Desde el proyecto Periscopio-Evohé, pretendemos entender las dudas, las ambigüedades, los claroscuros de los tiempos que vivimos, recurriendo a los libros de viaje de épocas pretéritas. Porque un viajero es un testigo del mundo con un rasgo esencial: no pretende contar más que su propia experiencia, lo que sus ojos ven, lo que le ofrece su vivencia directa e individual.
Queremos recuperar, como mediante un periscopio que emerge en el corazón del tiempo pasado, las voces de aquellos viajeros. Sus puntos de vista. Desde la pluralidad de caminos y caminantes. Frente a los que pretenden ver la realidad como el poder que unos ejercen sobre los otros, desde Periscopio-Evohé reivindicamos el valor del diálogo intelectual.
Así presentamos el tercer volumen de la colección. Tras un 2011 con Concha Espina (esa parada de Metro que fue candidata al Nobel de Literatura) y de Chaplin, este 2012 venimos con una cita obligada para cualquier persona amante de las letras españolas, Vicente Blasco Ibáñez, uno de esos escritores que la escuela franquista nos usurpó a los que tuvimos la desgracia de ser aleccionados en ella.
No podía ser menos. En esta España secularmente cainita sólo hay una cosa que se odie más que el éxito de los demás, la heterodoxia de los otros. Pero, ya dijo Giacomo Casanova que “el odio, a la larga, mata al desdichado que se complace en abonarlo”.Por eso, quien ha perdurado no son los censores sino el maestro, aunque bien es cierto, que no con toda la rotunda notoriedad que su increíble figura merece (demasiado eclipsada por muchas penosas novedades de usar y tirar de hoy). He ahí el motivo de nuestra reedición (reedición que como señala Julio Castelló, editor literario de esta publicación, es la versión íntegra, recuperando dos capítulos que habían desparecido en ciertas ediciones).
Y ha perdurado Blasco porque fue un ser extraordinario en la más amplia acepción de la palabra, alguien fuera del orden o regla natural, fuera de lo común.
Escritor y político republicano, esto es implicado, comprometido con los más desfavorecidos. Qué tiempos aquellos en que la dedicación política de un intelectual era considerada un valor de ciudadanía, cuando hoy se denigra cuanto tiene que ver con la noble función de la política y se nos pretende estafar dejando el porvenir en manos de los tecnócratas que, por su propia naturaleza, sólo saben gestionar lo que fue, nunca lo que será.
Pues Blasco, precisamente por ese compromiso suyo no sólo fue diputado en diversas ocasiones sino que conoció el exilio y la cárcel. Justo en una de sus huidas de la persecución de sus compatriotas nacerá este libro que ahora presentará su editor literario, Julio Castelló. Y tan honesto fue siempre en su compromiso con la justicia que hasta echó por la borda su candidatura al Nobel de Literatura por no querer callar desde Francia sus críticas al Rey connivente con la Dictadura de Primo de Rivera. La España oficial pagó su honestidad impidiendo que se le diera el premio. Nada nuevo en este país que años antes había hecho lo mismo con Galdós. Si algo nos une en esta Iberia sanguínea es atacarnos a nosotros mismos. No contentos con impedirle el Nobel a Blasco, sus paisanos, con el Ayuntamiento a la cabeza, retiraron la placa que tenía dedicada y, por supuesto, persiguieron a su familia, una de cuyas hijas, nada es casual, se llamaba Libertad.
En este caso sólo la llegada de la II República pareció poder rescatar de la ignominia patria a nuestro escritor pero la vesania desenvuelta en la Guerra Civil hizo que su memoria fuera borrada, sus libros prohibidos, sus bienes incautados y hasta el lugar en el que se estaba erigiendo su mausoleo (obra de Benlliure, que se destruyó) se convirtió en un crematorio. Muy reconfortante.
Pero en fin, minucias para alguien como Blasco que se auto consideraba más hombre de acción que escritor y que sin embargo, hurtando horas a la molicie nos ofreció decenas de obras de una factura y un fondo impecables, redactó un programa de reformas urbanas de Valencia tan avanzado que aún hoy se aplica, se batió en duelo, mandó destruir la tirada completa de su obra “La voluntad de vivir” por estar descontento con ella, fue tiroteado una de las veces que fue elegido diputado, escribió por encargo una de las novelas más leídas del siglo XX (Los cuatro jinetes del Apocalipsis), fue corresponsal de Guerra al servicio de Francia, y hasta fundó dos ciudades en Argentina, Cervantes, que aún existe con 2.000 habitantes y Nueva Valencia, que, gracias a los procedimientos de regadío que él llevó, es todavía el granero arrocero de Argentina.
Concluyo, dijo Plinio el Joven a Tácito “si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas que sean dignas de ser leídas”. Blasco honró para la posteridad estas dos recomendaciones de Plinio siendo genial y excesivo tanto en su vida como en su obra. (Jaime Alejandre)
Cerraba la noche. En el profundo surco que abría el buque, orlando de rebullentes espumas sus férreos costados, brillaban como peces rojos o verdes los destellos de las linternas de babor y estribor; y arriba, en lo más alto del trinquete, cabeceaba el farol blanco, como saludando a las estrellas que titilaban en el horizonte por encima de la densa barrera de nieblas.
Es el Mediterráneo el mar de los recuerdos. No puede pensarse sin profunda emoción que las mismas aguas que nos mecen son las que un día se abrieron por vez primera ante el cóncavo vientre de las naves fenicias, que llevaban en su seno, bajo las velas de púrpura, la civilización y la vida al Occidente europeo; las que, rodeando con espumas y peces voladores la esbelta birreme griega, hicieron soñar al navegante poeta con las sirenas, los tritones y la Venus esplendorosa de belleza y seducción, creando el más hermoso de los cultos; las que presenciaron los sangrientos abordajes y el cruzar de férreos espolones entre cartagineses y romanos; y las que siglos después fueron testigos de la heroicidad aragonesa, sufriendo el peso de nuestras invencibles galeras, lamiendo, mansas, los férreos escudos de los almogávares que empavesaban sus bordas, y reflejando el trono indestructible de Roger de Lauria, aquel alcázar de popa, desde el cual el gran almirante de Aragón, soberbio y tenaz como nuestra raza, juraba que los peces no surcarían el Mediterráneo sin ostentar sobre el lomo, como símbolo de sumisión, las cuatro barras de sangre.
Pensaba en las pasadas grandezas de la patria chica, en aquel reino de Aragón, plantel de sabios y caudillos, pueblo grandioso que no cabía dentro de su hogar y se desparramó hacia Oriente, enseñoreándose del Mediterráneo, de Italia y de Grecia; en aquellos almogávares fieros que, semejantes a la guardia vieja de Bonaparte, pasearon triunfantes por remotos países, plantando sobre el Etna el pendón aragonés que había sembrado el pavor en la morisma valenciana, o afilando en Atenas, sobre las caídas columnas del Partenón, aquellas cortas espadas incansables y jamás vencidas, que como emblema de feroz acometividad, anunciando por anticipado el golpe, tenían grabado el desvergonzado mote: «¡Fot-li, fot-li!». (De "En el país del arte. Tres meses en Italia", Blasco Ibáñez, Ed. Evohé-Periscopio)
1 comentario:
Un placer leerte de mañana. Creo que me haré adicta, casi seguro.
Un beso
Publicar un comentario