¡¡Menudo mes de junio llevo!! Para que luego vaya yo, me
ponga de listo y estupendo y diga que la Feria del Libro no vale más que para
la hoguera de las vanidades… Recojoñeta, ¡que no vale para nada!, con el baúl
de inigualables libros que me he trasportado a casa.
Aunque, me reafirmo en lo de la hoguera de las vanidades,
pues lo cierto es que hoy pienso que ha quedado reducida a eso, a pira de la
jactancia, pero ya más a causa de los paseantes que de los propios autores.
Resulta que al personal le ha dado por encontrarle “como” cierto
sentido a su vida yendo al Retiro madrileño, canícula mediante, para
identificar y reconocer a los escritores en sus jaulas, acercarse a ellos,
hacerles señas, no comprar un solo libro, pero sí tomarse un selfi, echarle un
piropo/cacahuete apenas para sacar su fotográfica sonrisa, y solazarse con los
errabundos repetidos movimientos de todos y cada uno de los animalitos
escritores en sus embalajes… En fin, no
es de extrañar que la Casa de Fieras in Franco’s times estuviera allí mismo,
donde hoy se ponen las casetas editoriales…
Pero a lo que voy, que a mí este año la Feria me ha puesto
en las manos tantos libros buenos, extraordinarios, impresionantes, leche, que
no doy abasto de asombro y de envidia. Y quiero dejar testimonio de ello.
Vaya hoy mi admiración hacia Carlos Augusto Casas y su
escalofriante novela “Ya no quedan junglas adonde regresar” (M.A.R. Editor,
Miguel Ángel de Rus).
Una de las mejores novelas negras que he leído en mi vida. Y
digo “una de las” porque solo me quedo en mi biblioteca con las de Francisco
González Ledesma, Manuel Vázquez Montalbán, Jean Claude Izzo y Raymond
Chandler. Nada de tontunas adolescentoides tipo Stieg Larsson (del que solo se
salva la recreación del personaje de Lisbeth Salander, pero no las tramas ni
los diálogos ni nada más). Sí, como lo oyen, la novela de Carlos Augusto Casas
se codea a sus anchas con uno de los dioses que en la tierra habitaron, Raymond
Chandler. Órdago.
El relato compone una serie de tramas convergentes escritas
con una maestría no al alcance de los más. El texto está repleto de hallazgos lingüísticos,
muy a la altura de aquel prodigioso periodista malogrado por un puto cáncer que
fue José Luis Alvite y sus “Historias del Savoy. Almas del nueve largo”.
Párrafos los de Casas trufados de frases tan contundentes como el disparo de un
38” a bocajarro: “Poseía un rostro ante el cual, según la inspectora, solo
cabía preguntarse: ¿Gravetiense, Solutrense o Magdaleniense?”, “Tina alzó la
vista. Fue la primera vez que sonrió. Una sonrisa tan descarnada y amarga que
era mejor verla llorar”, “Los papeles giraban y giraban, hipnotizando a la
mujer en su insólita danza, derviches albos girando para escapar de la sordidez”,
“Sus ojos clavados como crampones en la cara del viejo”, “Se notaba que había
sido hermosa, aún lo era. El tiempo dudaba en arrancarle toda la belleza del
pasado. Aunque al final lo haría”, “El despacho era el paradigma de cualquier
macho alfa de los negocios. Exhibiendo la santísima trinidad de los triunfadores:
muebles de maderas nobles (mira cuánto dinero tengo), diplomas cubriendo las
paredes (mira lo listo que soy), y la foto dándole la mano al rey (mira qué
amigos tengo)”, “La ropa de él permanecía colgada impertérrita, como ahorcados
olvidados esperando recibir sepultura”, “En sus ojos, las pupilas diminutas no
paraban de girar, como hormigas ciegas a las que les han arrancado las antenas”...
Nada sobra, nada falta, lo que no es barro. Entre las
imágenes de violencia inusitada (pero para nada gratuita o a la busca de la
satisfacción de los amantes del gore), se encuentra alguna inolvidable,
espeluznante, destinada a perdurar cuando ya pocos sonetos, casi ningún haiku y
ninguna letra de rap de penosos pareados resistan la implacable hoz del olvido.
El autor crea una legión de personajes inigualable. Fiel al
género, sin pretender inventar recursos absurdos con la sola finalidad de otros,
la de “épater les critiques littéraires”, nos desboca al galope hacia una trama
y unas peripecias vitales inigualables que desembocan en unos desenlaces
impecables. Novela de la que no se sale sin rasguños, sin heridas, sin bajas,
pero gracias a la cual uno entiende mejor la vida del mundo y los límites de sí
mismo. ¿Hasta dónde se puede llegar en una sociedad que ha elevado a la
condición de dios único y verdadero a la violencia?...
Tiene también la novela algunos homenajes a quienes sean referentes,
supongo, del autor, pero, sinceramente, en aquellos que yo he identificado
supera Casas sin duda a los originales. Véase esa patrulla de limpieza
tarantiana. Pero en la novela de nuestro autor es absolutamente creíble, sin
pretender la risa fácil. ¡Cualquiera se ríe con esta novela! Vamos, para nada.
Esta novela te corta la respiración, haciéndote leerla en apnea, quieras o no.
Ale, ahí lo dejo, porque es de ley invertir algo del tiempo
de uno y escribir el panegírico. Aunque sé que nada descubro: la novela va por
la octava edición y según dicen la va a llevar a la pantalla grande,
casualidades de la vida, un buen amigo mío… ¡Qué ganas!
Ya no quedan junglas adonde regresar. Cierto. Pero sí quedan
novelas impresionantes como esta de Carlos Augusto Casas. No la dejen pasar. Que
yo ahora me arrojo sobre el resto de libros de la Feria con el ánimo dispuesto
a seguir maravillándome…
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