Un buen amigo de Tokyo (Alex de Laiglesia) me dejó hace unos días el libro “Ángeles de neón. Fin de siglo en Madrid (1981-2001)” (Espasa Calpe). No me gusta que me presten libros. Por un lado porque, cuando son buenos, me entran ganas de no devolverlos y eso está muy feo. Y por otro, y más principal, porque no sé leer un libro sin mancillarlo convenientemente con mis ubicuos subrayados e incluso apostillas (cosa que siempre me recrimina, y con razón, el bueno de Luis Alberto de Cuenca).
El caso es que acepté el préstamo por no desagraviar una amistad
naciente y por la evidente dificultad de tener acceso a él en Japón. Siendo el libro
de un patrio compañero de generación o aledaños, por supuesto empecé a leerlo
con la pereza, hastío e inquina del escritor muy fracasado que jamás ha
publicado en una editorial como Espasa, entregado acaso solo al onanista y
sospechoso placer de autopublicar mis insensateces apenas para la veintena de
amigos que conservo.
Pero ya en casa, no sé muy bien por qué, en apenas dos
párrafos, esos “Ángeles de Neón” me atraparon. No pude dejar sus páginas,
increíblemente bien escritas (deliciosas frases de relativo más allá del
sujeto+verbo+predicado simplón de nuestros instagrámicos días), hasta empaparme
de él, llegando demasiado rápido a su última página y con deseos de volver a
disfrutarlo más demoradamente. Algo contrario a mi naturaleza de letrófago.
El libro es extraordinario y de lo muy poco que ha
conseguido mantenerme despierto en mis apneas del covid persistente que me
atormenta. Crónica despiadada (hasta consigo mismo) y piadosa a un mismo
tiempo, llena de humor y de ironía, a veces hiriente, pero nunca ensañada. Rebosante
del certero desenmascaramiento de mediocres y a la vez sabiendo ensalzar a quienes
han sido agraciados no solo por el talento sino por la capacidad de trabajarlo.
Retrato de grandezas y miserias cargado de una indisimulable ternura, que nos
muestra el camino de descenso, más bien de desplome, a los infiernos de la
vulgaridad de la sociedad de aquellos ciudadanos que ya podemos (privilegio
desconcertante) montar en tren con el descuento de la tarjeta Dorada. Que es lo
mismo que decir el camino de la decadencia al completo de todo aquel país
prometedor convertido al fin, una mitad en una inmensa agencia de calificación
crediticia, y la otra mitad en una casposa agencia inmobiliaria. Todo eso
además azotado por reguetones y otras venganzas satánicas.
En fin, da igual que alguien joven desconozca a unos cuantos
o muchos (principalmente los de la crónica de los años 80), de los personajes
que salen en este imprescindible libro, aunque otros pervivan en la cúspide de
la fama (Almodóvar, Penélope Cruz, Nacho Cano…) y sean por tanto identificables
por las nuevas huestes. Pero nada importa que no se sepa quiénes son unos u otros,
pues los tipos humanos que describe extraordinariamente el autor y las
peripecias que se relatan impresionarán y conectarán con cualquiera, los reconozca
o no, sea hijo (también putativo, como yo) de la Movida, o sea Milenial, X, Z o
la sigla denominativa que corresponda.
Porque aunque diga “Madrid, 1981-2001”, este es un libro
universal. Como solo los buenos escritores son capaces de tocar la fibra de
cualquier humano aunque localicen sus palabras concretas en un lugar de la
Mancha o justo en Venecia o en un templo de Kyoto. Estos buenos escritores
hablan a la humanidad y describen el planeta entero.
Por ejemplo, ese retrato de las contemporáneas clases
aristocráticas (que decir nobles es mucho decir), en el sentido estamentario:
los poderosos de la política y el arte entregados a los intercambios de favores
y prebendas donde los unos (sic) se alquilan a los otros apartamentos o
barquitos, se venden coches de segunda mano, se ofrecen puestos de trabajo (y
rayas), se subcontratan, se apoyan (y cuando toca se aniquilan). Y, en resumen,
se mueven en una solidaridad de clan, aunque, como digo, sin que les tiemble la
mano para poner el cuello del que corresponda en la guillotina del desprecio si
se sale del tiesto o no cumple las expectativas y códigos de deshonor de la
camarilla … Estamento de los aristócratas que nunca ha desaparecido (venga de
donde venga y tenga el nombre que tenga) por muchas revoluciones rusas o
francesas que haya. Tan solo cambia de vestido y actividad pecuniaria. Igual
que, en eso que se parece vagamente al arte, simplemente se ha pasado del
mecenas y su personal esplendidez con cargo a su propio peculio, a la
funcionarización evidente de quienes viven de la subvención anual, sin saltarse
ni un bisiesto.
Pero en esa fauna, Juan Carlos de Laiglesia es capaz de
encontrar y honrar también a todos aquellos seres que, siendo o no parte de la
comparsa, son tipos que dignifican la existencia en la que les ha tocado vivir compartiéndose
generosamente con nosotros. Por eso este libro impenitente deja un regusto
permanente y final de esperanza, tal vez melancólica, pero sin duda de esperanza
humana.
Por eso, sépase que quien no se eche a llorar a moco tendido
en el capítulo 14 seguramente consideraré que no es de la misma especie natural
a la que yo pertenezco, y le niegue la sal y los saludos.
Termino. Leed este libro, lo merece, nos lo merecemos. Fácil
de encontrar puede que no sea, pero en las bibliotecas públicas y en librerías
de viejo (y viejos), aunque no precisamente barato, se encuentra:
Y, fijaos las trampas que nos hace demasiado a menudo la
esquiva realidad. Resulta que hace unos meses conocí personalmente al autor, en
una cafetería tokyota. Si yo hubiese sabido que estaba ante el inmenso escritor
que hoy, tras leerlo, he descubierto, todavía estaría allí genuflexo ante él.
Pero los cretinos y solitarios solo sabemos lamernos la herida que nunca acaba
de cerrar. Porque no dejamos de lamerla. Y eso que ya no sabe a nada.
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