Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

17 junio 2012

Del buen uso de la lentitud, Pierre Sansot


Hace once o doce años leí un libro que ahora quiero compartir en esta sección de mi blog dedicada a señalar, en la noche de la urgencia de estos tiempos voraces, lecturas que no deberían desaparecer consumidas por mediocres novedades que se sobreponen a veces a los verdaderos tesoros de la literatura.

Entonces, en el turbulento (más bien turburápido) cambio de Milenio, habían empezado a proliferar ciertos libros de autoayuda y lecturas sobre la serenidad como contraposición, supongo, a los apocalípticos augurios milenaristas (convertidos pronto en mileuristas).

De entre esos libros destacó uno que se convirtió en “best-seller”. Y como suelo decir, en “best-forgetter”. Mejor olvidarlo, vamos, un texto prescindible, plano como el encefalograma de demasiados politicastros. Ese libro era “El primer trago de cerveza” de un tal Philippe Delerm de cincuenta años entonces que tal vez intuía que hay una verdad más grande que los hombres, pero no llegaba siquiera a entreverla en la bruma simple de sus propios párrafos.

Sin embargo, en la misma colección de la Ed. Tusquets (“Los 5 sentidos”), a continuación se publicó un libro esplendoroso, imprescindible, estremecedor. Como es natural dados los signos de los tiempos que vivimos o nos viven, ese libro pasó sin pena ni gloria, sin alcanzar una sola de las listas de más vendidos en España.

El libro se titulaba “Del buen uso de la lentitud” y lo firmaba Pierre Sansot, que lo había escrito con setenta años a las espaldas, espaldas cargadas de iluminación, de sabiduría.

El libro se convirtió en uno de mis textos de cabecera y corazonera y pese a no ser yo digno en absoluto de hablar de él sin mancillarlo quiero recomendároslo con esa sensación de felicidad que deja en el espíritu de uno compartir con otros un hallazgo inmerecido.

Pierre Sansot me enseñó en un momento esencial de las tsunámicas tumultuosidades de mi existencia la necesidad siempre de conservar otra vida posible, compatible también, por qué no, con esa pasión de vivir vehementemente para conocer y comprender en la acción.

Este libro se convirtió para mí en el símbolo del alejamiento de lo terrenal, el símbolo de la contemplación, de la “emboscadura”, pero libre de esa cierta soberbia de otros grandes, magníficos textos (como el extraordinario aunque ciertamente elitista “La emboscadura” de Ernest Junger, por ejemplo).

Con “Del buen uso de la lentitud” comprendí la navegación que podía decidir surcar en mi porvenir sin renunciar a quien había creído ser en mis primeros cuarenta años de vida, cuando sabía, diagnóstico mediante, que como el Dante en su Divina Comedia, me encontraba ya más allá de la mitad del viaje de mi vida. ¿En una selva oscura? Poco importaba al fin eso…

El libro de Sansot se abría con una cita de Pascal: “Toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber estar inactivos dentro de una habitación”. Cuando un sabio que ha sabido desentrañar multitud de enigmas de la existencia y la verdad como Pascal, hombre de infatigable actividad, matemático, físico, filósofo y escritor, que murió a los 39 años y dejó innumerables legajos enciclopédicos, nos lanza tal admonición y sabemos no sólo que es sincera sino que no le sumió a él en la pereza y la molicie sino en una feracidad asombrosa de la que hemos salido beneficiados sus lectores, debemos aprender humildemente su magistral lección.

Pierre Sansot comenzaba su libro al fin reconociendo una de las graves (si no mortales) afecciones de nuestros tiempos: la velocidad, la urgencia. “Los seres lentos no tenían buena reputación”, decía.

Cuando leí aquella primera frase me acordé de alguien que había sido yo mismo. Yo había pasado el año 1992 trabajando en Angola, con una intensidad nada desdeñable pero a un ritmo tan humano que cuando regresé a España todo me daba vértigo. Todo y todos iban demasiado deprisa. O era yo el que iba demasiado lento y, literalmente, las gentes me empujaban por la calle  y me pitaban en las autopistas, aunque yo intentaba no molestar a nadie. Lo que les irritaba era, creo, mi placidez, mi insultante gozo del tiempo. De alguna tienda a la que había entrado a comprar me echaron con cajas destempladas porque les debía parecer el monstruo de la ineficiencia…

De repente Sansot, en la segunda página de su libro me decía “A mis ojos, la lentitud era sinónimo de ternura, de respeto, de la gracia de la que los hombres y los elementos a veces son capaces… Los árboles centenarios cumplían su destino siglo tras siglo y tal lentitud era semejante a la eternidad”.

Y yo, que también a través de Jacques Brel ya no creía en dios pero sí en la ternura, quedé inmediatamente enamorado de aquel escritor, de aquel libro que devoré con la parsimonia del que puede pensar que hace algo por última vez. Y fui subrayando sus párrafos casi hasta la extenuación.

Escribo esto ahora mientras atardece en el jardín, el sol se desliza entre las hojas de las glicinias y muy bajito suena “If” de Michael Nyman y hay una armonía integral que transporta mi espíritu a un lugar donde están todos mis yos sonriendo por fin en “la ebriedad de superarse”, que dice Sansot, para quien su “lentitud no es un rasgo de carácter, sino una elección vital”. Dicho esto por alguien que tenía setenta años y apenas le quedaban siete de vida no es cosa desdeñable. Y él bien lo sabía, pues desvelaba esto: “Con la edad, muchos apresuran el paso. Se dan cuenta de que hay muchas cosas que ver, muchos platos que probar, muchos países que visitar, muchas existencias con las que codearse. ¿Cómo se explica semejante bulimia?... Esperan descubrir por fin sus pasiones. El pensamiento de la muerte les incita a no dejarlo para más tarde… Por indolencia, y también porque me parece improbable agotarlo todo, y porque me fue posible encontrar la felicidad allí donde yo la situaba, manifiesto menos gula y prisa… Sé lo que alejó de todo esto: la palabrería, la mezquindad, y en el fondo, ‘las vanidades’… Pienso que lo esencial no se apresa. ¿Quién soy? ¿Quién fui? ¿En qué circunstancias he hecho daño a mis semejantes?... Como apenas salgo de mi casa, atribuyen mi inmovilidad al cansancio y a una falta de curiosidad… No sospechan que emprenderé otro viaje que me llevará hasta la infancia. Mi pasado aún no ha adquirido forma. Aún tengo que recorrerlo, acabarlo, vivirlo con unos colores más vivos…”

El libro continuaba, y no se recreaba en un mundo ensoñado, utópico. Hablaba de nuestra realidad, incluso de cómo esa creciente velocidad nuestra había hecho que en apenas cuarenta días las divisiones acorazadas nazis recorrieran y ocuparan su Francia. Hablaba del hombre común que es y puede ser cada cual, sin necesidades concretas, sin tesoros ocultos. Incluso dudaba de lo que afirmaba y polemizaba consigo mismo. Y eso que en toda circunstancia comprendía que “tendremos que reconquistar pasa a paso la dulzura de vivir y se largará cuando, bajo el peso del desaliento, hayamos renunciado a la lucha”.

Hacía además una reivindicación de la expresión artística como la actividad no sólo más elevada del ser humano sino la que precisamente le otorga tal nombre: “Escribir, pintar, bailar, componer obras musicales, no para comprobar el propio talento o para decir al mundo o para ayudar a los semejantes a dar un sentido a su vida, sino para tratar de acercarse a uno mismo y no ‘desperdiciarse’ durante toda una existencia… Hay que hacer continuamente más viva y más eficaz la acción cultural, porque la cultura y la democracia no podrían estar disociadas. Un hombre libre es un individuo que toma conciencia de las necesidades que pesan sobre él e intenta contrarrestarlas para desarrollarse. La alienación por el trabajo no es lo único que obstaculiza el destino de una persona o de un país. La persona puede ser desposeída de sí misma en lo que concierne a su palabra, sus deseos, por toda clase de confiscaciones, de manipulaciones, por una ideología difusa de la que hay que apartarse. La cultura no es un lujo, una diversión –como con frecuencia se repite-, sino una tarea para ser uno mismo y para que los otros se conviertan en ellos mismos. No es solamente un conjunto de bienes de los que dispondremos para nuestro mayor contento. Nos compromete en un proceso de creación, sea para inventar por nosotros mismos, sea para acoger, dando el último toque, a lo que se nos propone…”

El último de sus capítulos (tras reclamar incluso una ciudad diferente, un urbanismo moroso) se titulaba “Nacimiento del día”. Toda una declaración de intenciones para quien, insisto, sabía no tener ya por delante sino apenas unos breves años de vida. Y en ese capítulo se desbordaba para ofrecernos un testigo que atesorar en la morosa carrera de relevos que para él parecía ser la vida. Yo, al menos, así lo sentí y lo siento en mí. “Para mí vivir es una suerte que pienso preservar mientras pueda. Presentarme como un ser vivo frente a la muerte sería el más hermoso de los finales. Me maravillo de ser un vidente y de que, de esa forma, el universo se me aparezca en su visibilidad, de ser un individuo que siente y, por lo tanto, de no permanecer insensible, y de que, al gozar de cinco sentidos y tal vez de más, algunas cosas multipliquen sus ofrendas a través de todos los poros de mi ser. Me alegro de poder descifrar sin esfuerzo las emociones, las alegrías y las iras de mis semejantes, y si me he perdido en la lectura de sus gestos, el malentendido que trato entonces de disipar, más que angustiarme, me divierte… La infinita diversidad de los rostros me llena de alegría… Mañana nacerá un nuevo día. Mañana volveré a convertirme en un vidente. Acercaré mis manos a las cosas. Haré girar la rueda de las estaciones: primavera, verano, otoño, invierno, da igual. Acompañaré la luz hasta su desaparición y a la noche hasta su desgarro. Vestiré este mundo harapiento con un atuendo real, o más  bien, conociendo mis verdaderos impulsos, le arrebataré algunos andrajos”.

En fin, vaya aquí esto que es, con todo mi corazón, un regalo que os hago a todos cuantos no conocieseis este libro indispensable y tal vez ahora salgáis a buscarlo para edificar, continuar edificando, con él, la arquitectura de vuestra propia existencia.

Algunos dirán que estos textos míos son demasiado largos para un blog, que nadie tiene tiempo ya para leer tanto en los tiempos que vivimos. Que lo importante son los mensajes que se pueden resumir en un centenar de caracteres. Que la verdad está en twitter. Yo sé que se equivocan. Porque pierden, desperdician su existencia en la urgencia creyendo, precisamente, hacer lo contrario, imaginando aprovecharla más. Una quimera. Porque lo que tocan no es la vida real, intensa, llena de emoción, sino apenas el frío resumen de lo vicario, jamás de lo auténtico.

Pierre Sansot no tuvo jamás esa prisa, esa urgencia homicida o suicida, sino la lentitud clarividente y sabia de quien, siete años antes de morir, cerró su libro así: “Mañana volveré a valorar la suerte de estar vivo todavía”.

3 comentarios:

marmotarroja dijo...

Todo un elogio a la lentitud… pero hagamos también un hueco a la impaciencia:

“y mi espíritu, siempre asediado por el vértigo envidia de la nada la insensibilidad"

Anónimo dijo...

El buen uso de la lentitud, eso es, porque la lentitud por si mismo no es sinonimo de calma ni de felicidad, como algunos topicos faciles quieren hacer creer (Luis Manteiga Pousa)

Luis MP dijo...

La lentitud es buena...a veces. Cada día, cada momento, tiene su propio afán.