Acabo de merendarme con fruición, literalmente de una
sentada, uno de los textos más lúcidos que he leído sobre el arte de la poesía.
Y de la vida. Lo más sorprendente, tal vez, es que (perdón por la boutade) su
autor es un extraordinario poeta, Alberto Cubero. Su libro “Qué entendemos por entender la poesía” (Escolar y mayo editores)
tiene un título carveriano (Raymond) pero, mejor que eso, tiene un contenido
bergeriano (John), a la altura de ese sideral vuelo de “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos”.
Por empezar por las dos principales pegas del ensayo de
Cubero, aunque parezcan un oxímoron son, por un lado que es demasiado corto y
uno querría devorar otras cien páginas; por otro lado que no es libro que se
pueda comprar sin más uno, pues hay que hacerlo adquiriendo al menos dos
bolígrafos. De tanto subrayar sus hallazgos y sabidurías consumiréis la tinta
que le echéis.
Y ahora vayamos a sus aciertos: que lo son todos. Así, el
libro es tan magnífico que hasta su prólogo, eso demasiado a menudo prescindible
al principio de un libro, es en este caso esencial. Lo firma Antonio Méndez
Rubio. Impagable.
Del texto en sí de Alberto Cubero me parecería presuntuoso
decir nada pretendiendo acotar sus palabras, pues son cardinales. No sólo
respecto al hecho poético sino respecto al ser enfrentado a su propia
conciencia de hombre, a la psique y el uso del lenguaje, o respecto a la
posición, ética o antiética, que adoptamos ante la realidad. “Un poema que se
precie de serlo trata de todo y de nada. Ahonda en la condición humana, en la
existencia, en su misterio, en las conexiones entre el sujeto y su interior y
entre el sujeto y lo que le rodea…”, nos ilumina Alberto Cubero.
Por ello este ensayo, con mis comentarios, sólo perdería la
fuerza, alcance e fluorescencia que porta en sí mismo. Baste saber que sus
capítulos son, por ejemplo “La banalización de la poesía”, “El miedo y la
pereza de espíritu”…

“… Una carrera en pos de quimeras que prometen la conquista
del absoluto, un intento de escape del vacío, la falacia de rellenarlo con la
acumulación material… Sólo un sujeto lastrado de carencias espirituales
necesita sentirse poderoso para ser ‘respetado’ y para, de esta manera,
establecer un ilusorio equilibrio en su vida… Solo desde la enfermedad puedo
explicarme que alguien renuncie al encuentro con los otros, con el mundo, para
caminar por la tela de araña de la acumulación material… Perdido en una vida
sin conexión con lo humano, un objeto más entre todos aquellos que apiló y que
acabaron destruyéndolo…”.
“Cuando se afronta la escritura del poema, el poeta no sabe
con certeza qué está escribiendo. Se trata de un proceso cuántico,
aproximativo, de carácter, en buena medida inconsciente… El poeta es abordado…
Lo inefable continúa siendo inefable y solo podemos circundar sus bordes. Se
puede decir, así, que la tarea del poeta es una derrota: siempre habrá una
fractura entre el pálpito, la imagen, la idea, y la palabra que intenta hacerse
cargo de ellos… Lo único que podemos afirmar es que hemos escrito una de las infinitas
posibilidades que nos brindaba el lenguaje…” (Lo dijo Pessoa: "Todo cuanto
hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos
pensado hacer... Todo esfuerzo, cualquiera que sea el fin hacia el que tienda,
sufre, al manifestarse, los desvíos que la vida le impone; se convierte en otro
esfuerzo, sirve a otros fines, consuma u veces exactamente lo contrario de lo
que se pretendía... Lo que pensamos y sentimos es siempre una
traducción").
Sigue Cubero: “… difícilmente se conseguirá que el poema
logre aproximarse, siquiera mínimamente, a la cuestión de lo inefable partiendo
de estructuras previas que respondan a parámetros de razonamiento. Surgirá
entonces un lenguaje plano, sin violentación de la palabra, un lenguaje que no
constituirá una realidad en sí mismo, sino que será representación de la
realidad, de lo ya sabido, y que no abrirá nuevos paisajes emocionales…”. (“Hay
escritores –dijo Cortázar- que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a
usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo
escriben, generalmente es un mal libro”). “… La mal llamada poesía de la experiencia…
habría que denominarla poesía del acontecimiento. De lo que acontece en el
afuera, en eso que llamamos realidad y que no es única: hay tantas realidades
como sujetos… La experiencia, como nos enseña María Zambrano, se produce en las
profundidades del sujeto…”.
“Es el lector quien hace suyo el poema y no el texto el que
hace suyo al lector… El poema no es lo que aparece escrito en el papel, sino el
rastro que deja en nosotros. El poema es una huella. Una marca que en cada
sujeto quedará impregnada de manera distinta…”, nos recuerda, certero, nuestro
autor, sabedor de que la verdadera literatura exige esfuerzo al lector y que
por eso, tal vez, en esta sociedad de lo inmediato y el facilismo, la poesía es
algo a lo que los apresurados no se
atreven.
No os robo más tiempo para que podáis salir a buscar este
indispensable texto y cincelároslo en el impulso poético cada uno de vosotros.
No sin antes trascribiros la final admonición de Alberto Cubero: “No tenga
miedo. Sea valiente… La poesía no es un lugar donde van a parar los cobardes…
El poema es uno de los caminos más interesantes y hermosos para abordar el
conocimiento de uno mismo. Del mundo. Para que aflore lo no sabido. El
misterio… Lea usted poesía, déjese fluir”.