dice el omnisciente narrador de esta esencial novela: este canalla primero te salva y luego te ejecuta