Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

26 mayo 2016

Xenofobia de largo recorrido

Hace unos días, recomendado por Marga Sánchez Arias, leía una entrevista a Chomsky (foto Reuters) sobre la xenofobia
http://www.huffingtonpost.es/jorge-majfud/sin-azucar-conversaciones_b_10025878.html?utm_hp_ref=spain
Pensé entonces que cada vez aparecen más testimonios de que todos conocían ya en su momento la persecución de los judíos por doquier. Y muy concretamente en Alemania, en épocas muy tempranas del nazismo, anteriores incluso al poder de Hitler.
Véase por ejemplo lo ocurrido con Franz Schreker (1878-1934) compositor básicamente de óperas y director de orquesta austriaco perseguido por su origen judío, por el nacionalsocialismo. Sus óperas fueron prohibidas por los nazis como arte degenerado, cayendo en el olvido.
Según Wikipedia, la fama e influencia de Schreker estaban en su apogeo durante los primeros años de la República de Weimar. Pero los acontecimientos políticos y la difusión del antisemitismo fueron factores que afectaron a su obra. Manifestaciones de extrema derecha empañaron el estreno de Der Schmied von Gent (Berlín, 1932), y la presión del Partido Nacionalsocialista obligó a la cancelación del estreno previsto en Friburgo de su ópera Christophorus. Finalmente, en junio de 1932, Schreker perdió su puesto de Director de la «Musikhochschule» de Berlín y, al año siguiente, también su puesto como profesor de composición en la «Akademie der Künste». Después de sufrir en diciembre de 1933 un infarto cerebral, falleció el 21 de marzo de 1934...

Juan Vicente Monte, extraordinario novelista (Cuarteto para un concierto final, Ed. Evohé, http://www.edicionesevohe.com/products-page/evohe-narrativa/cuarteto-para-un-concierto-final-juan-vicente-monte) ha escrito un delicioso ensayo sobre el autor: "Franz Schreker, perversión y esteticismo para tiempos convulsos", que quiero compartir con vosotros:

Franz Schreker. Perversión y esteticismo para tiempos convulsos
Juan Vicente Monte

Para el melómano inquieto que no se conforma con lo de siempre la obra de Franz Schreker representa un hallazgo que destaca con su poderosa presencia entre lo mas granado de la ópera en habla alemana del primer tercio del siglo XX. Los conceptos de Simbolismo, Art Noveau, Decadentismo, Esteticismo, Expresionismo, Impresionismo e incluso Verismo se funden en una personalidad hipersensible orientada hacia la exploración de los mecanismos internos del proceso creativo, hoja de ruta escasamente transitada en el devenir musical. Sus óperas son monumentos misteriosos e inquietantes en los que el arte se contempla a sí mismo, intentos titánicos de su creador para descubrir las fuentes de su inspiración, estudios sobre la esencia enigmática y evanescente de la belleza.  La trama dramática, a menudo hilvanada con una habilidad inaudita en múltiples planos de acción simultanea, se ve arropada por una orquesta iridiscente cuyo oleaje heredado de Wagner nunca se agota.  Schreker, mago supremo de la orquestación, rara vez igualado y jamás superado a la hora de conjurar combinaciones de timbres, consigue con su paleta interminable de colores no ya deleitar y encantar a los sentidos, al modo de los impresionistas franceses, sino desvelar en nuestra realidad cotidiana la presencia de paraísos que se nos revelan menos remotos de lo que pudiéramos pensar. El compositor, gloriosamente iluminado por sus percepciones internas, consigue dejarnos atisbar a través de su genio imágenes de esa parte de la realidad que los exploradores indómitos de la física cuántica están empezando a asignar como el meollo de lo que existe en contraposición al mundo sensitivo que ahora se nos confirma la billonésima parte del iceberg.
Todavía dentro de un universo tonal, y usando los recursos de la gigantesca orquesta tardo romántica, hace un uso exacerbado del cromatismo de Tristan  para trenzar un lenguaje armónico íntimamente asociado a la tímbrica con la intención de ofrecer un producto lujoso y sofisticado en el que surgen incandescencias más propias del mundo meridional de un Puccini o un Montemezzi que de la austera alma germana. El resultado es una belleza envolvente y arrebatadora, inmediatamente accesible al oyente, cuya generosidad no se agota ni en un centenar de audiciones debido a una inagotable variedad de matices y recursos sonoros.  Si, como se suele creer, es cierta la celebre sentencia de Mahler de que una obra de arte en la que se perciben los limites emite aroma a cadáver, la obra de Schreker se encuentra más fresca y viva que nunca a pesar del ostracismo que tuvo que soportar debido primero al nacionalsocialismo y después al internacional-dogmatismo de los que vieron el devenir del arte como un camino excluyente.
 La sensación que produce escuchar por primera vez el preludio de  “Los Estigmatizados”  es como verse  sentado, tras una dieta austera, a la  mesa de un restaurante de cocina de autor, particularmente suculenta, frente a una variedad de platos deliciosos y raros sugerentemente presentados para su degustación.
         El gourmet bon vivant inclinado a transitar repertorios extraños se encuentra para su deleite con que todo es voluptuoso y adictivo. Los brillos y colores de una orquesta embrujada le envuelven y trasladan a un mundo de percepciones casi psicodélicas. La emoción que tan pronto le arrastra en un canto lirico, tejido con la seda de las cuerdas divididas,  le deja suspendido después en un mundo numinoso, entre nubes de arpas y celestas, repleto de presencias y visiones.
La temática de las operas, en la que la metafísica del arte lo impregna todo, despierta aun más si cabe la curiosidad del oyente. Los protagonistas son casi siempre creadores que buscan con sus artificios rasgar el velo de la realidad y servir de puente entre el Cielo prometido y el ámbito terrenal. Todos tienen vocación de mesías: quieren redimir a la humanidad a fuerza de descubrirles la existencia de otros mundos que les ayuden a reorientar sus instintos. Fritz  en “El sonido lejano”  escucha, en un momento de revelación, un “sonido fuera de la realidad” y decide que el objetivo de su vida será apresarlo para ofrendárselo a los hombres buscando el éxito mundano. En el proceso sacrificará a su amada y al final lo perderá todo pues cuando encuentra lo que anhela solo le resta morir.
Schreker conjura aquí lo invisible con una imagen prolongada y ascendente, desgranada por la celesta a modo de escalera de Jacob, que conduce al oyente a lo más profundo del azul y le permite vislumbrar a lo lejos una suerte de paraíso etéreo que intenta materializarse en la estratosfera. Mientras ocurre los arpegios resuenan en nuestra psique como un inquietante murmullo que trata de recordarnos algo que hemos olvidado en el amanecer de nuestras vidas: algo de nuestra naturaleza que sabemos pero que a pesar de tenerlo en la punta de la lengua siempre se nos muestra esquivo.
En “El mecanismo musical y la princesa”, el maestro Florian crea un ingenio musical capaz de amplificar las cualidades más sutiles del alma, unas potencias ocultas que pueden ser despertadas al interaccionar al ponerlas en contacto con  los niveles superiores de conciencia.  Sin embargo el artilugio encantado no discrimina entre la bondad y lo oscuro, deficiencia que acaba por arrastrar a los que lo escuchan a sus infiernos.
En “El diablo cantor”, opera inaugural de su último periodo, el monje constructor de órganos Amandus intenta corregir la creación de su padre y al hacerlo se topa con una hecatombe que ratifica el viejo dicho de que el Averno está empedrado con buenas intenciones.
Schreker sabe que ese intento redentor esta condenad de antemano al fracaso pues el corazón de los hombres es sordo a palabra de Dios, de modo que el mesías no puede ni redimirse a sí mismo. El intento del artista de salvar a sus hermanos a menudo enmascara el deseo de fama y poder, y esa renuncia al amor le conduce a la ruina.  En el fondo es el reconocimiento de su fracaso a la hora de intentar alcanzar  esa verdad escurridiza que se esconde tras del velo de las apariencias aunque su derrota solo es parcial, pues no impide que la audacia de su intento sea a ratos recompensada y nos permita vislumbrar, aquí y allá, fragmentos del “otro lado”, lo que es un logro considerable.
Sus dramas se nos ofrecen envueltos en una crema de hedonismo esteticista. Schreker, decadentista de raza, explota todas las tácticas de la época del culto al placer y a lo artificioso. El sexo se asoma con una perversidad nunca antes explorada. Lo inconsciente se abre paso con una fuerza que hiere. La búsqueda insaciable de gratificaciones, que cobra la forma de la liberación de los deseos reprimidos según la moda establecida por Freud y alcanza un paroxismo sin igual. Orgías sexuales empapadas de sadismo se asocian a instantes de belleza anonadante: acaso no haya en toda la historia de la música momentos más hermosos que los que aquí se registran.
La música de Schreker es la música de los excesos, la imaginación del autor se desborda sin cortapisas y lo inunda todo. El culto de la belleza como diosa suprema resulta el más compulsivo de los vicios en los que se precipita el decadente y es justamente en ese espacio en donde Schreker se despacha a su gusto. En el tercer acto del  “El buscador de Tesoros”, mientras el juglar Elis espera a que su amada se atilde con unas joyas negociadas a cambio de vidas humanas antes de entregarle su virtud, la secuencia musical que expresa la expectación del enamorado, con sus coros nocturnos debbusystas, puede encontrarse entre lo más hermoso que jamás se haya compuesto en el mundo tardo tonal de inspiración tristanesca.
En Schreker sorprende la profusión y calidad de su inspiración. Hay algo de Mahler, de Puccini, de Richard Strauss y de Wagner en sus temas, sin que ello implique la carencia de un estilo personal fácilmente identificable. En “El mecanismo de música y la Princesa”, la melodía con la que el flautista trotamundos enamora y redime a la regia psicópata se encarama sobre una espiral de lirismo cuyo clímax coincide con el de otro exultante tema, correspondiente a otra parte de la acción, para generar una explosión  volcánica que no se puede encontrar en ningún otro autor.
El intento de Schreker de desvelar los enigmas de la Belleza como diosa trascendente le hace adoptar la actitud del amante experimentado que retrasa cuanto puede el instante del éxtasis con el fin de alargar su perspectiva. En alguna ocasión el arte del Schreker ha sido definido como el “todavía no” o “aun no del todo”.  Así por ejemplo, en el sinuoso tema de Carlotta de “Los estigmatizados” nos encontramos con que la música queda suspendida en un espasmo nervioso justo antes de alcanzar clímax provocando que el oyente contenga la respiración atrapado en un intervalo sin tiempo. El dúo amoroso que tiene lugar cuando Fritz se encuentra con Greta en un lupanar veneciano en “El sonido lejano” también se puede citar en ese sentido: las fases que conducen a la consumación sufren por momentos una contención que provee de una cualidad implosiva a su resolución.
La palabra lujuria acude enseguida a la mente cuando queremos describir este universo sonoro. Solo un Austriaco mitad judío pudo oponerse de tal manera al espíritu luterano de las brumas del norte, entregado al desenfreno de una voluptuosidad ligada al impresionismo francés. Pocas veces la naturaleza ha encontrado una voz más sensual que en la del arpa gigantesca, entreverada de cantos de pájaros exóticos, que se le aparece a Frizt en el acto final de “El sonido lejano”.
El joven Schreker, más católico que hebreo por educación, conoció la pobreza en su infancia tras quedar huérfano de padre, y durante algún tiempo tuvo que ganarse el pan como organista. Tal vez ahí se halle el origen de ese poso de religiosidad que cobra en su complejísima obra un propósito moral.  El espíritu cristiano de culto a la compasión siempre acaba emergiendo en sus obras. En Christophorus, su opera taoísta tardía, el intento de hacer evolucionar su lenguaje con el signo de los tiempos le conduce a un misticismo de corte austero cercano al “Matias e pintor” de Hindemith o a “Palestrina” de Pfiztner  apoyándose en los versos de Lao Tze.   
Su desarrollo artístico y creativo se puede dividir en tres  etapas: la inicial de formación en el que todavía no ha encontrado su lenguaje  y que culmina con la opera “Flammen”, el gran periodo central asociado a su fama en Austria y Alemania, que va desde “El sonido lejano” de 1910 hasta el estreno de “Irrelohe” en 1924, obra punto de inflexión, y el tramo final que concluye con su muerte, acaecida en 1934, en el que el compositor lucha con su lenguaje tras haber perdido el favor de la vanguardia.
Pese a que su drama medieval  Flammen, que emerge con el nuevo siglo, sea ya un debut notable debido a una trama que atrapa desde el principio y a una música inspirada, la cierto es que bebe del Wagner anterior al anillo, de Tanhausser y Lohengrin.
 El “gran Schreker” pertenece sin duda al segundo periodo. En un número corto de años ve la luz un racimo de obras maestras cuya repercusión es inmensa, “El sonido lejano” (1912), el ballet “El cumpleaños de la infanta” (1910), “El mecanismo musical y la princesa” (1913), “Los estigmatizados” (1916), y “El buscatesoros” (1918) constituyen su corpus. 
“El sonido lejano” y “El cumpleaños de la infanta” son las creaciones que le convierten de la noche a la mañana en el compositor de la Secesión Vienesa. Con su aparición la fama y el dinero le toman por sorpresa junto con el amor de Maria Binder, su joven y exuberante esposa.  Todo con lo que sueñan los artistas bohemios del XIX en la frialdad de sus buhardillas le llega de sopetón y en abundancia.  De repente el firmamento de la ópera alemana ve elevarse otra estrella para formar un sistema doble con la del divino Strauss.  Resulta paradójico que el fracaso y la miseria del autobiográfico Fritz del “Sonido lejano” sea el grial que le conduzca a la consumación.  En esta opera se revelan desde el principio sus características de madurez. El argumento, más bien verista, se localiza en la misma época del autor a diferencia de lo de que ocurre en la mayoría de las operas del momento, pese a que su trama naturalista se ve sobresaltada por la erupción de lo fantástico. Sus hallazgos tímbricos y su modernidad resultan sensacionales. El joven Berg, que colaboró en su producción, manifestó una admiración sin límites por la obra. Toda la secuencia del Burdel Veneciano está construida sobre una trama de coros sin palabras que crea una atmósfera irreal, como suspendida en la niebla. Schreker es desde sus inicios también un magnifico compositor de miniaturas y en mitad de esa escena emerge la canción de la corona inaugurando una pauta que se repetirá en el futuro.
El ballet “El cumpleaños de la infanta”, basado en el relato de Wilde, fue compuesto por encargo de los secesionistas y se representó con enorme éxito en la exhibición de 1910.  La música, brillante e imaginativa, despliega un lirismo, penetrante y conmovedor, en el que la piedad que inspira el protagonista ocupa el lugar central. Junto con la “Leyenda de Jose” de Strauss supone la máxima aportación de la nueva corriente a un genero escasamente transitado por la música germana.
Con “El mecanismo musical y la princesa” el éxito solo será moderado debido a un farragoso libreto simbolista nacido de su propia mano. La trama enrevesada de corrupción moral viene plasmada con un lenguaje esteticista excesivamente artificioso más cercano a D´Anuzzio que a Hoffmansthal. Aquí se manifiesta con especial truculencia el elemento decadentista encarnado en los deseos morbosos de una princesa obsesionada por lubricas fantasías.
La música que adorna este delirio supera cualquier descripción, aunque podría ser asociada a una caja de carísimos bombones belgas. La partitura muestra influencias de Delius y Debussy, y aunque no pueda ser calificada de impresionista es la más influida por el elemento galo. La belleza sin límites de su discurso impresionó al joven Szymanovsky, y determinó un estilo que culminaría con su “El rey Roger” de 1924. Musicalmente es quizás su opera más compacta, la favorita de su autor, y en opinión del que subscribe estas líneas la más disfrutable desde un punto de vista auditivo.
Su siguiente proyecto fue la “Música de la esferas”: una ópera truncada en cuyo guión un fabricante de instrumentos intenta diseñar unas campanas capaces de reflejar la palpitación íntima del universo, aunque lo único que consigue es imitar sonidos de la naturaleza. Solo cuando le llega la muerte puede escuchar esa música misteriosa que había buscado en vano. Tal vez la reiteración de un argumento explorado en trabajos anteriores fue lo que hizo que se quedará en proyecto, aunque la música que compuso acabo convirtiéndose, magistralmente reelaborada, en su soberbia Sinfonía de Cámara, obra en la que predomina un tema ascendente místico-esóterico hermano espiritual del motivo de la celesta de “El sonido lejano”.  La genialidad en el manejo de los timbres logra sacar a un conjunto reducido una sonoridad policroma que hace que no se eche en falta en ningún momento el aparato orquestal.
“Los estigmatizados” de 1915 marcaría el apogeo de su estilo. Opera más extensa que las anteriores, presenta una exuberancia en los recursos sonoros y dramáticos que la acercan por momentos al kitch. Lo decadente domina las situaciones más si cabe que en la opera anterior. Los personajes principales presentan una psicología anómala y torturada. Carlotta, pintora simbolista,  reprime su sensualidad por miedo a que su enfermedad cardiaca la haga sucumbir si se entrega a Eros. Tamare, una representación genovesa del Don Juan, necesita reafirmarse todo el rato seduciendo a mujeres y no puede soportar verse rechazado cuando finalmente se enamora. Alviano, noble de intensa sensibilidad artística y moral aunque feo y jorobado, construye con su fortuna una isla artificial en la materializa sus sueños estéticos. En ella incluye una gruta encantada en donde, sin su conocimiento,  sus amigos de la nobleza celebran orgias con muchachas burguesas raptadas en un entorno lisérgico, una caverna de Venus a la que no se atreve a acercarse por el estigma de su apariencia. Cuando sus destinos convergen no hay catarsis sino muerte. Durante el tercer acto, que transcurre en la isla “Eliseo”, la habilidad escénica de Schreker para el collage alcanza cotas asombrosas. Al caer la noche los timbres de la orquesta se transfiguran en un entorno fantástico llenos de cantos de sirenas que parecen provenir de las estrellas.
El estreno de esta ópera produjo un tremendo escándalo y siguió ejerciendo una morbosa fascinación en lo públicos de habla alemana durante la siguiente década. Su impacto fue de tal calibre que incluso después de que pasara la “moda Schreker”, ya en la segunda mitad de los años 20, seguirían apareciendo nuevas producciones debido a su peculiar magnetismo. El mismo Schereker creyó que de toda su producción sería la que se asentara en el repertorio por constituir uno de los pilares esenciales fr la “tragedia del hombre feo”, tema que obsesiono a otros compositores con tendencias análogas del mismo periodo. ¿Qué medio mejor para cantar la belleza que utilizar su contraste más extremo? “Los ojos muertos” de D’Albert, “El enano” de Zemlinsky , “Polifemo” de Cras y “Cyrano de Bergerac” de Alfano manejan protagonistas marcados por una naturaleza que los ha vomitado al mundo con un físico repulsivo, y configuran junto con la obra de Schreker un corpus muy especial, de inusitada belleza, circunscrito a la sensibilidad de su tiempo.  
A pesar del estatus mítico de la partitura anterior “El Buscatesoros” sería su mayor éxito comercial. Estrenada tras acabar la primera guerra mundial, nos muestra a un Schreker en plenitud de sus poderes creativos que simplifica sus medios dramáticos y adelgaza la complejidad de su lenguaje para acentuar la claridad expositiva de un discurrir que sigue inscrito en el Jungstil y el Art Noveau. El autor elige un mundo medieval de reyes, juglares, damas y bufones con el fin de exponer una historia, nuevamente inusual, en la que la codicia por obtener la belleza (representada en este caso por las joyas de la reina) acabara acarreando la desgracia de los protagonistas. En este caso el trío lo forman el joven juglar Elis, la hermosísima dama Els, y el bufón de la corte que acoge por amor a esta última cuando la desgracia la precipita en el abismo.  Aquí lo insólito viene representado por el laúd mágico de Elis, que como ya ocurría en “El mecanismo musical y la princesa”, actúa como caja de resonancia de los sentimientos humanos, pudiendo emitir sonidos cuando esta cerca de objetos preciosos y traicionando a quien los porta.  En esta opera se aprecia cierta estilización de los recursos sonoros que se concreta en una mayor transparencia y economía de medios y que pese a ello no empaña los niveles de expresividad. Cuando al comienzo del primer acto Els ofrece una copa de vino en la taberna de su padre al sheriff que la pretende, la frase musical que acompaña sus palabras, muy breve en el tiempo y que solo aparece en esta ocasión, contiene una riqueza de matices armónicos que arroba con su penetrante lirismo a el que la escucha, haciéndole que se sienta obligado a volver a ella repetidas veces para intentar desentrañar su misterio. A lo largo de la obra se prodigan canciones de factura diatónica y excelente calidad. Resulta particularmente deslumbrante la escena nocturna amorosa entre Elis y Els, antes mencionada, que habita con pleno derecho, por la calidad de su delirio, en el segundo acto de Tristan.
Irrelohe, la sexta obra teatral del autor, se menciona como el punto de inflexión de su buena estrella. Estrenada en 1924 ya aparece “demode” para su tiempo, no tanto por el argumento, muy propio del cine expresionista de aquellos años, como por su estética musical, que no por no haber sido objeto de revisión aparece demasiado anclada en el post romanticismo en contraposición a la objetividad astringente que por entonces se imponía. Obra de transición, supone un intento fallido por parte del autor de hacer evolucionar su lenguaje con unos contornos más ásperos y ciertos malabarismos que afectan a la unidad de la obra y no terminan de convencer, de modo que hay algunos momentos en los que da la sensación de que Schreker no sabe cómo resolver las cosas,. Frente a pasajes logrados, aparecen otros en los que su portentosa inspiración melódica se ve reprimida por un intento de ser ”moderno”.  El argumento resulta tan original como los otros que salieron de su pluma. Resulta paradójico que él, el único operista importante que no usó una base literaria  a la que servir con su música, y que utilizó la materia sonora como sujeto metafísico al que arropar con la literatura, resultase un magnifico libretista. Dopo la parole prima la música, fue con lo que se quedó, y tal vez fue precisamente ese surgir en primer lugar de la idea musical, intensamente inspirada, lo que impregnó de tanta originalidad y soltura a sus narraciones.
La historia, ambientada en el siglo XVIII, trata de una villa dominada por un castillo en el que los nobles que lo habitan, como expiación de un pecado ancestral, enloquecen cada generación y raptan y violan a jóvenes casaderas del pueblo llano.  Al comienzo de la  acción conocemos a Lola, una victima de los abusos señoriales en su edad madura, y a Peter, el hijo sin padre resultante que empieza a sospechar sus orígenes.  Eva, su novia, le comunica que ha decidido abandonarle por el joven conde Heinrich del que se ha enamorado para su desesperación.  Peter, que es el hermano bastardo de Heinrich, ha heredado la demencia de su padre e intenta impedir la boda y perece en el intento, al tiempo que Irrelohe es incendiado por un grupo de pirómanos, capitaneado por el antiguo novio de Lola, que así consuma su venganza. La destrucción del castillo es presentada como un hecho redentor al estilo del Ocaso wagneriano que transfigura a la pareja de amantes.
 El preludio y los interludios orquestales, muy característicos de su autor, son más extensos de lo habitual y no pueden menos que seducirnos por su aura hiper romántica. El primer acto mantiene un elevado nivel de inspiración típico de la estética schrekiana: las cuerdas acompañan a los diálogos con un vuelo esteticista de alta factura que recuerda a La caja de música y la princesa, siendo el breve interludio que precede a la entrada de Eva uno de los momento más hermosos de la obra del autor; mientras que la aparición de los pirómanos va asociada un  motivo tímbrico-flameante asociado al fuego de resonancias wagnerianas. El segundo acto comienza con otro soberbio preludio, pero cuando en su segunda parte comienza el dúo amoroso entre Eva y Heinrich, Schreker repliega velas y trata de crear algo más mesurado con el resultado de una perdida de tensión musical. A menudo se cita la parte final de este duo como un prodigio técnico al estar basado en un doble canon. Esta exaltación de la forma pone de manifiesto que esta página no alcanza las cimas de arrobamiento que  alcanzan las secuencias análogas de sus operas precedentes. 
El último acto se mantiene dentro de la misma tónica desigual: si bien la resolución dramática resulta convincente no se deja de tener la sensación de haberse quedado a medias, de haber degustado a un Schreker aguado. Las expectativas se quedan, frente al éxtasis de otras ocasiones, en un lirismo timorato de recuelo que es incapaz de saciar. Es como si el autor hubiera ido perdiendo la convicción a medida que progresaba debido al afán de hallar otras vías. Una bonita página coral muy tradicional lo adorna, a modo de pegote, aumentando aun más la sensación de extrañeza.
La opera siguiente de su catalogo, y con la que se inaugura el periodo final, “El diablo cantor”, nos muestra un ejercicio de austeridad más acentuado que no consigue  enmascarar la mano de su creador ni en lo temático ni en lo musical. La opera fue compuesta cuando ya había empezado Cristophorus, el trabajo más experimental de su discurrir, y comparte con él algunas atmósferas meditativas aunque en el caso que nos ocupa los materiales sean más bien arcaizantes.
Tras haber alcanzado un callejón sin salida al final de Irrelohe, el Schreker  del “El diablo cantor” desea acercarse a la nueva corriente de objetividad a fuerza de reprimir sus medios tímbricos y dramáticos.  Mientras que en los momentos más sublimes parece contemplar las meditaciones luminosas de Palestrina de Pfitzner, en una profundización del espíritu a través de una serenidad transfigurada por un baño de oro, abundan, por el contrario, las marchas violentas con ritmos de tono angustioso, en concordancia con el clima tenso en el que se desarrolla la acción. El resultado es sorprendentemente original creando un mundo sonoro propio que a duras penas puede reprimir una exuberancia orquestal que emerge en determinados momentos bien de forma dramático-explosiva, como en la escena de la masacre, o mágico-maravillosa como en el ultraterreno final.
Esta será la última vez en la que Schreker convierta a la música en la protagonista del drama, usando en  este caso un órgano que actúa como la caja musical de su opera de 1913. El monje artesano Amandus pretende redimir al mundo mediante la reconstrucción de un instrumento mágico capaz de captar y transmitir el aura divina de forma que transforme el alma de quienes lo escuchen. Sin embargo el instrumento tiene sus propias ideas  y empieza a emitir sonidos discordantes durante una eucaristía que desatan la violencia entre monjes y paganos. Lylian, que encabeza la facción pagana y tiene vinculaciones sentimentales con Amandus, se inmola con el órgano y este al ser destruido emite sonidos celestiales. El resultado vuelve a ser pues, una vez más, sórdido y apocalíptico  al carecer de moral la música y ser igualmente capaz tanto de elevar a las almas como de desencadenar el horror. De nuevo se hace un repaso a la impotencia de los bienintencionados frente al mal que impregna las acciones humanas y que parece consustancial con su genética. Las escenas de masas asociadas a marchas marciales crean un clima desasosegador y oprimente que ocasionalmente se ve interrumpido por las visiones celestiales de Amandus. Solo el final resuelve el conflicto con una contemplación esplendorosa del más allá que nos transmite la agonizante Lylian mientras el protagonista se apaga desolado.  Se trata en definitiva de una opera inspirada y fascinadora, distinta de lo que habíamos escuchado y que merecería salir del ostracismo en la que permanece dentro de la obra de su autor. Al Igual que Irrelohe  pasó por los escenarios con más pena que gloria y fue retirada tras pocas representaciones: el tiempo de Schreker ya había pasado.
Es durante este periodo de afinamiento de su lenguaje cuando Schreker compone un extenso lieder orquestal para soprano titulado “De la vida eterna” basado en las Hojas de Hierba de Walt Whitman que muchos consideran lo mejor que saliera de su pluma. El milagroso equilibrio entre la semántica del texto y la expresividad exquisitamente austera de una música que paradójicamente no renuncia en ningún momento a las sensualidades tímbricas, crea un clima de misticismo abismal que hace que la obra parezca más extensa de lo que es en realidad, constituyendo una de las piezas más densas jamás compuestas y perteneciendo por derecho propio a esa élite de raras partituras de escasa duración y prodigioso contenido como el preludio de la opera Aedipo de Enescu o El Bardo de Sibelius, dentro de la órbita más inspirada del Zemlinsky operista.
Su parcela liederistica no resulta despreciable aunque es más característica del periodo juvenil. Hay que resaltar un ciclo de cinco canciones conocido como Fünf Gesänge escrito para piano y voz de mezzo soprano de la época del Sonido Lejano orquestado de una forma magistral, evanescente y sutil, diez años después. Basadas en textos de distintas fuentes estas miniaturas expresan de la forma más embriagadora el deseo inalcanzable del eterno femenino, bebiendo de la tradición de los Wesendock lieder. El último de ellos titulado Llegara el día en el que me darás la felicidad que me pertenece, sobre versos de Ronsperger, resulta estremecedor por un tono extático y a la vez sensual que no parece de este mundo, y anticipa con su delirio crepuscular el último lieder del Strauss bávaro.
“Christophorus o la visión de una opera” de 1927 marca la cima del último periodo y supone uno de sus mayores logros artísticos y espirituales que no llegará a ver representado en vida. La originalidad paradigmática de los libretos anteriores palidece ante la historia que se nos propone. Un maestro de música pide a sus alumnos, como un ejercicio de composición,  escribir un cuarteto de cuerdas basado en la leyenda de San Cristóbal. Anselmo, uno de los más dotados y enamorado de su hija que no le corresponde, se rebela y decide en secreto componer una ópera, y a partir de ese momento la trama pasa a un segundo nivel de ficción apoyado en el proceso creativo del protagonista. Este empieza a elaborar un libreto tratando de vengarse del desprecio de su amada y de los otros compositores con más talento. En su imaginación Cristóbal, el envidiado en la vida real por Anselmo,  es un compañero  aclamado por la crítica que se casa con la hija del maestro. El despecho de Anselmo hace que la joven sea frívola y egoísta y acabe engañando a su esposo con él incluyéndose como un personaje más en la acción. Como resultado, Cristóbal, el noble de corazón, el genio, la asesina en un arrebato de celos tras sorprenderlos en el acto carnal dejando a su hijo huérfano  y convirtiéndose en fugitivo de la ley.
Llegados a este punto sucede algo fantasmagórico: los personajes de la opera adquieren voluntad propia y su creador pasa a convertirse en un mero espectador. La consecuencia es que los acontecimientos no conducen al final punitivo que había maquinado Anselmo sino que conmovido por la bondad de Cristóbal le acompaña como protector a su exilio en tugurio parisino en el que ambos se entregan a todo tipo de vicios mientras actúan en una orquesta de jazz. Experimentan con drogas y espiritismo, y cuando todo hace creer que las cosas van a terminar mal se produce un nuevo giro que deja helado a Anselmo, quien privado de control sobre su obra, contempla el final perplejo como si despertara de un sueño: el niño huérfano de madre de Cristóbal aparece en el cabaret como un músico mendigo acompañado de su abuelo, su antiguo maestro, pidiendo limosna. El pequeño, alegoría del niño Jesús, hace que Cristóbal se conmueva arrebatado por un deseo de expiación, y encuentre la salvación remedando al santo de la antigua Roma. Cuando Cristóbal se reúne con su hijo un descarnado interludio orquestal precede a un emocionado recitativo de textos del Tao Te Ching ejecutado por una voz fuera de escena; y es en esos compases cuando la música despega a alturas gloriosas de enorme significación espiritual hasta constituirse en el testimonio de la religiosidad de su autor. Al final de esa escena el Anselmo contempla angustiado como Cristóbal se aleja caminando dándole la espalda, con el niño cogido de la mano, hacia una eternidad que a él le está vedada. Al regresar a la realidad tras su trance creativo se encuentra con que su visión ha sido un viaje iniciático que le ha transformado, y es solo a partir de entonces cuando  comienza a componer el cuarteto de cuerdas bajo la paternal vigilancia de su maestro.
          La música en esta ópera alcanza una economía de medios sorprendente. Las pausas y los silencios se convierten en elementos del discurso musical y la orquesta se disgrega en efectos camerísticos que con frecuencia se contraen a solos instrumentales. La maestría de Schreker conduce a una  increíble intensificación de la expresividad asociada a este proceso, de manera que todos los sonidos resultan relevantes en su articulación y comentan admirablemente la acción psicológica que acompañan. Solo en contados momentos la opulenta orquesta  del pasado parece querer emerger y cuando eso sucede sorprende por el contraste. Valga como ejemplo el momento que precede al coito entre Anselmo y la hija del maestro que se nos muestra por  bañado en una mágica voluptuosidad de colores mientras que la escena del cabaret posee una aura orquestal como si perteneciera a un mundo que poco tiene que ver con el resto de la opera.
Y así llegamos a la que sería su última obra para el teatro ya que su siguiente opera, Memon  quedaría solo en un proyecto a causa de su muerte prematura provocada por un  infarto a los 56 años de edad. La calidad de la música que nos ha llegado de este en la forma de una obertura sinfónica nos permite adivinar lo que hubiera sido una obra suntuosa ambientada en el antiguo Egipto más propia del estilo central y nunca lamentaremos lo suficiente que no la llegara a componer. Su última ópera completa  fue estrenada en 1932 con el titulo de El Herrero de Gante y, pese a suponer un  intento de buscar el éxito por razones pecuniarias, hay que congratularse de su concepción. El Schreker taciturno y prematuramente envejecido al saberse en discordancia con los tiempos, que miraba retrospectivamente sus éxitos como reliquias, decide componer, tras sus últimos fracasos, una obra exuberante con todos los ingredientes para llenar los teatros. Sin abandonar del todo los hallazgos expresivos de las últimas operas intenta crear una  folk opera en la estela del bombazo de taquilla de la época: el  Swanda el gaitero de Jaromir Weinberg, imitando con descaro la formula que el checo: una modernidad tímbrica y cromática y un metodismo pegadizo repleto de elementos tradicionales. Para agradar el gusto del público elige un cuento de hadas, basado en el Flandes ocupado por los españoles, que narra las vicisitudes de Smee, un herrero que vive bajo su yugo. Smee es denunciado por un competidor al haber participado en la resistencia y tras perder su negocio decide quitarse la vida, momento en el que se le aparecen unos servidores del Diablo que le ofrecen siete años de fortuna a cambio de su alma. Smee accede y todo cambia para bien pero cuando se acerca el termino de su contrato cae presa de la angustia. En ese momento la Virgen, San Jose y el Niño  aparecen de incógnito en su herrería y le piden auxilio para herrar  su montura a lo que Smee accede llevado de su buen corazón. Entonces revelan su identidad y le recompensan con tres deseos. Cuando llegan los demonios  los utiliza y logra escapar a su destino, aunque cuando muere de viejo acaba en un infierno del que incluso los demonios le expulsan.  Sin saber a dónde ir  intenta colarse en el Cielo pero San Pedro no se lo permite por pactar con el Diablo. Tras languidecer frente a sus puertas finalmente aparece su mujer que acaba de fallecer y esta apela a San José y consigue su admisión entre el regocijo de todos.
Podría reprochársele este compromiso pero conviene recordar que por entonces sus obras estaban desapareciendo de los escenarios dejándole sin ingresos, con el agravante añadido de que su puesto en la Academia de Música de Berlín estaba amenazado con la llegada al poder de los nazis debido a su origen judío.
Schreker escogió un libreto ajeno que le daba la oportunidad de hacer uso de todos sus recursos. Aunque lo cómico y desenfadado no eran su fuerte, se esforzó en crear melodías  pegadizas sacando provecho del gran abanico de situaciones escénicas: desde coros de niños a canciones que recuerdan al Klanzac hoffmaniano.
Pero junto a estos elementos ajenos también se manifiesta a ratos el Schreker metafísico descubridor de paraísos. El hecho de que el tercer acto transcurra en el más allá da pie a que el  gurú de los sonidos vuelva por última vez a encontrarse en su salsa. Los coros paradisíacos que se oyen de fondo durante los recitativos en las puertas del cielo se encuentran entre lo mas hechizador que nos ha legado la música. Por otro lado siempre que aparecen los demonios se transfigura el discurso musical hasta hacerlo caer en un cromatismo exacerbado que nos brinda una vez más momentos visionarios. El veterano decadente parece resucitar con la aparición de Astarte, la diablesa amante del demonio, doncella irresistible que seduce al herrero y lo lleva a su perdición. En marcado contraste también surge a ratos el Schreker frugal de las operas precedentes con instantes meditativos que trascienden el clima frívolo.  El trance en el que Smee decide quitarse la vida o la elegía fúnebre de su mujer cuando fallece son buenos ejemplos. Como alternativa resulta encantadora la atmósfera oriental que acompaña a la sagrada familia que se acercaría al mundo de Memon, y regocijante la fuga final sobre un tema derivado de una misa de Bruckner. Las marchas marciales del Diablo Cantor también aparecen al principio de la obra.

Se trata en definitiva de una obra extensa y rica en invención musical, fresca y alegre en espíritu, a ratos espectacular y con frecuencia deliciosa. Schreker se sintió satisfecho con lo que había creado y tenía confianza en un momento en el que no podía permitirse fallar. Pero la historia estaba en su contra. Aun con los nazis ya en el poder, se dio luz verde a su representación debido a que el montaje se hallaba muy avanzado en una época de penuria, siendo de hecho la única primicia que hubo en el Berlin de aquel año. La recepción fue positiva pero entre el publico había agitadores nazis que abuchearon al compositor, y tras unas pocas representaciones tuvo que ser retirada. Poco después el maestro perdería su trabajo, lo que sumado a la incertidumbre de su futuro produciría el desenlace fatal. Si Schreker hubiera vivido otros diez años habría añadido dos o tres operas a su catalogo, pero como suele ocurrir a menudo el mal que consume a los hombres no se lo permitió. Acaso llegue algún día en que podamos escuchar esas obras en vida no escritas en ese lugar sagrado al que su arte logró de manera prodigiosa prestar su voz.

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