Escribo hoy desde un salvífico estupor, desde una
estupefacción medicinal. La que ha colonizado mi corazón tras la segunda
lectura del “A veces sucede” de Simón Arriaga (Colección Intravagantes, Ed.
Evohé, 2021). Nada de lo que pueda reflejar aquí alcanza siquiera la epidermis
de la carga de profundidad de un libro que ya es parte consustancial de mi ser,
prótesis de cadera con la que podré seguir vagando por esta estremecedora Tierra.
No muchos libros, quitándote el aliento, te lo dan, te dan
un respiro ante tanta inanidad de lecturas y ante el hastío que “a veces
sucede”, meramente el de vivir. Este es uno de ellos. Un secreto que merece ser
develado. Un libro zekkei, 絶景, diría
en el Japón que ahora habito: un paisaje tan espléndido que su sola visión,
eso, nos deja sin aliento.
Contienen sus páginas una verdad que en ocasiones no
comprenderemos con el pensamiento, y sin embargo la entenderéis, sin
ambigüedades, con el espíritu. Cada uno su verdad.
“El ruido permanente
en el que vivimos es la demencia del sistema elevada al rango de normalidad.
Demencia normalizada. Sutura del espacio sonoro. Saturación de mensajes que
nada dicen: ruido.
La memoria es un
camino. Recordar es trazar una curva; nunca una recta. Normalmente más de una. Conectarlas
y transformarlas hasta crear una espiral que permita transcurrir desde el
exterior hacia el centro, desde el centro hacia afuera; abrir un sendero cuyos
diferentes recorridos inversos permitan resignificar el presente: esa es la
tarea de la memoria. Un labrado, un recorrido. Decantaciones: el agua en la
roca caliza, estalactitas y estalagmitas, el hielo en los berrocales, la
morrena diseminada aquí y allá, como hitos significantes.
El camino de la
memoria es, habitualmente, un laberinto intrínseco. La esencia de un laberinto
es recordarnos que la línea recta no es siempre la distancia más corta ni,
desde luego, la más adecuada: la que conviene. La memoria no gana nada con los
atajos. Freud lo sabía, se encontró con ello. Por eso prescindió de la
hipnosis. Al sistema no le interesan los laberintos, no tiene tiempo. Por eso potencia
la hipnosis, las sustancias audiovisuales psicotrópicas, la alienación de la
productividad fuera y dentro de la fábrica, del hogar, de la oficina. El
sistema no tiene tiempo que perder, tiempo para lo imprevisto. Lo imprevisible
(ya quedó dicho) es el desecho del sistema, de cualquier sistema. Y el
recorrido de la memoria es imprevisible, porque es un camino generador de
sentido”.
En fin, hay tanta verdad en este libro que hace más
repugnante la victoriosa corriente de las letras hispánicas hoy, que es la de
la impostura, el puro impuro falso espectáculo, la presuntuosidad plagiadora,
la simulación de lo que no se es ni se
tiene, el cartón piedra (o el croma actual) donde se finge que sucede lo que no
es y nunca será.
Uno encuentra más de lo deseado “famosos” que venden miles
de libros sobre el silencio o el desierto, sin conocer en verdad ni lo uno ni
lo otro. Triunfadores de la impostura. Pero aquí Simón Arriaga escribe de lo
que vive, no vive de lo que escribe. Su autenticidad desgarra sin dolor para
zurcir delicadamente el alma del lector que sabe leer, arriesgándose en cada
palabra.
Me entristece prever gentes que seguirán regalando su
menguante tiempo a mamarrachadas: novelas de adolescentes en colecciones de
adultos para evadirse; poemas sentimentaloides abrumados de ripios para buscar
pareja; películas de desenlaces clónicos sabidos de memoria para sorpresa solo de
los dueños de encefalogramas planos sin cartografía; exposiciones de arte de
vanidad banal a la búsqueda exclusiva del escándalo con obras tan vistas, tan antiguas,
tan sobadas ya como la burla.
Asistimos a la Dictadura de los escritores del vacío: no
pueden expresar lo que sienten y piensan por dos motivos. Uno, por su penosa
experiencia vital de acontecimientos cuya mayor hazaña es ir un día en Metro en
vez de en taxi.
Justo lo contrario es Simón Arriaga, con una vida repleta de
las hazañas de los que él denomina héroes cotidianos, y son mucho más que eso,
cuando son como él. Son seres fundacionales de un mundo donde impera la
Dignidad y la Emoción.
Y, dos, segundo de los motivos de los escritores hoy de lo
inane: así escriben por su desconocimiento infinito de la lengua.
También Simón Arriaga está en sus antípodas. La riqueza
verbal de Arriaga es prodigiosa. Y eso le permite adentrarse en los vericuetos
y laberintos de la verdad cargado de palabras que la desvelan (sí, en sus dos
acepciones: nos descubre lo oculto y, al hacerlo, nos impide ya conciliar el
sueño):
“Por el contrario, el
individuo que es, que a pesar de todo sigue siendo, lucha solo. Solo o al menos
en alianzas evanescentes. Resiste, y eso es lo importante: contra el vértigo y
el olvido; contra la fusión y la confusión, la fusión forzada de cualquier
entidad imaginaria, deglutiente; contra sus juegos gástricos; contra las
pirámides y la ilusión de la gloria; contra las catástrofes cimentadas y el
lujo de la pertenencia; contra los contrarios superpuestos; contra la impostura
del viento y la marea, contra el cálculo biliar de todas las probabilidades
consumadas. Contra la idea de la Idea: de una única idea.
Dibuja espirales donde
otros trazan círculos, condensa vapor de agua, talla cristales de cuarzo con
las manos desnudas. Lucha para vencer la confusión dominante de los verbos
entre los verbos: ser y tener, tener y temer, temer y desear, desear y amar.
Amar y ser.
Solo, pero no aislado.
Evitando el vértigo de lo inevitable; la anticipación del pasado en un incendio
fastuoso, hipnótico y, por tanto, enclaustrante. Evitando la proeza de
construir ruinas gregarias, torres de sacrificio, escuelas permanentes, puntos
de calado, medidas extremas.
Sin olvidar que el
olvido es mucho más que una derrota, porque es la victoria del nihilismo. Y el
nihilismo es la muerte del sentido”.
Sé por desgracia que pocos, muy pocos (¿acaso alguno?)
dedicarán sus entusiasmos a buscar este libro, esta joya y leerla. Así somos,
ni entre nosotros, los cercanos, nos leemos: escritores, amigos, familiares o
vecinos; ni que decir tiene los desconocidos. Peor para ellos, con perdón.
Tampoco muchos habrán leído (aunque fatuos lo afirmen y solemnes lo juren) la
Segunda Parte de El Quijote. Mejor lo sabe y dice Simón Arriaga:
El sistema y el ruido
comparten muchas cosas, demasiadas como para obviarlas. Para empezar, ambos
tienen una tendencia si no totalitaria, al menos sí totalizante. Está en su
naturaleza: tienden a ocupar todos los espacios donde el sentido (siempre
subjetivo) podría convivir con el silencio impidiendo así otras topologías, otras
posibilidades. Nada al azar.
Su método consiste en
hacer colapsar la subjetividad sobre sus propios reflejos, haciendo de ellos
reflejos condicionados y condicionantes. Pautas para el deseo, abrigos para la
conciencia. Sustituyendo, antes de que emerja siquiera, la verdad por la
fantasía, el silencio por el enmudecimiento, la acción por el entretenimiento,
los productos del sentido por la productividad, la memoria por el
almacenamiento. En el mayor grado posible.
La imaginación es así
la sucesión de una imagen tras otra. En un continuo que no deja espacio para la
emergencia del sentido. Todo es equiparable, porque todo es reducible a cifras
en una cuenta de resultados: un balance: económico, político, sistémico.
La fantasía queda como
una realidad tan irrealizable como tranquilizadora. Transcurre en un movimiento
hipnótico que hace que parezca que todo se mueve vertiginosamente. Todo excepto
el sujeto, que queda reducido a una sola acepción de la palabra: sujeto,
fijado, emplazado siempre y a la misma hora en su sitio. El sitio que le
corresponde en tanto que elemento de una secuencia de repeticiones pautadas”.
Leer y subrayar lo leído. Porque sé que este libro es zanka 残花,
las últimas flores que quedan en las ramas cuando todas las demás ya han caído.
O tal vez solo porque por un instante (ruin, lo reconozco) uno vive la ficción
de que aquello (que define exactamente mi propia vida, mis más auténticos
sentimientos), lo haya escrito yo, y no Simón Arriaga. Pero no, palabras tan
insondables solo las ha podido trazar quien atesora el valor (valor de coraje;
valor de riqueza) como para derramarse en un texto como este “A veces sucede”: “Nos erigimos en ejemplos del mundo y sabemos
tan poco del mundo como de lo que de él habita en nosotros”. “Desea, ama y goza,
sabiendo que el deseo es siempre de lo que no se tiene, el amor solo de lo que
se tiene y el goce nada más de lo que se es”.
Tantos años juntos, tantas cosas compartidas y comprender, asumir
tras este libro, con su pequeña desolación, una vez leído y releído, que
desconocía todo de Simón Arriaga. Solo me relacionaba con la cáscara/máscara. Pero
hoy conozco la profundidad, la suya, y a través de ella, la mía. Y la de la
Historia de la Humanidad entera, la de cuantos seres han hollado estos paisajes
desde el albor de los Tiempos y aún se reúnen alrededor de un fuego a cantarse
y a contarse, para conjurar las ofensivas armadas del ajarse, de la muerte y el
olvido, de la maldad y sus espantos.
“Sobrevivir es un
milagro cotidiano al que no damos la menor importancia.
Solo nos asombramos
cuando deja de ocurrir”.
Creo que todo el tiempo de la vida de Simón Arriaga ha sido
una travesía para llegar a este libro (como lo fue para Pierre Sansot navegar
hasta su “Del buen uso de la lentitud”), a esta iluminación.
“En la rapidez se
puede dirimir tal vez alguna técnica, útil, precisa; se pueden descifrar toda
una serie de códigos alfanuméricos de donde emerja un respuesta quizá útil,
quizá precisa. Sin embargo, para sostener lo que nos une sin dañarnos hace
falta primero comprender los matices. Y el tiempo de comprender es el más lento
de cuantos nos conciernen.
Hay que aprender
dialectos, Hija. Y si no están disponibles hay que inventarlos. Porque el
compromiso es el resultado de fuerzas mestizas.
En la rapidez se
producen, como en un acelerador de partículas, choques, conflagraciones,
emergencias pasionales de toda índole. Transformaciones de la materia,
liberación de energía. Gota a gota el tiempo concentrado del reconocimiento
destila, sin embargo, verdades que no se dejan atrapar por los puños: verdades
que nos conciernen en la intimidad de los espacios comunes; en la permeabilidad
de la identidad como un proceso sin fin ni programa unitario; en la
biodiversidad de esas zonas lacustres, vagamente imaginarias, en las que
confluye el caudal de todas nuestras monografías; en la suspensión amortiguada
de cada cresta pendiente, de cada condena al otro como un veredicto sobre uno mismo.
Gota a gota, gesto a gesto”.
Sí, la vida de Simón Arriaga ha sido una travesía para
llegar a este libro a esta iluminación iluminadora. Iluminación de su naturaleza
más oculta con una resplandor tan intenso que irradia hacia el exterior, hacia
todos sus lectores, en un “rompimiento de gloria” (esa apertura de los rayos
del sol a través de las nubes que produce la ilusión –en su doble acepción,
otra vez, siempre- de un espacio metafísico que conecta lo terrenal con lo
sublime).
“Es difícil creer que
un muerto haya sido un hombre. Más difícil aún creer que tu padre haya sido
otra cosa que lo que la palabra padre
contiene. Yo no le conocía desde cerca, como tal vez sus hermanos o sus amigos.
Yo le conocí desde abajo. Y nunca pude llegar a su altura. Ni siquiera después
de rebasar su edad. Porque nadie puede ser en su mente más viejo que su padre,
aunque los calendarios de todo el mundo lo desmientan”.
…
“Herramientas. Mi
padre era el constructor, así que el hombre de las herramientas en principio
era él. Las de mi madre parecían más bien utensilios: dedales, tijeras… El
tamaño nos fascina, ese es el problema. Lamentablemente, hace falta mucho
tiempo para comprender que las cosas pequeñas, los movimientos finos,
rutinarios, son elementos necesarios de los cuales el mundo está hecho también”.
Simón Arriaga, (Madrid 1962), licenciado en Psicología por la
Universidad Complutense, ha trabajado casi siempre viajando y viajado siempre
escribiendo. En ese trasiego, escribiéndose, fue poblando sus estanterías de
manuscritos durante años. Inéditos en su enorme mayoría de edad y cantidad,
apenas unos pocos han sido rescatados hasta la fecha: “Mejor era cuando te
vayas” (Libros de Letras) de 1998, y la
selección de su obra “Después del silencio” en 2010, dentro de la colección
«Hazversidades poéticas» publicada por Cuadernos del Laberinto. Además, ha
hecho esporádicas apariciones en antologías generacionales, como Quinta del 63
en 2001, en la que entró, evidentemente, quitándose algo de edad para parecer
más joven de lo que por entonces era.
Así es el Simón Arriaga biográfico, dylaniano (“I was so
much older then / I’m younger than that now”) que en mi caso me deja ya huérfano
de autoría de libros propios. ¿Para qué escribir después de leer este? Seguiré
haciéndolo, claro, pero sabedor al fin de los límites de dimensión de mis
palabras una vez que ya no puedo escribir este “A veces Sucede”.
De modo que quien no lo lea, sí, se salvaguardará de sus
imborrables efectos colaterales, pero sepa que también omitirá en su pequeña
existencia una de las escasas luces del Universo que desvelan lo que existe y
también lo que no existe, aquello que deslumbra y en la instantánea ceguera que
produce son otras las realidades que al final uno otea. (Que mi nombre, por ese
azar que es la Amistad, se encuentre ya por siempre unido a este libro –en su
inmerecida dedicatoria- es algo que le da la solidez del vuelo a la
improbabilidad que llamo “mi vida”).
“Esta época que vivo…
más que líquida como dicen algunos, me parece una época de cristal: una frágil solidez nos sostiene; la
hipertrofia de la información ha creado una extensión rígida, bellamente
pulida, sobre la que es cómodo deslizarse pero que no se deja fácilmente
traspasar; reflejos irisados atrapan nuestra mirada y conducen nuestros pasos
por ese ámbito, porque la inclinación del plano hace que se requiera de un gran
esfuerzo para plantearse siquiera la posibilidad de detenerse y profundizar; la
gente critica sin criterio, le hablan a su imagen duplicada en las pantallas
diciendo cualquier cosa que pasa por su cabeza, sin preguntarse quién la puso
allí ni con qué propósito; la transparencia de la intimidad no tiene precio
porque se ha convertido en el regalo de los insensatos que juegan a ser
famosos. Y todos quieren ser famosos aunque sea por un día, aunque sea a costa
de no saberse.
Sí, vivimos una época
de cristal. El común de los mortales ha sido seducido por un mandato general de
transparencia exhibicionista, una desnudez de las opiniones y las creencias que
a esta edad me resulta obscena. No sabría determinar cuándo comenzó
exactamente, pero lo que sí veo es que ha ido creciendo, extendiéndose por
nuestro mapa mental hasta ocupar lugares que a muchos antes nos parecían
terrenos sagrados. Nunca tanto conocimiento disponible había sido tan
despreciado.
¿Cómo se pueden escribir 224 páginas y que nada sea relleno
ni sobrero? Un libro al que no le excede ni le falta una palabra. No se puede
contar en una novela mejor la infancia que en estos nueve párrafos que aquí
transcribo (desconfiado de quienes se resisten a comprarse libros que no
sean los de moda y circunstancia, los
reproduzco enteros, sabedor de que la mayoría de las gentes, en Internet no
leen ya ni tuits, solo ven imágenes y en diagonal ojean las penosas frases de
autoayuda que las acompañan):
“Quería impresionar a
mi padre, que se viera en mí con orgullo manifiesto. Que me felicitara por una
hazaña semejante a las suyas, una hazaña de campeón como él mismo me parecía
que era. Vivir durante un instante en ese lugar de su mirada en el que nada era
imposible y donde la voluntad y la decisión lo eran todo. Sabía que no podía
ser como él, pero ansiaba al menos su reconocimiento.
Voy a saltar. Voy a
saltar desde el trampolín más alto. Vas a ver cómo lo hago. Nunca he subido
hasta allí pero voy a hacerlo, porque soy un héroe, porque quiero ser tu héroe,
como tú lo eres para mí.
Recuerdo el frío del
metal mojado de cada peldaño, la tierra alejándose de mí como una incógnita
pendiente de resolución, el aire cada vez más difícil de retener. El primer
trampolín atrás, el segundo trampolín atrás, el tercero y último tan lejos de
ti que casi no te puedo ver. Pero te busco porque necesito que sepas que estoy
aquí, en lo más alto y lo voy a hacer. Me acerco al borde de la tabla como el
condenado de un barco pirata. Los hombres me dicen que dé la vuelta: este
trampolín no es para críos; me preguntan si estoy solo, por qué no está mi
padre conmigo. Y yo sé entonces que estoy solo, solo en tu mirada.
Miro hacia abajo y te
imagino al borde de la piscina, tus ojos fijos en mí. Y pienso que piensas: Ese
es mi hijo, es un atleta, es el mejor. Los va a dejar a todos anonadados. Traigo a mis músculos la tensión de tus
músculos antes del salto. Tengo que igualarte, hacerlo exactamente como tú y
todo saldrá bien. Los dedos de los pies aferrados al borde.
¿Te hubiera gustado
que saltara? ¿De verdad te hubiera gustado que lo hiciera? ¡Tenía tan solo once
años! ¡Me hubiera matado, papá! ¡Me
hubiera matado!
El cuadrilátero del
agua allí abajo era tan pequeño que me habría resultado imposible acertar a
caer dentro, y eso suponiendo que hubiera conseguido mantenerme recto como un
clavo, como hacías tú, como te había visto hacer a ti tantas veces.
9.8 m/s: aceleración
terrestre.
Mi descenso fue más
lento. Escaleras abajo, hacia la vergüenza, hacia el fracaso, hacia la
sobrevivencia. Cuando llegué a tu lado de nuevo me parecías más grande que
antes. Tal vez porque yo nunca me había sentido tan pequeño. No hablamos, no me
dijiste nada. Me acariciaste la cabeza como si perdonaras una chiquillada.
Normalmente suelen ser
los padres los que piensan en dar la vida por sus hijos”.
Alguien que resulta que apenas vivió su infancia y
adolescencia con sus padres y (sin creerlo él, además) resulta conocerlos mejor
que tantos a los nuestros, pese a haber disfrutado vidas colmadas de años junto
a ellos. Pero en ese conocimiento de Simón de sus propios progenitores se
encierra la verdad de todos los padres del mundo y de la Historia. Y Simón
parece aún no darse cuenta de su sabiduría, de su Iluminación.
Asistimos en este libro monumental a una suerte de Diario Íntimo que va mucho
más allá de la propia peripecia, de sus traspiés, de sus funambulismos. Amable
y descarnada, fragilidad puesta al descubierto donde se desvela la irrompibilidad del corazón construido en
el dolor. Amiel, Thoreau, Romain Gary, Renard, Leopardi, Pavesse le anteceden
como miembros de una misma familia de autenticidad y contundencia.
El Padre, la Madre, la Hija y Él, Simón Arriaga, como nexo
de unión consigo mismo. No un solo lazo sino un entramado tejido en el telar
del amor y sus contradicciones. Desprendido de sí, nos habla con la mayor
profundidad, a través de su pasado y su porvenir identificados en sus
progenitores y su hija. Así nos ofrece sin coraza ni armadura su yo más íntimo.
Su Simón más él. Y con ello consigue escribir la Crónica de Todos Nosotros.
Delicioso es creer que vas a internarte en un libro de
aforismos y encontrarte con la Historia Moral de la Humanidad, concentrado en
un largo poema sin hemistiquios ni metáforas prestidigitadoras, sino con la
verdad a manos llenas, convertidas en puños que no atesoran puñados de
violencia sino de serenidad y comunión con uno mismo y con nuestra propia
existencia. Porque “Sucede” es la clave. Ruta, navegación, no meros hallazgos,
casualidades, hitos o padrões.
Más sólido aún que Edmond Jabés, porque en las fragmentarias
reflexiones vertidas en palabra por Simón Arriaga hay una continuidad, un armazón, un propósito
(sin intención), una construcción imprevista y descubierta. Cada uno hallará
aquí la suya, su propia arquitectura. No un conjunto de teselas apiladas sin
orden ni “con-cierto”, sino ese mosaico que bajo las arenas aflora y que al
arrojar sobre él el agua de la lectura de nuestros ojos, centellea y deslumbra
pero no para cegar sino para enseñarnos a vislumbrar.
Porque hay una sabiduría que ni siquiera la otorgan los
años, hay que haber nacido con ella, en ella.
“Me he sobrepuesto a
tu esfuerzo, a tu cansancio invisible y al mío, tanteando los bordes, el riesgo
del fracaso, la ceguera de la altitud y de las trincheras”.
Así descubre el lector que no todos tienen que “matar al
padre” para liberarse. A algunos, el padre (y la madre) se les mueren solos
antes de la solidez personal, y entonces liberarse ya se convierte en algo
innecesario. Se puede vivir, aunque solo se habite en el dolor. Aunque luego
haga falta derramarse en un libro como este para conectar tu propio ser (el de
Simón) con el Universo. Y, si no se puede llegar a comprenderlo, sí sentirlo
inmenso en la propia carne:
“Tú, (padre) que
desfilabas mejor que nadie, perdiste el paso. Perdiste mi paso.
Nuestras pulsaciones
se alejaban una de la otra como dos relojes mal calibrados. Tus manos en
anacrusa permanente, tu mirada buscándose. Dejaste de saber cómo celebrar la
vida.
Este presente no
hubiera existido sin aquel pasado. Este yo no sería el mismo. Porque mi tiempo
fue también el tiempo de tu muerte. Mi tiempo de despertar.
Paréntesis.
( )
Una prórroga o quizá un anticipo.
La tensión de una
cuerda a punto de romperse
y golpearte en la cara.
Un camino cada vez más
angosto
hasta dejar sitio solo para uno.
Y después
un campo minado de incógnitas”.
Dos lecturas llevo de este libro. Afortunado que es uno.
Hace justo un año leí el manuscrito, ahora el libro impreso. Y constato que
como los caleidoscopios, cada vez me muestra diferentes dimensiones, jamás se
consume en sí mismo. Algo que solo ocurre con la más incomparable literatura.
Como “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, o la película “Big fish” de
Tim Burton, que cuanto más los visita uno más descubre.
“Mi propio viaje… me
ha traído felizmente lo suficientemente sano y a salvo de veleidades a este Mar
de la Tranquilidad en que ahora vivimos juntos los tres. Este pequeño fragmento
del espacio y el tiempo en que residimos puede parecer menos que un minúsculo
satélite, y tal vez lo sea para la lógica planetaria, pero para mí es su
centro. Porque el centro de la Tierra, más allá de la imaginación de Verne y de
la adecuación geológica, está siempre aquí: en la superficie habitable de las
relaciones, en los entrecruzamientos significantes, en las grandes hazañas
cotidianas de los héroes anónimos, en los gestos que preparan y anticipan, en
el recibimiento y la gratitud, en una sola mirada de reconocimiento humano”.
Libro que se erige como epístola moral a la altura de
Séneca, Bertrand Russell, o Tolstoi. Indagación asombrosa en el laberinto del
lenguaje que lo hermana con Wittgenstein y no parece un burdo intercambio de
fluidos, aunque sean los suyos seminales, simiente de la sabiduría.
“Ahora cabes en mis
manos como una incógnita”.
No es este un libro fácil. Ni lo pretende; pero no pretende
tampoco arcanas oscuridades en donde enmascarar en verdad incapacidades
narradoras. Este libro no pretende nada; se ofrece como el amanecer cada
mañana. Sin presuntuosidades. Y, sin embargo, repleto de maravilla y de
milagro.
No, no es un libro fácil. Tampoco la vida lo es y la gente
la vive de corrido y sin entrenamiento ni ordalías. Pero ahora que lo siento,
sí, es el libro más fácil. También la vida lo es: dejarse conducir hacia la
divinidad.
“Y sin embargo yo
escribo.
Coloco palabras a un
lado y a otro en montones, como cascotes después de un bombardeo: lo
irreconocible, lo útil, lo salvable, lo que ya no tiene remedio. Intento
levantar de nuevo la ciudad destruida, sabiendo que incluso en el mejor de los
casos será otra. Hay demasiadas cosas que no sé dónde iban, demasiado tumulto a
mi alrededor: gritos, sirenas de ambulancia, humo por todas partes. Necesito un
mapa, pero todos han desaparecido en el incendio.
Es una tarea imposible,
como todas las que he acometido antes. Por eso debo continuar”.
Este libro indispensable, te deja en el espíritu la misma
naturaleza de fosforescencia que otros como “El mundo de ayer” de Stephan Zweig
o “Tierra de hombres” de Saint-Exupéry o “Crónicas, 1944-1948” de Albert Camus.
Pues en este libro habita una cosmogonía de la geografía
interior y exterior del Hombre. Por eso confirmo así que necesito sus páginas
ya siempre en mi equipaje. Vaya donde vaya. Kit de supervivencia. De
sobrevivencia. De hipervivencia. Para volar más alto. O sea, en mi caso, alto.
Porque es tan infinito que no deja un rincón sin arrojarle
luz. Hasta describe implacable lo que somos los que fuimos la Transición, aquellos
que ahora arañamos los sesenta:
“A nosotros, sin embargo, creo que el
torbellino nos llevó por delante, barriendo el suelo que pisábamos, el arbolado
contiguo, los libros de texto. Nos empujó hacia un tramo del río de escollos
sobresalientes y rápidos para el que a muchos nos faltaban destreza,
convicción, fuerza y desde luego experiencia. Creo que lo mismo le ocurrió a la
generación de nuestros progenitores: nada les había preparado para ello. A los
jóvenes parecía bastarles con las ganas y la ideología, pero nosotros estábamos
tan perdidos como me parece que estaban nuestros propios padres, ninguno dejando traslucirlo.
Eso me permite comprenderlos mejor ahora, más de cerca, con la complicidad de
aquel desconcierto bífido que nos atraía y nos expulsaba por igual”.
En fin, “que otros se
jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”
dejó dicho, inmenso, Jorge Luis Borges. Ese es mi caso… a la fuerza. Pero más
que orgullo envidia ruin es lo que siento, amarga impotencia, cuando leo libros
como “A veces sucede”, de Simón Arriaga. Amigo, si se puede llamar amigo a
quien uno desearía usurparle todo cuanto es. Perfecto Intravagante.
Empequeñecido yo ya, y para siempre, como hijo, como padre,
como lector, como escritor, coloco este libro de pedestal en mi existencia, en
la mochila siempre a punto para el viaje, para poder alzarme a él y desde sus
palabras probar cada día a vislumbrar la vida, mi pasado, mi propio ser.
Gracias, Simón Arriaga.
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