Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

25 agosto 2018

Memoria (histórica) de poetas olvidados


Gentes hubo ya entonces, hace cuarenta años, que se rebelaron contra una Transición en la que unos ponían el olvido y otros la impunidad. También los hubo que se plegaron, y con razón, ante la damocles amenaza del muy hispano espadón golpista.
Al final, la Transición la decidieron los muchos que salían ganando con que se mirara hacia otro lado y allí nos las den todas: venga la reconversión industrial a redimirnos, temamos más a la inflación que a los muertos de hace decenios. Amén.
Los defraudados, generosamente, aceptaron esa “Tra(ns)ición”, sabedores de que su voz de ciudadanos agotados en la discriminación y la persecución, esa voz suya doliente, a tan poco volumen ya llegaba que apenas ellos la escuchaban.
Entre los que se negaron a aceptar el olvido de los muertos, no solo los de las cunetas sino de los que perdieron su vida civil, recuerdo hoy a la poeta Ángela Figuera Aymerich (1902-1984). Fue, para empezar, una de las primeras mujeres en la peculiar historia de España en conseguir el título de bachiller. Y en 1933 superó las oposiciones de catedrática de Lengua y Literatura para Institutos de Segunda Enseñanza. Pero ignoraba ella entonces que este título, como el de tantos otros perdedores de la Guerra Incivil, estaba al albur de las vesanias de los golpistas. Al finalizar la guerra, como represalia por haber permanecido fiel a la II República, perdió su plaza y su título universitario; al igual que el resto de la familia, quedó literalmente en la calle, sin trabajo ni bienes. A unos se los mataba de un tiro en el paredón o la cuneta y se acabó. A otros, con refinada mezquindad, se les daba muerte civil día tras día durante incontables años.
Así, creo que hoy, personas como la poeta Ángela Figuera Aymerich se merecen, aunque sea tardía, la satisfacción moral de que el tirano sea desenterrado y sepultado en un lugar a la ridícula altura de su propia persona. Y si la familia de Franco decidiera no hacerse cargo de sus despojos, tal vez no sería mal osario echarlos en cualquiera de las fosas comunes de tantos pueblos como hubo y hay. Aunque por respeto a los allí fusilados mejor sería naufragarlos al oscuro fondo de alguno de sus muchos pantanos.

Miedo
“También yo tendría miedo de los ángeles.
Son demasiado puros para mí”.
(Ernst Wiechert)
        
Señor, guarda tus ángeles contigo.
Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin sed que saben tu palabra.
Sus ojos que no lloran son atroces.
En sus cándidas manos
llevan cálices, palmas, incensarios, coronas,
pavorosas espadas con el filo candente.

Me dan miedo tus ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de pureza. Crueles de hermosura.
Impávidos, ungidos por suavísima sangre.
Sus alas sobre todo, sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me soldaste los pies a esta montaña,
de cómo me dan miedo sus alas poderosas?
Y Tú, que me humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo me espantan sus frentes inmortales?

Te alabo por tus ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos contigo. Son tus pájaros, cantan
en tu oído el hosanna de la dicha perfecta.
Te rodean y giran decorando tu gloria.
Movilizan la brisa que perfuma tu trono.
Pero Tú solo puedes contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú disciplinas sus magníficas huestes.

Me dan miedo tus ángeles. Si yo encontrara alguno,
Si un día, al despertarme,
lo viera intacto y fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne castigada, llorosa podredumbre,
pecado repetido hacia la muerte,
tendría que clavarme las uñas en los ojos.

Belleza cruel

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reír al sol sin que me asombre
que este existir de balde, sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el mido al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asusta verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.
Porque es lo cierto que empecé cantando
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.

Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas, y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.

Si no has muerto un instante
“Todas las mañanas al alba
mi corazón es fusilado en Grecia”
(Nazim Hikmet)

Si no has de permitir que tu corazón tierno
trabaje un cupo diario de horas extraordinarias
para sentirse fusilado en Grecia;
si tu pulida frente no llega a golpearse
contra el hierro y la roca
de una cárcel distante de mil o dos mil kilómetros;
si no has caído nunca con la nuca partida
por las balas que silban en algún rincón de Asia;
si no has notado nunca que se hielan tus huesos
porque los fugitivos duermen en las cunetas;
si no dejas a veces que tu estómago aúlle
porque a orillas del Ganges no hay arroz para todos;
si no has sentido nunca tus manos desolladas
cuando un hombre concluye su jornada en la mina;
si no has agonizado cualquier noche sin sueño
en la sala de un blanco pabellón de incurables;
si tus ojos no crecen
hasta los cuatro puntos de la tierra
para encontrar las vetas del dolor escondido
y aumentar los caudales represados del llanto,
si no has muerto tú mismo solamente un instante,
una vez tan siquiera, porque sí, porque nada,
porque todo, por eso: porque el hombre se muere,
entonces no prosigas. Al hoyo y acabado.

El cielo

Colegas queridísimos, estetas defensores
del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos al cielo en primavera
porque es azul y estala de gracia y poesía,
amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados
de sólidas razones. Seguir vuestro camino
acaso lograría salvarme de estas cosas.
De tantos anatemas comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero, amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?
¿Y sigue siendo alegre sobre el llanto?
¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.
Con versos bien rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi puesto asegurado
en las Antologías del Arte más conspicuo.
Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.
Porque no puede verse vuestro cielo perfecto
desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con la espalda doblada.
Ni se goza su lumbre con la nuca partida.
No puede verse el cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza tanteando en las simas
de las cuencas mineras,
ni podemos mirarlo retirando las redes
con la sal en los ojos.
No es posible encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del tirano sangriento,
ni se encuentra en las togas de los negros fiscales
ni en el frío destello de los sables de gala
en los bellos desfiles,
ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces
por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,
desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas con los bancos helados,
desde tantos lugares con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más honde del infiernos más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados
por las líricas nubes.

Poemas del libro “Belleza cruel”, de 1958, publicado en México para driblar a la censura franquista, con prólogo del indispensable León Felipe.
Sesenta años han trascurrido pero la voz de Ángela Figuera Aymerich resuena con contundente y estremecedora actualidad. Cuántos poetas hoy deberíamos tomar el testigo de la denuncia de la humana injusticia con la contundencia poética de esta indispensable escritora hoy apenas celebrada en el olvido…

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