Hace once o doce años leí un
libro que ahora quiero compartir en esta sección de mi blog dedicada a señalar,
en la noche de la urgencia de estos tiempos voraces, lecturas que no deberían
desaparecer consumidas por mediocres novedades que se sobreponen a veces a los
verdaderos tesoros de la literatura.
Entonces, en el turbulento (más
bien turburápido) cambio de Milenio, habían empezado a proliferar ciertos
libros de autoayuda y lecturas sobre la serenidad como contraposición, supongo,
a los apocalípticos augurios milenaristas (convertidos pronto en mileuristas).
De entre esos libros destacó uno
que se convirtió en “best-seller”. Y como suelo decir, en “best-forgetter”.
Mejor olvidarlo, vamos, un texto prescindible, plano como el encefalograma de
demasiados politicastros. Ese libro era “El
primer trago de cerveza” de un tal Philippe Delerm de cincuenta años
entonces que tal vez intuía que hay una verdad más grande que los hombres, pero
no llegaba siquiera a entreverla en la bruma simple de sus propios párrafos.
Sin embargo, en la misma
colección de la Ed. Tusquets
(“Los 5 sentidos”), a continuación se publicó un libro esplendoroso,
imprescindible, estremecedor. Como es natural dados los signos de los tiempos
que vivimos o nos viven, ese libro pasó sin pena ni gloria, sin alcanzar una
sola de las listas de más vendidos en España.
El libro se titulaba “Del buen uso de la lentitud” y lo
firmaba Pierre Sansot, que lo había escrito con setenta años a las espaldas,
espaldas cargadas de iluminación, de sabiduría.
El libro se convirtió en uno de
mis textos de cabecera y corazonera y pese a no ser yo digno en absoluto de
hablar de él sin mancillarlo quiero recomendároslo con esa sensación de
felicidad que deja en el espíritu de uno compartir con otros un hallazgo
inmerecido.
Pierre Sansot me enseñó en un
momento esencial de las tsunámicas tumultuosidades de mi existencia la
necesidad siempre de conservar otra vida posible, compatible también, por qué
no, con esa pasión de vivir vehementemente para conocer y comprender en la
acción.
Este libro se convirtió para mí
en el símbolo del alejamiento de lo terrenal, el símbolo de la contemplación,
de la “emboscadura”, pero libre de esa cierta soberbia de otros grandes,
magníficos textos (como el extraordinario aunque ciertamente elitista “La
emboscadura” de Ernest Junger, por ejemplo).
Con “Del buen uso de la lentitud” comprendí la navegación que podía
decidir surcar en mi porvenir sin renunciar a quien había creído ser en mis
primeros cuarenta años de vida, cuando sabía, diagnóstico mediante, que como el
Dante en su Divina Comedia, me encontraba ya más allá de la mitad del viaje de
mi vida. ¿En una selva oscura? Poco importaba al fin eso…
El libro de Sansot se abría con
una cita de Pascal: “Toda la infelicidad
de los hombres proviene de una sola cosa: no saber estar inactivos dentro de
una habitación”. Cuando un sabio que ha sabido desentrañar multitud de
enigmas de la existencia y la verdad como Pascal, hombre de infatigable
actividad, matemático, físico, filósofo y escritor, que murió a los 39 años y
dejó innumerables legajos enciclopédicos, nos lanza tal admonición y sabemos no
sólo que es sincera sino que no le sumió a él en la pereza y la molicie sino en
una feracidad asombrosa de la que hemos salido beneficiados sus lectores,
debemos aprender humildemente su magistral lección.
Pierre Sansot comenzaba su libro
al fin reconociendo una de las graves (si no mortales) afecciones de nuestros
tiempos: la velocidad, la urgencia. “Los
seres lentos no tenían buena reputación”, decía.
Cuando leí aquella primera frase
me acordé de alguien que había sido yo mismo. Yo había pasado el año 1992
trabajando en Angola, con una intensidad nada desdeñable pero a un ritmo tan
humano que cuando regresé a España todo me daba vértigo. Todo y todos iban
demasiado deprisa. O era yo el que iba demasiado lento y, literalmente, las
gentes me empujaban por la calle y me
pitaban en las autopistas, aunque yo intentaba no molestar a nadie. Lo que les
irritaba era, creo, mi placidez, mi insultante gozo del tiempo. De alguna
tienda a la que había entrado a comprar me echaron con cajas destempladas
porque les debía parecer el monstruo de la ineficiencia…
De repente Sansot, en la segunda
página de su libro me decía “A mis ojos,
la lentitud era sinónimo de ternura, de respeto, de la gracia de la que los
hombres y los elementos a veces son capaces… Los árboles centenarios cumplían
su destino siglo tras siglo y tal lentitud era semejante a la eternidad”.
Y yo, que también a través de
Jacques Brel ya no creía en dios pero sí en la ternura, quedé inmediatamente
enamorado de aquel escritor, de aquel libro que devoré con la parsimonia del
que puede pensar que hace algo por última vez. Y fui subrayando sus párrafos
casi hasta la extenuación.
Escribo esto ahora mientras
atardece en el jardín, el sol se desliza entre las hojas de las glicinias y muy
bajito suena “If” de Michael Nyman y
hay una armonía integral que transporta mi espíritu a un lugar donde están
todos mis yos sonriendo por fin en “la
ebriedad de superarse”, que dice Sansot, para quien su “lentitud no es un rasgo de carácter, sino
una elección vital”. Dicho esto por alguien que tenía setenta años y apenas
le quedaban siete de vida no es cosa desdeñable. Y él bien lo sabía, pues
desvelaba esto: “Con la edad, muchos
apresuran el paso. Se dan cuenta de que hay muchas cosas que ver, muchos platos
que probar, muchos países que visitar, muchas existencias con las que codearse.
¿Cómo se explica semejante bulimia?... Esperan descubrir por fin sus pasiones.
El pensamiento de la muerte les incita a no dejarlo para más tarde… Por
indolencia, y también porque me parece improbable agotarlo todo, y porque me
fue posible encontrar la felicidad allí donde yo la situaba, manifiesto menos
gula y prisa… Sé lo que alejó de todo esto: la palabrería, la mezquindad, y en
el fondo, ‘las vanidades’… Pienso que lo esencial no se apresa. ¿Quién soy?
¿Quién fui? ¿En qué circunstancias he hecho daño a mis semejantes?... Como
apenas salgo de mi casa, atribuyen mi inmovilidad al cansancio y a una falta de
curiosidad… No sospechan que emprenderé otro viaje que me llevará hasta la
infancia. Mi pasado aún no ha adquirido forma. Aún tengo que recorrerlo,
acabarlo, vivirlo con unos colores más vivos…”
El libro continuaba, y no se
recreaba en un mundo ensoñado, utópico. Hablaba de nuestra realidad, incluso de
cómo esa creciente velocidad nuestra había hecho que en apenas cuarenta días
las divisiones acorazadas nazis recorrieran y ocuparan su Francia. Hablaba del
hombre común que es y puede ser cada cual, sin necesidades concretas, sin
tesoros ocultos. Incluso dudaba de lo que afirmaba y polemizaba consigo mismo.
Y eso que en toda circunstancia comprendía que “tendremos que reconquistar pasa a paso la dulzura de vivir y se
largará cuando, bajo el peso del desaliento, hayamos renunciado a la lucha”.
Hacía además una reivindicación de
la expresión artística como la actividad no sólo más elevada del ser humano
sino la que precisamente le otorga tal nombre: “Escribir, pintar, bailar, componer obras musicales, no para comprobar
el propio talento o para decir al mundo o para ayudar a los semejantes a dar un
sentido a su vida, sino para tratar de acercarse a uno mismo y no
‘desperdiciarse’ durante toda una existencia… Hay que hacer continuamente más
viva y más eficaz la acción cultural, porque la cultura y la democracia no
podrían estar disociadas. Un hombre libre es un individuo que toma conciencia
de las necesidades que pesan sobre él e intenta contrarrestarlas para
desarrollarse. La alienación por el trabajo no es lo único que obstaculiza el
destino de una persona o de un país. La persona puede ser desposeída de sí
misma en lo que concierne a su palabra, sus deseos, por toda clase de
confiscaciones, de manipulaciones, por una ideología difusa de la que hay que
apartarse. La cultura no es un lujo, una diversión –como con frecuencia se
repite-, sino una tarea para ser uno mismo y para que los otros se conviertan
en ellos mismos. No es solamente un conjunto de bienes de los que dispondremos
para nuestro mayor contento. Nos compromete en un proceso de creación, sea para
inventar por nosotros mismos, sea para acoger, dando el último toque, a lo que
se nos propone…”
El último de sus capítulos (tras
reclamar incluso una ciudad diferente, un urbanismo moroso) se titulaba “Nacimiento del día”. Toda una
declaración de intenciones para quien, insisto, sabía no tener ya por delante
sino apenas unos breves años de vida. Y en ese capítulo se desbordaba para
ofrecernos un testigo que atesorar en la morosa carrera de relevos que para él
parecía ser la vida. Yo, al menos, así lo sentí y lo siento en mí. “Para mí vivir es una suerte que pienso
preservar mientras pueda. Presentarme como un ser vivo frente a la muerte sería
el más hermoso de los finales. Me maravillo de ser un vidente y de que, de esa
forma, el universo se me aparezca en su visibilidad, de ser un individuo que
siente y, por lo tanto, de no permanecer insensible, y de que, al gozar de
cinco sentidos y tal vez de más, algunas cosas multipliquen sus ofrendas a
través de todos los poros de mi ser. Me alegro de poder descifrar sin esfuerzo
las emociones, las alegrías y las iras de mis semejantes, y si me he perdido en
la lectura de sus gestos, el malentendido que trato entonces de disipar, más que
angustiarme, me divierte… La infinita diversidad de los rostros me llena de
alegría… Mañana nacerá un nuevo día. Mañana volveré a convertirme en un
vidente. Acercaré mis manos a las cosas. Haré girar la rueda de las estaciones:
primavera, verano, otoño, invierno, da igual. Acompañaré la luz hasta su
desaparición y a la noche hasta su desgarro. Vestiré este mundo harapiento con
un atuendo real, o más bien, conociendo
mis verdaderos impulsos, le arrebataré algunos andrajos”.
En fin, vaya aquí esto que es,
con todo mi corazón, un regalo que os hago a todos cuantos no conocieseis este
libro indispensable y tal vez ahora salgáis a buscarlo para edificar, continuar
edificando, con él, la arquitectura de vuestra propia existencia.
Algunos dirán que estos textos míos
son demasiado largos para un blog, que nadie tiene tiempo ya para leer tanto en
los tiempos que vivimos. Que lo importante son los mensajes que se pueden
resumir en un centenar de caracteres. Que la verdad está en twitter. Yo sé que
se equivocan. Porque pierden, desperdician su existencia en la urgencia
creyendo, precisamente, hacer lo contrario, imaginando aprovecharla más. Una
quimera. Porque lo que tocan no es la vida real, intensa, llena de emoción,
sino apenas el frío resumen de lo vicario, jamás de lo auténtico.
Pierre Sansot no tuvo jamás esa
prisa, esa urgencia homicida o suicida, sino la lentitud clarividente y sabia
de quien, siete años antes de morir, cerró su libro así: “Mañana volveré a valorar la suerte de estar vivo todavía”.
3 comentarios:
Todo un elogio a la lentitud… pero hagamos también un hueco a la impaciencia:
“y mi espíritu, siempre asediado por el vértigo envidia de la nada la insensibilidad"
El buen uso de la lentitud, eso es, porque la lentitud por si mismo no es sinonimo de calma ni de felicidad, como algunos topicos faciles quieren hacer creer (Luis Manteiga Pousa)
La lentitud es buena...a veces. Cada día, cada momento, tiene su propio afán.
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