Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

16 marzo 2016

La abolición de lo transitorio

“Cuarteto para un concierto final”, Juan Vicente Monte, Ed. Evohé, 398 pp.,
ISBN 978-84-15415-93-0



Con Juan Vicente Monte me he sentido desde el principio como con un amigo incomparable con el que uno ha sufrido las penas de la adolescencia de los solitarios. Y esta sensación de hermanamiento instantáneo no hizo sino irse afianzando a cada página que yo leía de su extraordinaria novela.
Novela que recomiendo vivamente. Y que yo haga eso es un brutal atrevimiento por mi parte pues soy de los que creo con Schopenhauer que precisamente el arte de “no” leer es muy importante. Sí, el filósofo existencialista nos dejó dicho con su implacable sagacidad que “el arte de no leer consiste en no interesarse en todo cuanto llama la atención del gran público en un momento dado. Porque cuando todo el mundo habla de cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no dejará nunca de tener lectores. De modo que para leer buenos libros (como éste), la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”, apostillaba el genial escritor alemán.
Que este libro es excepcional es algo que salta a la vista pues resulta que en apenas unos párrafos la novela de Juan Vicente Monte nos atrapa literal y literariamente. La trama se convierte en absorbente en apenas unas páginas. Tan imparable como aquella de Tabucchi que apenas con su primera frase “Sostiene Pereira que el día de su detención…” nadie en sus cabales podía dejar de leer. Pues lo mismo sucede con este “Cuarteto para un concierto final”. Trepidante y sin concesiones en su inicio, nos esclaviza y obliga gozosamente al trascurso de casi cuatrocientas páginas más que al llegar a la última se nos antojan demasiado pocas y desearíamos seguir inmersos en el delirio del autor otro par de millares de páginas más donde ironía, sarcasmo, reflexión de profundidad, parodia de nuestros inanes tiempos, imaginación y grandeza se unen para conformar una novela destinada a ser referente de una época.
Pero no sólo me refiero a lo que cuenta, sino a cómo lo cuenta. Qué delicia, tristemente tan inusual ya hoy en día, este español pulcro, certero, bellísimo que utiliza Juan Vicente Monte. Esos diálogos potentes como cargas de profundidad que se alejan tanto de las líneas imbéciles con las que demasiados escritorzuelos hoy en día simplemente alargan la planicie de sus textos. Y otra seña digna de mención es cómo nuestro autor se sirve de su elevado lenguaje (elevado también cuando desgrana vulgarismos sabiamente utilizados) en beneficio concreto de la trama. Por ejemplo cuando presente, pasado y porvenir se entremezclan en la redacción de la historia precisamente como lo hacen los pensamientos en el cerebro humano. Realismo que de mágico tiene el talento de su autor transitando lo sobrenatural con una envidiable naturalidad (valga el pleonasmo).
Así es la novela de Juan Vicente Monte, un relato que nos arranca de nosotros mismos. Nos arranca lágrimas, risas, emociones… Lágrimas sí como en la estremecedora declaración de amor de Ramiro a Lea en un hospital. Lea, por cierto, un personaje imborrable para cualquier lector sensible y eso que apenas aparece en seis páginas. Pero esa es otra de las virtudes inmensas de Juan Vicente Monte, su capacidad para la creación demiúrgica de personajes. Otros que nos la damos de escritores llevamos toda la vida publicando libros sobre un solo y triste y agotado personaje. Aunque bien es cierto que en algún momento el lector del “Cuarteto para un concierto final” se interroga si nuestro autor no será el personaje Jorge de la novela, o bien todos los personajes. Sí, novela de personajes fascinantes como Valentín y Yuri, escoltados por presuntos personajes reales – estúpidas ministras de defensa escasamente alfabetizadas, por ejemplo…- apenas trasmutados sus nombres para excitar la habilidad identificativa del lector… No desvelaremos quiénes se cuelan por las páginas de la novela, corifeos de grandes compañías de alimañas que aparecen aquí como Ibertrola, Ferrodial o Telofónica… pero déjenme asegurarles que la contundencia descriptiva del autor ante ciertas “excelencias innovadoras, sostenibles, ecológicas y multiculturales” se erige como un homenaje a la más grande literatura de todos los tiempos (véanse las páginas 164-165).
En fin, novela esta de Juan Vicente Montes de la que yo resumiría su elevadísima calidad literaria con una simple frase. Se trata de una novela muy fácil de leer y dificilísima de escribir. Con ello estaría todo dicho, pero es un placer ahondar en esta novela. Novela de humor negro y jardeliano (uno recuerda sin sonrojo “4 corazones con freno y marcha atrás” o “La Tournée de Dios”) que a veces te hiela la sonrisa en la cara dándote ganas de acabar con tu existencia… y la de los demás.
Novela que diría sicotrópica pero desprovista de la inane banalidad de la típica “On the road” de Kerouac, más bien cargada de intención y objetivo concreto, como aquellas espectaculares “Crónicas Marcianas” de Bradbury. Novela más divertida y con sentido que la aburrida “Conjura de los necios” de Kennedy Toole escrita sin tener que suicidarse para llamar la atención, menos mal. Con sutil narrativa salpimentada de explicaciones no explícitas, donde tiempo y espacio se estrujan en un texto de absoluta contemporaneidad, también canto a Madrid –villa tan malherida siempre por sus dirigentes y sus ciudadanos-.
Así, según avanzaba en la novela me preocupaba cómo sería capaz de resolver la envolvente trama que había creado nuestro autor. A Zeus le pedía que no se cargara su propia ficción como Saramago con “Ensayo sobre la ceguera”, relato en el que tras mostrarnos lo más implacable de la naturaleza humana el portugués escritor jesuítico y comunista (perdón por el pleonasmo, y van dos) acaba resolviendo el desenlace mediante una milagrosa redención. No es el caso de esta apocalíptica narración de Juan Vicente Monte pero “hasta aquí puedo leer”, que decíamos en el “Un dos tres”… no quiero desvelar nada de su trama. Aunque no dejaría de aconsejar al lector que, en algún momento de su lectura de la novela, intercalara otra, la de ese texto escrito a la luz de alucinógenas sustancias por Juan en su aburridísimo destierro de Patmos.
No obstante, déjenme desvelarles algo. Siempre me ha parecido que toda obra literaria cuenta con una clave, una columna invisible sobre la que se sostiene todo el edificio de su ficción. En este caso yo la encuentro en las páginas 118 a la 130 en el capítulo titulado “Despertando a las estrellas”: “… la sensación le impactó con tal violencia que se encogió en el sofá y le costó respirar, y fue entonces, al volver a la asfixia de su infancia, cuando se dio cuenta de que lo que en realidad le había asado en los últimos años era que, dando por descontada la opinión generalizada de los materialistas que dominaban la opinión pública, había dejado de creer en la existencia de un más allá. No lo quiso asumir en un primer momento, pero la claridad de aquella idea no se podía ignorar. El contacto cotidiano con gente que incluso diciéndose religiosa vivía como si este mundo fuera lo único que existiera había minado su fe en la trascendencia. Todas las personas que conocía vivían sólo para sí mismas, la egolatría y sordidez presidían el sentido de sus actos. En el fondo nadie creía que hubiera nada después de la muerte. Era obviamente un engaño para poder soportar el miedo al trayecto final… … Cuando llegó a la cima de la colina el éxtasis arrobaba hasta los más remotos confines de su alma, esta vez el misterio no le estaba esperando sino que era él quien lo ofrendaba. Se giró lentamente en un círculo completo, levantó los brazos a la noche y empezó a dirigir la gran sinfonía estelar: galaxias, soles y planetas danzaron al ritmo marcado por el movimiento de sus manos, océanos de gemas luminiscentes brotaron con su mirada, caudalosos ríos de estrellas surcaron la cúpula celeste obedeciendo a sus caprichos, enjambres de cometas traviesos zumbaron juguetones entre sus brazos aboliendo la oscuridad…”.
Pero en este caso la complejidad de la novela de Juan Vicente Monte creo que precisaba de dos columnas que sujeten y sean clave de su relato. Así la Segunda Parte de la novela está dedicada a la mítica Discontinuidad, base esencial del relato que se desvela en toda su amplitud en el escatológico discurso de pag 271-277. Discurso que hace patente, al fin y al cabo, que esta es una novela inclemente, divertida, brutal y tierna que nos habla de la Iluminación. Así lo compartía conmigo el propio autor. Trascribo aquí su personal visión de su misma novela:
“Escribir sobre la Iluminación parece cuanto menos pretencioso pero es algo que tenía que hacer, una obligación impuesta quiero pensar que desde arriba, motor de mi novela. No es que me considere un Buda viviente, un nuevo Krishnamurti, o algo parecido, pero como todos los tontos tienen suerte, sin saber cómo llegó un día, cuando ya había desesperado de buscar, en el que se me permitió separarme de mi ego y ver lo que había detrás: un lugar en el que no solo seguía existiendo sino en el que además reinaba la Alegría, y fue algo tan cercano y natural, como si me hubiese acompañado desde siempre, que me resultó risible que me lo hubiera imaginado tan artificioso. Desde entonces me acompaña como un murmullo de fondo que cada cierto tiempo me produce arrebatos de felicidad. Se manifiesta de una forma renovada, me rescata de mis compulsiones cuando me vuelvo a extraviar,  y se extiende como un cortafuegos que me protege del mal del mundo, y del que me procuro a mí mismo, cuando me agobia. Como poeta me vacunó del miedo a envejecer y morir, y me instaló en un continuo presente más joven de lo que nunca había sido.
“He intentado transmitir que por muy pobres que seamos todos tenemos lo suficiente para ser felices y soportar con entereza los envites del espacio-tiempo, que forma parte de la herencia que se encuentra en nuestros genes, que nos morimos de sed junto a la fuente de la que mana la Vida, que el problema del ser humano no es el abandono de Dios sino el no saber hacia dónde mirar, y sobre todo que en lo que a eso se refiere nuestra civilización se merece una condena.
“Mi novela también trata de mis amoríos con la mal llamada música seria, de cómo me fue abriendo el camino hacia lo anterior y me trasladó a mundos intangibles, en suma de la Metafísica del Arte. Igualmente muestra mi adoración del Eterno Femenino, de la mujer hecha música o de la música hecha mujer, ese principio que cantó Goethe en su Fausto o Mahler en su Octava sinfonía, y de los otros mitos que me han ido acompañando desde mi infancia en afinidad con Joseph Campbell.
“En cuanto a crítica social me temo que no he dejado títere con cabeza en lo que se refiere a la política, a sus credos y  a sus valedores, gramática parda cuya sola  mención me provoca urticaria. He dado un repaso general a las miserias de la condición humana sin que pueda, por desgracia, erigirme en juez al cargar como uno más con ellas: he tratado la soberbia, la codicia y la envidia, entre otras lindezas, en clave satírica”.
En fin, lectores futuros, encontrarse uno mismo en una novela escrita por otro es siempre una experiencia que nos seduce en lo que leemos. Eso me ha sucedido a mí: sentimientos propios, evocaciones de tiempos pretéritos que fueron los de mi infancia y mi adolescencia me han enamorado de esta novela. Y estoy absolutamente convencido de que ese enamoramiento se dará en todos ustedes.
Al fin y al cabo, Chéjov ya dijo: “las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No existe otro criterio”. A ustedes estoy seguro de que les gustará esta novela indispensable ya en la historia de la narrativa en español de este siglo XXI.


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