Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

28 junio 2019

Ya no quedan junglas...


¡¡Menudo mes de junio llevo!! Para que luego vaya yo, me ponga de listo y estupendo y diga que la Feria del Libro no vale más que para la hoguera de las vanidades… Recojoñeta, ¡que no vale para nada!, con el baúl de inigualables libros que me he trasportado a casa.
Aunque, me reafirmo en lo de la hoguera de las vanidades, pues lo cierto es que hoy pienso que ha quedado reducida a eso, a pira de la jactancia, pero ya más a causa de los paseantes que de los propios autores.
Resulta que al personal le ha dado por encontrarle “como” cierto sentido a su vida yendo al Retiro madrileño, canícula mediante, para identificar y reconocer a los escritores en sus jaulas, acercarse a ellos, hacerles señas, no comprar un solo libro, pero sí tomarse un selfi, echarle un piropo/cacahuete apenas para sacar su fotográfica sonrisa, y solazarse con los errabundos repetidos movimientos de todos y cada uno de los animalitos escritores en sus  embalajes… En fin, no es de extrañar que la Casa de Fieras in Franco’s times estuviera allí mismo, donde hoy se ponen las casetas editoriales…
Pero a lo que voy, que a mí este año la Feria me ha puesto en las manos tantos libros buenos, extraordinarios, impresionantes, leche, que no doy abasto de asombro y de envidia. Y quiero dejar testimonio de ello.
Vaya hoy mi admiración hacia Carlos Augusto Casas y su escalofriante novela “Ya no quedan junglas adonde regresar” (M.A.R. Editor, Miguel Ángel de Rus).
Una de las mejores novelas negras que he leído en mi vida. Y digo “una de las” porque solo me quedo en mi biblioteca con las de Francisco González Ledesma, Manuel Vázquez Montalbán, Jean Claude Izzo y Raymond Chandler. Nada de tontunas adolescentoides tipo Stieg Larsson (del que solo se salva la recreación del personaje de Lisbeth Salander, pero no las tramas ni los diálogos ni nada más). Sí, como lo oyen, la novela de Carlos Augusto Casas se codea a sus anchas con uno de los dioses que en la tierra habitaron, Raymond Chandler. Órdago.
El relato compone una serie de tramas convergentes escritas con una maestría no al alcance de los más. El texto está repleto de hallazgos lingüísticos, muy a la altura de aquel prodigioso periodista malogrado por un puto cáncer que fue José Luis Alvite y sus “Historias del Savoy. Almas del nueve largo”. Párrafos los de Casas trufados de frases tan contundentes como el disparo de un 38” a bocajarro: “Poseía un rostro ante el cual, según la inspectora, solo cabía preguntarse: ¿Gravetiense, Solutrense o Magdaleniense?”, “Tina alzó la vista. Fue la primera vez que sonrió. Una sonrisa tan descarnada y amarga que era mejor verla llorar”, “Los papeles giraban y giraban, hipnotizando a la mujer en su insólita danza, derviches albos girando para escapar de la sordidez”, “Sus ojos clavados como crampones en la cara del viejo”, “Se notaba que había sido hermosa, aún lo era. El tiempo dudaba en arrancarle toda la belleza del pasado. Aunque al final lo haría”, “El despacho era el paradigma de cualquier macho alfa de los negocios. Exhibiendo la santísima trinidad de los triunfadores: muebles de maderas nobles (mira cuánto dinero tengo), diplomas cubriendo las paredes (mira lo listo que soy), y la foto dándole la mano al rey (mira qué amigos tengo)”, “La ropa de él permanecía colgada impertérrita, como ahorcados olvidados esperando recibir sepultura”, “En sus ojos, las pupilas diminutas no paraban de girar, como hormigas ciegas a las que les han arrancado las antenas”...
Nada sobra, nada falta, lo que no es barro. Entre las imágenes de violencia inusitada (pero para nada gratuita o a la busca de la satisfacción de los amantes del gore), se encuentra alguna inolvidable, espeluznante, destinada a perdurar cuando ya pocos sonetos, casi ningún haiku y ninguna letra de rap de penosos pareados resistan la implacable hoz del olvido.
El autor crea una legión de personajes inigualable. Fiel al género, sin pretender inventar recursos absurdos con la sola finalidad de otros, la de “épater les critiques littéraires”, nos desboca al galope hacia una trama y unas peripecias vitales inigualables que desembocan en unos desenlaces impecables. Novela de la que no se sale sin rasguños, sin heridas, sin bajas, pero gracias a la cual uno entiende mejor la vida del mundo y los límites de sí mismo. ¿Hasta dónde se puede llegar en una sociedad que ha elevado a la condición de dios único y verdadero a la violencia?...
Tiene también la novela algunos homenajes a quienes sean referentes, supongo, del autor, pero, sinceramente, en aquellos que yo he identificado supera Casas sin duda a los originales. Véase esa patrulla de limpieza tarantiana. Pero en la novela de nuestro autor es absolutamente creíble, sin pretender la risa fácil. ¡Cualquiera se ríe con esta novela! Vamos, para nada. Esta novela te corta la respiración, haciéndote leerla en apnea, quieras o no.
Ale, ahí lo dejo, porque es de ley invertir algo del tiempo de uno y escribir el panegírico. Aunque sé que nada descubro: la novela va por la octava edición y según dicen la va a llevar a la pantalla grande, casualidades de la vida, un buen amigo mío… ¡Qué ganas!
Ya no quedan junglas adonde regresar. Cierto. Pero sí quedan novelas impresionantes como esta de Carlos Augusto Casas. No la dejen pasar. Que yo ahora me arrojo sobre el resto de libros de la Feria con el ánimo dispuesto a seguir maravillándome…

22 junio 2019

No hay tres sin cuatro. Y estrambote


Hace apenas una semana navegaba la felicidad de los últimos libros de Ana Montojo, J.M. Barbot y Murdoch Mallako. Y en estos días ha sido la embriagadora continuidad de la dicha de leer obras magistrales, ahora a bordo de un ferrocarril. El del “Diario de Cercanías” de Rafa Mora, ese hombre sin el cual la dignidad del mundo estaría demasiado cariacontecida.
En estos tiempos de clones y artificiales inteligencias que deben suplir la falta de natural agudeza, encontrar escritores que se parecen a ellos mismos y nada más, es proeza que hace abrir tanto los ojos que a veces se desgarran. Pero ahí están los versos y los soliloquios de Rafa Mora para enseñarnos que uno puede ser él mismo y universal y todos. Y siempre para todos.
Su libro (Huerga&Fierro Editores) me parece indispensable, pero sépase, para no aducir engaño luego, que su lectura se resuelve en un agotador (salvífico) ejercicio de pleamar de talento en el que hay que bucear, apnea mediante, entregándose sin mirar por la propia supervivencia. Ahogarse en la belleza, la entereza moral, el compromiso humano de Rafa Mora es lo mejor que puede sucederle a un homínido que aún desee serlo. Y no pretenda seguir sometido a ser máquina, mero objeto parido por influencers de la oligofrenia.
Todo libro, toda obra de verdad auténtica, nos conecta con algún interno paisaje nuestro. Yo he recorrido en el alma estos días la memoria de mi padre epigramista. Nuestro poeta dice que naufragio a naufragio se convirtió al final en su propia brújula. Pero también, amigo, la de muchos otros. La mía, querido autor, sed de paisajes…
No obstante he de reconocer dos plañidos. Uno, la cosa ya empieza molestarme.  Que otros escriban los libros que yo desearía “autorizar”. Y que me gaste tanto pastizal en bolígrafos de colores de los que uso para subrayar versos ajenos y que últimamente se me agotan que no veas… Vale ya, amigos autores y desconocidos escritores, dadme cuartelillo un rato, dejad que me crea útil leyendo solo versos instagrámicos de adolescentes de cuarenta años tan cursis como tarjetas de felicitación…
Por cierto, me ha encantado también, la admonición de género con la que el libro se nos presenta: “texto literario”. Frente a la monomanía de tantos críticos apasionados por la parafilia del estabular los géneros para entenderse ellos mismos, me parece tan acertada la definición del libro de Rafa Mora que creo que pediría que mis “sobras completas” así se apostillen cuando yo falte, si es que merecen el gasto de celulosa. Tampoco sería mal epitafio para poner en mi tumba, pero prefiero mis cenizas esparcidas en una papelera.
En fin, al margen de las inabarcables virtudes literarias de este libro, debo reseñar también el placer de leer la obra de un hombre bueno, de un ser que dignifica el aire, un guerrero que se pone con cada uno de sus versos en el paredón de los humildes, de los ajusticiados justos que no conocieron la justicia, ni a Dios.
En fin, entréguense a la emoción integral de los textos de Rafa Mora (con precioso prólogo de su hermano Juanlu. Mayor sea mi envidia, por cierto, yo, tipo de muy menguante familia), integral emoción. Que no solo hay rebeldía, dolor, lucha, también planea ese humor imprescindible que es amor escrito con hache. Déjense invadir pacíficamente por los inacabables hallazgos que no pretenden epatar al burgués (pero pásmense con el de “Vaivén”, página 21), sino que nos sirven a todos para comprender el mundo en que vivimos y a la mayoría a entender lo que compone nuestro propio espíritu de humanos.
El libro está estructurado en tres partes (“Deshilando horizonte”, “Destejiendo distancias” e “Hilvanando futuros”). Todas indispensables, pero de la primera, estremecedora, no creo que me recupere en mucho tiempo. Elegir una sola muestra me parece la hazaña más complicada para un pobre reseñador que con estas palabras solo pretende hacer profesión de admiración. Todas las páginas las tengo subrayadas (la serie “Aprendizaje” vale por sí misma lo que una parte de la ardida biblioteca de Alejandría; epigramas como “El desamor es un espejo de ambas caras”, contienen más certeza que buena parte de las incomprensibles circunvoluciones de Kant redactadas por él para su propio ditirambo). Pero me someteré a ello, trascribiré aquí unos “textos literarios” de Rafa. Por hacerme la ilusión al teclearlos de que fueran míos. Por darme ese placer que a nadie causa daño…

APRENDIZAJE I
De dios, aprendí a crear sin control de calidad.
Del espantapájaros, a ser respetado siendo uno mismo.
De la luna, que las distancias son relativas.
De la muerte, aprendí a desear la vida.
De los espejos, que el reflejo es un espejo más.
De la oscuridad, que no siempre es la ausencia de luz.
De la rosa, que la belleza también está en la espina.
De la tierra, aprendí a luchar para dar frutos.
Y del ser humano, aprendo que todo lo anterior es humo cuando la duda le invade.

CANCIÓN DE HIEL
Como un dios sin títere al que abandonar.
Como un silencio agazapado en el ruido.
Como la libertad maquillada con sangre.
Como la gota, a punto de caer.
Como la lluvia que descansa en el cristal.
Como un ángel que deserta del paraíso.
Como un verso libre en mitad de un soneto.
Como un poema en plenas fiestas patronales.
Así hay gente que vive,
sin batalla.
Con la luz destemplada y el corazón reiniciando.
Como un pájaro herido que busca el calor de su jaula y confunde el horizonte con el papel pintado de la casa.

APRENDIZ DE GEOMETRIA (APRENDIZAJE IV)
Del círculo, aprendí...

Bueno, éste ya no lo trascribo (solo os apunto que del triángulo aprendió Rafa Mora que el amor es complejo; y ¡tanto!, ya dijo en una novela suya Jorge Franco Ramos: ‘Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo quiere el que lo sigue en la fila y así sucesivamente, pero siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie’. A lo que un tal Jaime Reis añadió: ‘Y el primero de la fila no quiere a nadie, pero es el único que ve sin obstáculos hacia dónde va’).
No, no trascribo el poema/texto de Rafa Mora, quedaos con las ganas, buscadlo, conseguid el libro, descubríos leyéndolo y sed felices y completos.

[[[Estrambote.
Aunque cada vez queda menos tiempo en la lunática, menguante biografía de uno, qué indescriptible placer las relecturas.
A la luz del homenaje operado hace tres días “contra” Jesús Urceloy, vivito él y coleando, he regresado a su “Diciembre. Noticias desde el yermo”, con el Claro de Luna de Debussy acolchando los pliegues de mis insatisfacciones. Va aquí uno de tantos tesoros del escritor principal, “colúmnico”, de nuestros tiempos que es Urceloy:
LA CASA DEL POETA
El poeta llega a su casa y ve la puerta rota,
ve la puerta que rompe siempre la policía para entrar,
que sangra toda la vida, derribada, siempre,
una puerta que aguanta incendios y galernas, que a menudo sirve
también como asidero los días de diluvio.
El poeta llega a su casa desde la frontera de los inciertos,
un horizonte desposeído,
y entra en su casa, pues el acto de entrar en su casa es salir del mundo, salir de toda posguerra, salir de toda libertad
y entrar en otro concepto de democracia…
El poeta no sale de su casa: entra en el mundo,
no llega a su casa: sale a la plaza
a contar en silencio las astillas,
el voto de los que carecen de lo imprescindible:

De los que dejaron un mechón de pelo, una tira de piel, un rostro desconcertado, un zapato sin pie, un cuerpo sin vida tras el terror y los homenajes.
De los que hallaron la gracias y el sosiego tras una curva peligrosa, en un hoyo, en el tajo, de un tajo, en un trasbordo, en la sucia mentira con distintivo azul.
De los que fueron encontrados en soledad junto a unas bolsas, un muero caído, un canal, del regreso feliz de las vacaciones.
La sangre urgente de los necesitados.
La sangre urgente que regresa a casa]]].







17 junio 2019

TRES MOMENTOS DE FELICIDAD



“Balas de Plata”, de Murdoch Mallako (Ed. Huerga & Fierro Charo Fiero). Un libro de esos en los que te cortas la yema de los dedos con cada página y su escozor incurable te recuerda a cada instante que estás vivo aunque te empeñes en pasar entre el dolor como si nada.
Emparentadas por primer lazo de consanguineidad con el “Diccionario del Diablo” de Ambrose Bierce (“Amistad: barco de tamaño suficiente para llevar a dos con buen tiempo pero a uno solo en caso de tormenta”, “Perseverancia: humilde virtud por la cual la mediocridad consigue un vergonzoso éxito”…), las Balas de Plata de Mallako son un prodigio de inteligencia contundente. En tiempos en los que la brevedad se ha convertido en el recurso de demasiados incapaces, sin embargo en Mallako es muestra de que el talento está al alcance de muy pocos. Lee uno de primeras alguno de sus balazos y se queda sorprendido, pero lo relee con detenimiento, no solo con entretenimiento, y entonces entiende hasta el tuétano su intención, la profundidad de su ironía, su sagacidad exquisita. Así cae el lector desarmado por este pistolero del que ya esperamos su regreso. Como Gary Cooper, solos ante el peligro. Vuelve pronto escritor de largo recorrido. (“El tiempo todo lo cura, pero nada duele tanto como él”, “Lo que somos es como las arenas movedizas, cuanto más nos movemos para intentar huir más nos hundimos”, “El misterio de la melancolía: a pesar de que se alimenta de sí nunca se agota”, “El perdón no existe: solo hay expiación”, “Hay naufragios en los que hasta que uno no se ahoga y lo pierde todo no logra llegar a tierra”… y así hasta 310 balazos).

“Daños colaterales”, de Ana Montojo (Ed. Huerga & Fierro Charo Fiero). Ana es ya una escritora consagrada. En el más amplio sentido de la palabra. Entre sus versos algunos podemos sentir el privilegio, el de sabernos a refugio pese a ser hueste de los perseguidos.
El dominio del endecasílabo de Ana, la conecta con la mejor tradición de la poesía española de los mejores tiempos, que no son precisamente todos los tiempos de hoy. Su voz en ocasiones evoca a la de Luis Alberto de Cuenca, y eso la hace doblemente grande, porque Luis Alberto no es solo un poeta indispensable sino una persona extraordinaria. Y Ana también.
Montojo ya se había convertido por derecho propio en la poeta del dolor, como apenas pudo serlo recientemente una Elvira Daudet, pero en este libro trasciende de su propia palabra conocida para alcanzar la esperanza más allá de lo vivido. Imágenes en sus versos que no pueden encontrarse en la inanidad de poetastritos cantarines autores de infantiles ripios que pueblan hoy con demasía las redes que no atrapan un solo pez.

TEDIO
“Parece que tengo
la dura obligación de ser feliz…
No sé cómo inventarme cada día
una razón que acabe con el tedio,
un motivo, aunque sea
de ayer –como el pan duro-…
Hoy me dejo llevar por los relojes
derretidos de hastío
y voy aquí y allá como un autómata
sin más motivación que la costumbre…
Ya no sé en qué recóndito rincón
de mi cuerpo se esconde
el impulso de amar, la dulcísima fiebre
de sentirme en unos brazos,
sinuosos humedales de deseo,
sin proyectos ni horarios ni planes ni futuro,
esa clase de amor sin condiciones
que siempre acaba mal pero era hermoso”.


“Agua serás y lo olvidaste”, de J.M. Barbot (Ed. Lastura, Lidia López Miguel). ¡Ay, uno de los libros que más me ha zarandeado en los últimos años! Zarandeado. A mí. Al mí más yo. Y menos mío. Y me llevan los diablos. ¿Dónde estaba el Alejandre despistado tan lejos y tan fuera de la génesis de estos versos?
Extraordinario libro que deja sin aliento al lector. Como al que en el agua se ahoga, supongo, y no lo olvida. Y sí lo olvidan, a él.
Barbot está destinado a ser una de las voces esenciales de nuestra poética actual. Aunque sabiendo cómo está desde hace tantos años el patio, la excelencia indiscutible de sus versos tal vez no halle pronto el eco que merece. A Zeus ruego que no sea el caso, porque un escritor como él es justo y necesario que obtenga ya ese galardón con el que los grandes escritores reciben el espaldarazo que los empuja a escribir una obra inmortal. Y esta ya lo es.
En fin, tanta es la envidia que siento por estos versos, versos que yo no he escrito, que he remitido a la editora una muy justa “fe de erratas”. Confío que salga en la portada de las posteriores ediciones: “Donde dice J.M. Barbot, debe decir Jaime Alejandre”.
Elegir uno solo de los 28 poemas literalmente indispensables que componen el poemario es delito de lesa humanidad, pero sea para que los más iluminados salgan ya a la búsqueda de este libro exterminador de indiferencias.

AUTORRETRATO EN SEPIA
“A pesar de estar solo,
vienen a acompañarme esos hombres que fui,
los que pude haber sido,
los que nunca seré,
el azogue que escapa de los ángulos
y el que sigue encerrado mirándome a los ojos,
memorioso y tenaz como el cauce del agua.

Y vuelvo a ser el niño que esquiva los perfiles
y bucea en los charcos,
ese niño que salta la rayuela
sin mirar hacia tras,
aunque nunca termine de aprender a pintar
sin rebasar los bordes.

También soy el anillo y el barro de las botas,
esa tarde que muere cada tarde
y el olvido por dentro de los párpados,
el corsario latente en mis silencios,
fugaz en mi mirada delatora,
valiente y victorioso, pero falso.

Desvelo los secretos del ladrillo,
del asfalto y el verde que crece en sus heridas.
Soy la tierra que pisé y la que estoy pisando,
y esa que algún día
                            será peso y cobijo,
negro en el que fundirme para ser
sustancia y alimento,
como un anillo anónimo y oscuro.
Ese anillo que alguien encontrará en el fango,
lo limpiará con agua y desmemoria
y, descifrando solo a medias
la leyenda grabada y sus misterios,
se lo pondrá en el dedo y seguirá adelante,
hacia un cielo de tiza
                                 dibujado en la acera”.