http://www.huffingtonpost.es/jorge-majfud/sin-azucar-conversaciones_b_10025878.html?utm_hp_ref=spain
Pensé entonces que cada vez
aparecen más testimonios de que todos conocían ya en su momento la persecución de los judíos por
doquier. Y muy concretamente en Alemania, en épocas muy tempranas del nazismo,
anteriores incluso al poder de Hitler.
Véase por ejemplo lo ocurrido con Franz
Schreker (1878-1934) compositor básicamente de óperas y director de orquesta
austriaco perseguido por su origen judío, por el nacionalsocialismo. Sus óperas
fueron prohibidas por los nazis como arte degenerado, cayendo en el olvido.

Juan Vicente Monte, extraordinario novelista (Cuarteto para
un concierto final, Ed. Evohé, http://www.edicionesevohe.com/products-page/evohe-narrativa/cuarteto-para-un-concierto-final-juan-vicente-monte)
ha escrito un delicioso ensayo sobre el autor: "Franz Schreker, perversión
y esteticismo para tiempos convulsos", que quiero compartir con vosotros:
Franz Schreker. Perversión y esteticismo para tiempos
convulsos
Juan Vicente Monte
Para el melómano inquieto que no se conforma con lo de
siempre la obra de Franz Schreker representa un hallazgo que destaca con su
poderosa presencia entre lo mas granado de la ópera en habla alemana del primer
tercio del siglo XX. Los conceptos de Simbolismo, Art Noveau, Decadentismo,
Esteticismo, Expresionismo, Impresionismo e incluso Verismo se funden en una
personalidad hipersensible orientada hacia la exploración de los mecanismos
internos del proceso creativo, hoja de ruta escasamente transitada en el
devenir musical. Sus óperas son monumentos misteriosos e inquietantes en los
que el arte se contempla a sí mismo, intentos titánicos de su creador para descubrir
las fuentes de su inspiración, estudios sobre la esencia enigmática y
evanescente de la belleza. La trama
dramática, a menudo hilvanada con una habilidad inaudita en múltiples planos de
acción simultanea, se ve arropada por una orquesta iridiscente cuyo oleaje
heredado de Wagner nunca se agota.
Schreker, mago supremo de la orquestación, rara vez igualado y jamás
superado a la hora de conjurar combinaciones de timbres, consigue con su paleta
interminable de colores no ya deleitar y encantar a los sentidos, al modo de
los impresionistas franceses, sino desvelar en nuestra realidad cotidiana la
presencia de paraísos que se nos revelan menos remotos de lo que pudiéramos
pensar. El compositor, gloriosamente iluminado por sus percepciones internas,
consigue dejarnos atisbar a través de su genio imágenes de esa parte de la
realidad que los exploradores indómitos de la física cuántica están empezando a
asignar como el meollo de lo que existe en contraposición al mundo sensitivo
que ahora se nos confirma la billonésima parte del iceberg.

La sensación que
produce escuchar por primera vez el preludio de
“Los Estigmatizados” es como
verse sentado, tras una dieta austera, a
la mesa de un restaurante de cocina de
autor, particularmente suculenta, frente a una variedad de platos deliciosos y
raros sugerentemente presentados para su degustación.
El gourmet bon
vivant inclinado a transitar repertorios extraños se encuentra para su deleite
con que todo es voluptuoso y adictivo. Los brillos y colores de una orquesta
embrujada le envuelven y trasladan a un mundo de percepciones casi
psicodélicas. La emoción que tan pronto le arrastra en un canto lirico, tejido
con la seda de las cuerdas divididas, le
deja suspendido después en un mundo numinoso, entre nubes de arpas y celestas,
repleto de presencias y visiones.
La temática de las operas, en la que la metafísica del arte
lo impregna todo, despierta aun más si cabe la curiosidad del oyente. Los
protagonistas son casi siempre creadores que buscan con sus artificios rasgar
el velo de la realidad y servir de puente entre el Cielo prometido y el ámbito
terrenal. Todos tienen vocación de mesías: quieren redimir a la humanidad a
fuerza de descubrirles la existencia de otros mundos que les ayuden a
reorientar sus instintos. Fritz en “El
sonido lejano” escucha, en un momento de
revelación, un “sonido fuera de la realidad” y decide que el objetivo de su
vida será apresarlo para ofrendárselo a los hombres buscando el éxito mundano.
En el proceso sacrificará a su amada y al final lo perderá todo pues cuando
encuentra lo que anhela solo le resta morir.
Schreker conjura aquí lo invisible con una imagen prolongada
y ascendente, desgranada por la celesta a modo de escalera de Jacob, que
conduce al oyente a lo más profundo del azul y le permite vislumbrar a lo lejos
una suerte de paraíso etéreo que intenta materializarse en la estratosfera.
Mientras ocurre los arpegios resuenan en nuestra psique como un inquietante
murmullo que trata de recordarnos algo que hemos olvidado en el amanecer de
nuestras vidas: algo de nuestra naturaleza que sabemos pero que a pesar de
tenerlo en la punta de la lengua siempre se nos muestra esquivo.
En “El mecanismo musical y la princesa”, el maestro Florian
crea un ingenio musical capaz de amplificar las cualidades más sutiles del
alma, unas potencias ocultas que pueden ser despertadas al interaccionar al
ponerlas en contacto con los niveles
superiores de conciencia. Sin embargo el
artilugio encantado no discrimina entre la bondad y lo oscuro, deficiencia que
acaba por arrastrar a los que lo escuchan a sus infiernos.
En “El diablo cantor”, opera inaugural de su último periodo,
el monje constructor de órganos Amandus intenta corregir la creación de su
padre y al hacerlo se topa con una hecatombe que ratifica el viejo dicho de que
el Averno está empedrado con buenas intenciones.
Schreker sabe que ese intento redentor esta condenad de
antemano al fracaso pues el corazón de los hombres es sordo a palabra de Dios,
de modo que el mesías no puede ni redimirse a sí mismo. El intento del artista
de salvar a sus hermanos a menudo enmascara el deseo de fama y poder, y esa
renuncia al amor le conduce a la ruina.
En el fondo es el reconocimiento de su fracaso a la hora de intentar alcanzar esa verdad escurridiza que se esconde tras
del velo de las apariencias aunque su derrota solo es parcial, pues no impide
que la audacia de su intento sea a ratos recompensada y nos permita vislumbrar,
aquí y allá, fragmentos del “otro lado”, lo que es un logro considerable.
Sus dramas se nos ofrecen envueltos en una crema de
hedonismo esteticista. Schreker, decadentista de raza, explota todas las
tácticas de la época del culto al placer y a lo artificioso. El sexo se asoma
con una perversidad nunca antes explorada. Lo inconsciente se abre paso con una
fuerza que hiere. La búsqueda insaciable de gratificaciones, que cobra la forma
de la liberación de los deseos reprimidos según la moda establecida por Freud y
alcanza un paroxismo sin igual. Orgías sexuales empapadas de sadismo se asocian
a instantes de belleza anonadante: acaso no haya en toda la historia de la
música momentos más hermosos que los que aquí se registran.
La música de Schreker es la música de los excesos, la
imaginación del autor se desborda sin cortapisas y lo inunda todo. El culto de
la belleza como diosa suprema resulta el más compulsivo de los vicios en los
que se precipita el decadente y es justamente en ese espacio en donde Schreker
se despacha a su gusto. En el tercer acto del
“El buscador de Tesoros”, mientras el juglar Elis espera a que su amada
se atilde con unas joyas negociadas a cambio de vidas humanas antes de
entregarle su virtud, la secuencia musical que expresa la expectación del
enamorado, con sus coros nocturnos debbusystas, puede encontrarse entre lo más hermoso
que jamás se haya compuesto en el mundo tardo tonal de inspiración tristanesca.
En Schreker sorprende la profusión y calidad de su
inspiración. Hay algo de Mahler, de Puccini, de Richard Strauss y de Wagner en
sus temas, sin que ello implique la carencia de un estilo personal fácilmente
identificable. En “El mecanismo de música y la Princesa”, la melodía con la que
el flautista trotamundos enamora y redime a la regia psicópata se encarama
sobre una espiral de lirismo cuyo clímax coincide con el de otro exultante
tema, correspondiente a otra parte de la acción, para generar una
explosión volcánica que no se puede
encontrar en ningún otro autor.
El intento de Schreker de desvelar los enigmas de la Belleza
como diosa trascendente le hace adoptar la actitud del amante experimentado que
retrasa cuanto puede el instante del éxtasis con el fin de alargar su
perspectiva. En alguna ocasión el arte del Schreker ha sido definido como el
“todavía no” o “aun no del todo”. Así
por ejemplo, en el sinuoso tema de Carlotta de “Los estigmatizados” nos
encontramos con que la música queda suspendida en un espasmo nervioso justo
antes de alcanzar clímax provocando que el oyente contenga la respiración
atrapado en un intervalo sin tiempo. El dúo amoroso que tiene lugar cuando
Fritz se encuentra con Greta en un lupanar veneciano en “El sonido lejano”
también se puede citar en ese sentido: las fases que conducen a la consumación
sufren por momentos una contención que provee de una cualidad implosiva a su
resolución.
La palabra lujuria acude enseguida a la mente cuando
queremos describir este universo sonoro. Solo un Austriaco mitad judío pudo
oponerse de tal manera al espíritu luterano de las brumas del norte, entregado
al desenfreno de una voluptuosidad ligada al impresionismo francés. Pocas veces
la naturaleza ha encontrado una voz más sensual que en la del arpa gigantesca,
entreverada de cantos de pájaros exóticos, que se le aparece a Frizt en el acto
final de “El sonido lejano”.
El joven Schreker, más católico que hebreo por educación,
conoció la pobreza en su infancia tras quedar huérfano de padre, y durante
algún tiempo tuvo que ganarse el pan como organista. Tal vez ahí se halle el
origen de ese poso de religiosidad que cobra en su complejísima obra un
propósito moral. El espíritu cristiano
de culto a la compasión siempre acaba emergiendo en sus obras. En
Christophorus, su opera taoísta tardía, el intento de hacer evolucionar su
lenguaje con el signo de los tiempos le conduce a un misticismo de corte
austero cercano al “Matias e pintor” de Hindemith o a “Palestrina” de
Pfiztner apoyándose en los versos de Lao
Tze.
Su desarrollo artístico y creativo se puede dividir en
tres etapas: la inicial de formación en
el que todavía no ha encontrado su lenguaje
y que culmina con la opera “Flammen”, el gran periodo central asociado a
su fama en Austria y Alemania, que va desde “El sonido lejano” de 1910 hasta el
estreno de “Irrelohe” en 1924, obra punto de inflexión, y el tramo final que
concluye con su muerte, acaecida en 1934, en el que el compositor lucha con su
lenguaje tras haber perdido el favor de la vanguardia.
Pese a que su drama medieval
Flammen, que emerge con el nuevo siglo, sea ya un debut notable debido a
una trama que atrapa desde el principio y a una música inspirada, la cierto es
que bebe del Wagner anterior al anillo, de Tanhausser y Lohengrin.
El “gran Schreker”
pertenece sin duda al segundo periodo. En un número corto de años ve la luz un
racimo de obras maestras cuya repercusión es inmensa, “El sonido lejano”
(1912), el ballet “El cumpleaños de la infanta” (1910), “El mecanismo musical y
la princesa” (1913), “Los estigmatizados” (1916), y “El buscatesoros” (1918)
constituyen su corpus.
“El sonido lejano” y “El cumpleaños de la infanta” son las
creaciones que le convierten de la noche a la mañana en el compositor de la
Secesión Vienesa. Con su aparición la fama y el dinero le toman por sorpresa
junto con el amor de Maria Binder, su joven y exuberante esposa. Todo con lo que sueñan los artistas bohemios
del XIX en la frialdad de sus buhardillas le llega de sopetón y en
abundancia. De repente el firmamento de
la ópera alemana ve elevarse otra estrella para formar un sistema doble con la
del divino Strauss. Resulta paradójico
que el fracaso y la miseria del autobiográfico Fritz del “Sonido lejano” sea el
grial que le conduzca a la consumación.
En esta opera se revelan desde el principio sus características de
madurez. El argumento, más bien verista, se localiza en la misma época del
autor a diferencia de lo de que ocurre en la mayoría de las operas del momento,
pese a que su trama naturalista se ve sobresaltada por la erupción de lo
fantástico. Sus hallazgos tímbricos y su modernidad resultan sensacionales. El
joven Berg, que colaboró en su producción, manifestó una admiración sin límites
por la obra. Toda la secuencia del Burdel Veneciano está construida sobre una
trama de coros sin palabras que crea una atmósfera irreal, como suspendida en
la niebla. Schreker es desde sus inicios también un magnifico compositor de
miniaturas y en mitad de esa escena emerge la canción de la corona inaugurando
una pauta que se repetirá en el futuro.
El ballet “El cumpleaños de la infanta”, basado en el relato
de Wilde, fue compuesto por encargo de los secesionistas y se representó con
enorme éxito en la exhibición de 1910.
La música, brillante e imaginativa, despliega un lirismo, penetrante y
conmovedor, en el que la piedad que inspira el protagonista ocupa el lugar
central. Junto con la “Leyenda de Jose” de Strauss supone la máxima aportación
de la nueva corriente a un genero escasamente transitado por la música germana.
Con “El mecanismo musical y la princesa” el éxito solo será
moderado debido a un farragoso libreto simbolista nacido de su propia mano. La
trama enrevesada de corrupción moral viene plasmada con un lenguaje esteticista
excesivamente artificioso más cercano a D´Anuzzio que a Hoffmansthal. Aquí se
manifiesta con especial truculencia el elemento decadentista encarnado en los
deseos morbosos de una princesa obsesionada por lubricas fantasías.
La música que adorna este delirio supera cualquier
descripción, aunque podría ser asociada a una caja de carísimos bombones
belgas. La partitura muestra influencias de Delius y Debussy, y aunque no pueda
ser calificada de impresionista es la más influida por el elemento galo. La
belleza sin límites de su discurso impresionó al joven Szymanovsky, y determinó
un estilo que culminaría con su “El rey Roger” de 1924. Musicalmente es quizás
su opera más compacta, la favorita de su autor, y en opinión del que subscribe
estas líneas la más disfrutable desde un punto de vista auditivo.
Su siguiente proyecto fue la “Música de la esferas”: una
ópera truncada en cuyo guión un fabricante de instrumentos intenta diseñar unas
campanas capaces de reflejar la palpitación íntima del universo, aunque lo
único que consigue es imitar sonidos de la naturaleza. Solo cuando le llega la
muerte puede escuchar esa música misteriosa que había buscado en vano. Tal vez
la reiteración de un argumento explorado en trabajos anteriores fue lo que hizo
que se quedará en proyecto, aunque la música que compuso acabo convirtiéndose,
magistralmente reelaborada, en su soberbia Sinfonía de Cámara, obra en la que
predomina un tema ascendente místico-esóterico hermano espiritual del motivo de
la celesta de “El sonido lejano”. La
genialidad en el manejo de los timbres logra sacar a un conjunto reducido una
sonoridad policroma que hace que no se eche en falta en ningún momento el
aparato orquestal.
“Los estigmatizados” de 1915 marcaría el apogeo de su
estilo. Opera más extensa que las anteriores, presenta una exuberancia en los
recursos sonoros y dramáticos que la acercan por momentos al kitch. Lo
decadente domina las situaciones más si cabe que en la opera anterior. Los
personajes principales presentan una psicología anómala y torturada. Carlotta,
pintora simbolista, reprime su
sensualidad por miedo a que su enfermedad cardiaca la haga sucumbir si se
entrega a Eros. Tamare, una representación genovesa del Don Juan, necesita
reafirmarse todo el rato seduciendo a mujeres y no puede soportar verse
rechazado cuando finalmente se enamora. Alviano, noble de intensa sensibilidad
artística y moral aunque feo y jorobado, construye con su fortuna una isla
artificial en la materializa sus sueños estéticos. En ella incluye una gruta
encantada en donde, sin su conocimiento,
sus amigos de la nobleza celebran orgias con muchachas burguesas
raptadas en un entorno lisérgico, una caverna de Venus a la que no se atreve a
acercarse por el estigma de su apariencia. Cuando sus destinos convergen no hay
catarsis sino muerte. Durante el tercer acto, que transcurre en la isla
“Eliseo”, la habilidad escénica de Schreker para el collage alcanza cotas
asombrosas. Al caer la noche los timbres de la orquesta se transfiguran en un entorno fantástico llenos de cantos de
sirenas que parecen provenir de las estrellas.
El estreno de esta ópera produjo un tremendo escándalo y
siguió ejerciendo una morbosa fascinación en lo públicos de habla alemana
durante la siguiente década. Su impacto fue de tal calibre que incluso después
de que pasara la “moda Schreker”, ya en la segunda mitad de los años 20,
seguirían apareciendo nuevas producciones debido a su peculiar magnetismo. El
mismo Schereker creyó que de toda su producción sería la que se asentara en el
repertorio por constituir uno de los pilares esenciales fr la “tragedia del
hombre feo”, tema que obsesiono a otros compositores con tendencias análogas
del mismo periodo. ¿Qué medio mejor para cantar la belleza que utilizar su
contraste más extremo? “Los ojos muertos” de D’Albert, “El enano” de Zemlinsky
, “Polifemo” de Cras y “Cyrano de Bergerac” de Alfano manejan protagonistas
marcados por una naturaleza que los ha vomitado al mundo con un físico
repulsivo, y configuran junto con la obra de Schreker un corpus muy especial,
de inusitada belleza, circunscrito a la sensibilidad de su tiempo.
A pesar del estatus mítico de la partitura anterior “El
Buscatesoros” sería su mayor éxito comercial. Estrenada tras acabar la primera
guerra mundial, nos muestra a un Schreker en plenitud de sus poderes creativos
que simplifica sus medios dramáticos y adelgaza la complejidad de su lenguaje
para acentuar la claridad expositiva de un discurrir que sigue inscrito en el
Jungstil y el Art Noveau. El autor elige un mundo medieval de reyes, juglares,
damas y bufones con el fin de exponer una historia, nuevamente inusual, en la
que la codicia por obtener la belleza (representada en este caso por las joyas
de la reina) acabara acarreando la desgracia de los protagonistas. En este caso
el trío lo forman el joven juglar Elis, la hermosísima dama Els, y el bufón de
la corte que acoge por amor a esta última cuando la desgracia la precipita en
el abismo. Aquí lo insólito viene
representado por el laúd mágico de Elis, que como ya ocurría en “El mecanismo
musical y la princesa”, actúa como caja de resonancia de los sentimientos
humanos, pudiendo emitir sonidos cuando esta cerca de objetos preciosos y
traicionando a quien los porta. En esta
opera se aprecia cierta estilización de los recursos sonoros que se concreta en
una mayor transparencia y economía de medios y que pese a ello no empaña los
niveles de expresividad. Cuando al comienzo del primer acto Els ofrece una copa
de vino en la taberna de su padre al sheriff que la pretende, la frase musical
que acompaña sus palabras, muy breve en el tiempo y que solo aparece en esta
ocasión, contiene una riqueza de matices armónicos que arroba con su penetrante
lirismo a el que la escucha, haciéndole que se sienta obligado a volver a ella
repetidas veces para intentar desentrañar su misterio. A lo largo de la obra se
prodigan canciones de factura diatónica y excelente calidad. Resulta
particularmente deslumbrante la escena nocturna amorosa entre Elis y Els, antes
mencionada, que habita con pleno derecho, por la calidad de su delirio, en el
segundo acto de Tristan.
Irrelohe, la sexta obra teatral del autor, se menciona como
el punto de inflexión de su buena estrella. Estrenada en 1924 ya aparece
“demode” para su tiempo, no tanto por el argumento, muy propio del cine
expresionista de aquellos años, como por su estética musical, que no por no
haber sido objeto de revisión aparece demasiado anclada en el post romanticismo
en contraposición a la objetividad astringente que por entonces se imponía.
Obra de transición, supone un intento fallido por parte del autor de hacer
evolucionar su lenguaje con unos contornos más ásperos y ciertos malabarismos
que afectan a la unidad de la obra y no terminan de convencer, de modo que hay
algunos momentos en los que da la sensación de que Schreker no sabe cómo
resolver las cosas,. Frente a pasajes logrados, aparecen otros en los que su
portentosa inspiración melódica se ve reprimida por un intento de ser
”moderno”. El argumento resulta tan
original como los otros que salieron de su pluma. Resulta paradójico que él, el
único operista importante que no usó una base literaria a la que servir con su música, y que utilizó
la materia sonora como sujeto metafísico al que arropar con la literatura,
resultase un magnifico libretista. Dopo la parole prima la música, fue con lo
que se quedó, y tal vez fue precisamente ese surgir en primer lugar de la idea
musical, intensamente inspirada, lo que impregnó de tanta originalidad y
soltura a sus narraciones.
La historia, ambientada en el siglo XVIII, trata de una
villa dominada por un castillo en el que los nobles que lo habitan, como
expiación de un pecado ancestral, enloquecen cada generación y raptan y violan
a jóvenes casaderas del pueblo llano. Al
comienzo de la acción conocemos a Lola,
una victima de los abusos señoriales en su edad madura, y a Peter, el hijo sin
padre resultante que empieza a sospechar sus orígenes. Eva, su novia, le comunica que ha decidido
abandonarle por el joven conde Heinrich del que se ha enamorado para su
desesperación. Peter, que es el hermano
bastardo de Heinrich, ha heredado la demencia de su padre e intenta impedir la
boda y perece en el intento, al tiempo que Irrelohe es incendiado por un grupo
de pirómanos, capitaneado por el antiguo novio de Lola, que así consuma su
venganza. La destrucción del castillo es presentada como un hecho redentor al
estilo del Ocaso wagneriano que transfigura a la pareja de amantes.
El preludio y los
interludios orquestales, muy característicos de su autor, son más extensos de
lo habitual y no pueden menos que seducirnos por su aura hiper romántica. El
primer acto mantiene un elevado nivel de inspiración típico de la estética
schrekiana: las cuerdas acompañan a los diálogos con un vuelo esteticista de
alta factura que recuerda a La caja de música y la princesa, siendo el breve
interludio que precede a la entrada de Eva uno de los momento más hermosos de
la obra del autor; mientras que la aparición de los pirómanos va asociada
un motivo tímbrico-flameante asociado al
fuego de resonancias wagnerianas. El segundo acto comienza con otro soberbio
preludio, pero cuando en su segunda parte comienza el dúo amoroso entre Eva y
Heinrich, Schreker repliega velas y trata de crear algo más mesurado con el
resultado de una perdida de tensión musical. A menudo se cita la parte final de
este duo como un prodigio técnico al estar basado en un doble canon. Esta
exaltación de la forma pone de manifiesto que esta página no alcanza las cimas
de arrobamiento que alcanzan las
secuencias análogas de sus operas precedentes.
El último acto se mantiene dentro de la misma tónica
desigual: si bien la resolución dramática resulta convincente no se deja de
tener la sensación de haberse quedado a medias, de haber degustado a un
Schreker aguado. Las expectativas se quedan, frente al éxtasis de otras ocasiones,
en un lirismo timorato de recuelo que es incapaz de saciar. Es como si el autor
hubiera ido perdiendo la convicción a medida que progresaba debido al afán de
hallar otras vías. Una bonita página coral muy tradicional lo adorna, a modo de
pegote, aumentando aun más la sensación de extrañeza.
La opera siguiente de su catalogo, y con la que se inaugura
el periodo final, “El diablo cantor”, nos muestra un ejercicio de austeridad
más acentuado que no consigue enmascarar
la mano de su creador ni en lo temático ni en lo musical. La opera fue
compuesta cuando ya había empezado Cristophorus, el trabajo más experimental de
su discurrir, y comparte con él algunas atmósferas meditativas aunque en el
caso que nos ocupa los materiales sean más bien arcaizantes.
Tras haber alcanzado un callejón sin salida al final de
Irrelohe, el Schreker del “El diablo
cantor” desea acercarse a la nueva corriente de objetividad a fuerza de
reprimir sus medios tímbricos y dramáticos.
Mientras que en los momentos más sublimes parece contemplar las
meditaciones luminosas de Palestrina de Pfitzner, en una profundización del
espíritu a través de una serenidad transfigurada por un baño de oro, abundan,
por el contrario, las marchas violentas con ritmos de tono angustioso, en
concordancia con el clima tenso en el que se desarrolla la acción. El resultado
es sorprendentemente original creando un mundo sonoro propio que a duras penas
puede reprimir una exuberancia orquestal que emerge en determinados momentos
bien de forma dramático-explosiva, como en la escena de la masacre, o
mágico-maravillosa como en el ultraterreno final.
Esta será la última vez en la que Schreker convierta a la
música en la protagonista del drama, usando en
este caso un órgano que actúa como la caja musical de su opera de 1913.
El monje artesano Amandus pretende redimir al mundo mediante la reconstrucción
de un instrumento mágico capaz de captar y transmitir el aura divina de forma
que transforme el alma de quienes lo escuchen. Sin embargo el instrumento tiene
sus propias ideas y empieza a emitir
sonidos discordantes durante una eucaristía que desatan la violencia entre
monjes y paganos. Lylian, que encabeza la facción pagana y tiene vinculaciones
sentimentales con Amandus, se inmola con el órgano y este al ser destruido emite
sonidos celestiales. El resultado vuelve a ser pues, una vez más, sórdido y
apocalíptico al carecer de moral la
música y ser igualmente capaz tanto de elevar a las almas como de desencadenar
el horror. De nuevo se hace un repaso a la impotencia de los bienintencionados
frente al mal que impregna las acciones humanas y que parece consustancial con
su genética. Las escenas de masas asociadas a marchas marciales crean un clima
desasosegador y oprimente que ocasionalmente se ve interrumpido por las visiones
celestiales de Amandus. Solo el final resuelve el conflicto con una
contemplación esplendorosa del más allá que nos transmite la agonizante Lylian
mientras el protagonista se apaga desolado.
Se trata en definitiva de una opera inspirada y fascinadora, distinta de
lo que habíamos escuchado y que merecería salir del ostracismo en la que
permanece dentro de la obra de su autor. Al Igual que Irrelohe pasó por los escenarios con más pena que
gloria y fue retirada tras pocas representaciones: el tiempo de Schreker ya
había pasado.
Es durante este periodo de afinamiento de su lenguaje cuando
Schreker compone un extenso lieder orquestal para soprano titulado “De la vida
eterna” basado en las Hojas de Hierba de Walt Whitman que muchos consideran lo
mejor que saliera de su pluma. El milagroso equilibrio entre la semántica del
texto y la expresividad exquisitamente austera de una música que
paradójicamente no renuncia en ningún momento a las sensualidades tímbricas,
crea un clima de misticismo abismal que hace que la obra parezca más extensa de
lo que es en realidad, constituyendo una de las piezas más densas jamás
compuestas y perteneciendo por derecho propio a esa élite de raras partituras
de escasa duración y prodigioso contenido como el preludio de la opera Aedipo
de Enescu o El Bardo de Sibelius, dentro de la órbita más inspirada del
Zemlinsky operista.
Su parcela liederistica no resulta despreciable aunque es
más característica del periodo juvenil. Hay que resaltar un ciclo de cinco
canciones conocido como Fünf Gesänge escrito para piano y voz de mezzo soprano
de la época del Sonido Lejano orquestado de una forma magistral, evanescente y
sutil, diez años después. Basadas en textos de distintas fuentes estas
miniaturas expresan de la forma más embriagadora el deseo inalcanzable del
eterno femenino, bebiendo de la tradición de los Wesendock lieder. El último de
ellos titulado Llegara el día en el que me darás la felicidad que me pertenece,
sobre versos de Ronsperger, resulta estremecedor por un tono extático y a la
vez sensual que no parece de este mundo, y anticipa con su delirio crepuscular
el último lieder del Strauss bávaro.
“Christophorus o la visión de una opera” de 1927 marca la
cima del último periodo y supone uno de sus mayores logros artísticos y espirituales
que no llegará a ver representado en vida. La originalidad paradigmática de los
libretos anteriores palidece ante la historia que se nos propone. Un maestro de
música pide a sus alumnos, como un ejercicio de composición, escribir un cuarteto de cuerdas basado en la
leyenda de San Cristóbal. Anselmo, uno de los más dotados y enamorado de su
hija que no le corresponde, se rebela y decide en secreto componer una ópera, y
a partir de ese momento la trama pasa a un segundo nivel de ficción apoyado en
el proceso creativo del protagonista. Este empieza a elaborar un libreto
tratando de vengarse del desprecio de su amada y de los otros compositores con
más talento. En su imaginación Cristóbal, el envidiado en la vida real por
Anselmo, es un compañero aclamado por la crítica que se casa con la
hija del maestro. El despecho de Anselmo hace que la joven sea frívola y
egoísta y acabe engañando a su esposo con él incluyéndose como un personaje más
en la acción. Como resultado, Cristóbal, el noble de corazón, el genio, la
asesina en un arrebato de celos tras sorprenderlos en el acto carnal dejando a
su hijo huérfano y convirtiéndose en
fugitivo de la ley.
Llegados a este punto sucede algo fantasmagórico: los
personajes de la opera adquieren voluntad propia y su creador pasa a
convertirse en un mero espectador. La consecuencia es que los acontecimientos
no conducen al final punitivo que había maquinado Anselmo sino que conmovido
por la bondad de Cristóbal le acompaña como protector a su exilio en tugurio
parisino en el que ambos se entregan a todo tipo de vicios mientras actúan en
una orquesta de jazz. Experimentan con drogas y espiritismo, y cuando todo hace
creer que las cosas van a terminar mal se produce un nuevo giro que deja
helado a Anselmo, quien privado de control sobre su obra, contempla el final
perplejo como si despertara de un sueño: el niño huérfano de madre de Cristóbal
aparece en el cabaret como un músico mendigo acompañado de su abuelo, su
antiguo maestro, pidiendo limosna. El pequeño, alegoría del niño Jesús, hace
que Cristóbal se conmueva arrebatado por un deseo de expiación, y encuentre la
salvación remedando al santo de la antigua Roma. Cuando Cristóbal se reúne con
su hijo un descarnado interludio orquestal precede a un emocionado recitativo de
textos del Tao Te Ching ejecutado por una voz fuera de escena; y es en esos
compases cuando la música despega a alturas gloriosas de enorme significación
espiritual hasta constituirse en el testimonio de la religiosidad de su autor.
Al final de esa escena el Anselmo contempla angustiado como Cristóbal se aleja
caminando dándole la espalda, con el niño cogido de la mano, hacia una
eternidad que a él le está vedada. Al regresar a la realidad tras su trance
creativo se encuentra con que su visión ha sido un viaje iniciático que le ha
transformado, y es solo a partir de entonces cuando comienza a componer el cuarteto de cuerdas
bajo la paternal vigilancia de su maestro.
La música en esta ópera alcanza una economía
de medios sorprendente. Las pausas y los silencios se convierten en elementos
del discurso musical y la orquesta se disgrega en efectos camerísticos que con
frecuencia se contraen a solos instrumentales. La maestría de Schreker conduce
a una increíble intensificación de la
expresividad asociada a este proceso, de manera que todos los sonidos resultan
relevantes en su articulación y comentan admirablemente la acción psicológica
que acompañan. Solo en contados momentos la opulenta orquesta del pasado parece querer emerger y cuando eso
sucede sorprende por el contraste. Valga como ejemplo el momento que precede al
coito entre Anselmo y la hija del maestro que se nos muestra por bañado en una mágica voluptuosidad de colores
mientras que la escena del cabaret posee una aura orquestal como si
perteneciera a un mundo que poco tiene que ver con el resto de la opera.
Y así llegamos a la que sería su última obra para el teatro
ya que su siguiente opera, Memon
quedaría solo en un proyecto a causa de su muerte prematura provocada
por un infarto a los 56 años de edad. La
calidad de la música que nos ha llegado de este en la forma de una obertura
sinfónica nos permite adivinar lo que hubiera sido una obra suntuosa ambientada
en el antiguo Egipto más propia del estilo central y nunca lamentaremos lo
suficiente que no la llegara a componer. Su última ópera completa fue estrenada en 1932 con el titulo de El
Herrero de Gante y, pese a suponer un
intento de buscar el éxito por razones pecuniarias, hay que
congratularse de su concepción. El Schreker taciturno y prematuramente
envejecido al saberse en discordancia con los tiempos, que miraba
retrospectivamente sus éxitos como reliquias, decide componer, tras sus últimos
fracasos, una obra exuberante con todos los ingredientes para llenar los
teatros. Sin abandonar del todo los hallazgos expresivos de las últimas operas
intenta crear una folk opera en la
estela del bombazo de taquilla de la época: el
Swanda el gaitero de Jaromir Weinberg, imitando con descaro la formula
que el checo: una modernidad tímbrica y cromática y un metodismo pegadizo
repleto de elementos tradicionales. Para agradar el gusto del público elige un
cuento de hadas, basado en el Flandes ocupado por los españoles, que narra las
vicisitudes de Smee, un herrero que vive bajo su yugo. Smee es denunciado por
un competidor al haber participado en la resistencia y tras perder su negocio
decide quitarse la vida, momento en el que se le aparecen unos servidores del
Diablo que le ofrecen siete años de fortuna a cambio de su alma. Smee accede y
todo cambia para bien pero cuando se acerca el termino de su contrato cae presa
de la angustia. En ese momento la Virgen, San Jose y el Niño aparecen de incógnito en su herrería y le
piden auxilio para herrar su montura a
lo que Smee accede llevado de su buen corazón. Entonces revelan su identidad y
le recompensan con tres deseos. Cuando llegan los demonios los utiliza y logra escapar a su destino,
aunque cuando muere de viejo acaba en un infierno del que incluso los demonios
le expulsan. Sin saber a dónde ir intenta colarse en el Cielo pero San Pedro no
se lo permite por pactar con el Diablo. Tras languidecer frente a sus puertas
finalmente aparece su mujer que acaba de fallecer y esta apela a San José y
consigue su admisión entre el regocijo de todos.
Podría reprochársele este compromiso pero conviene recordar
que por entonces sus obras estaban desapareciendo de los escenarios dejándole
sin ingresos, con el agravante añadido de que su puesto en la Academia de
Música de Berlín estaba amenazado con la llegada al poder de los nazis debido a
su origen judío.
Schreker escogió un libreto ajeno que le daba la oportunidad
de hacer uso de todos sus recursos. Aunque lo cómico y desenfadado no eran su
fuerte, se esforzó en crear melodías
pegadizas sacando provecho del gran abanico de situaciones escénicas:
desde coros de niños a canciones que recuerdan al Klanzac hoffmaniano.
Pero junto a estos elementos ajenos también se manifiesta a
ratos el Schreker metafísico descubridor de paraísos. El hecho de que el tercer
acto transcurra en el más allá da pie a que el
gurú de los sonidos vuelva por última vez a encontrarse en su salsa. Los
coros paradisíacos que se oyen de fondo durante los recitativos en las puertas
del cielo se encuentran entre lo mas hechizador que nos ha legado la música.
Por otro lado siempre que aparecen los demonios se transfigura el discurso
musical hasta hacerlo caer en un cromatismo exacerbado que nos brinda una vez
más momentos visionarios. El veterano decadente parece resucitar con la
aparición de Astarte, la diablesa amante del demonio, doncella irresistible que
seduce al herrero y lo lleva a su perdición. En marcado contraste también surge
a ratos el Schreker frugal de las operas precedentes con instantes meditativos
que trascienden el clima frívolo. El
trance en el que Smee decide quitarse la vida o la elegía fúnebre de su mujer
cuando fallece son buenos ejemplos. Como alternativa resulta encantadora la
atmósfera oriental que acompaña a la sagrada familia que se acercaría al mundo
de Memon, y regocijante la fuga final sobre un tema derivado de una misa de
Bruckner. Las marchas marciales del Diablo Cantor también aparecen al principio
de la obra.
Se trata en definitiva de una obra extensa y rica en
invención musical, fresca y alegre en espíritu, a ratos espectacular y con
frecuencia deliciosa. Schreker se sintió satisfecho con lo que había creado y
tenía confianza en un momento en el que no podía permitirse fallar. Pero la
historia estaba en su contra. Aun con los nazis ya en el poder, se dio luz
verde a su representación debido a que el montaje se hallaba muy avanzado en
una época de penuria, siendo de hecho la única primicia que hubo en el Berlin
de aquel año. La recepción fue positiva pero entre el publico había agitadores
nazis que abuchearon al compositor, y tras unas pocas representaciones tuvo que
ser retirada. Poco después el maestro perdería su trabajo, lo que sumado a la
incertidumbre de su futuro produciría el desenlace fatal. Si Schreker hubiera
vivido otros diez años habría añadido dos o tres operas a su catalogo, pero
como suele ocurrir a menudo el mal que consume a los hombres no se lo permitió.
Acaso llegue algún día en que podamos escuchar esas obras en vida no escritas
en ese lugar sagrado al que su arte logró de manera prodigiosa prestar su voz.
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