Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

06 abril 2019

Buen viaje, compañero. Jaime Alejandre


Palabras para la presentación de “Buen viaje, compañero”, de Jaime Alejandre, Ed. Cinca:

… querría explicar que la brevedad de mi “novelita” se debe a dos circunstancias. Por un lado, la historia fue escrita en un momento de arrebato, en dos tardes y una mañana de agosto pasado. Por otro lado, la contundencia emocional de lo que se relata creo que habría caído en el exceso y por tanto en la irrelevancia de haber alargado el texto.
A este respecto, para no dar una falsa impresión de que no le haya puesto todo mi saber y mis ganas al libro que hoy presentamos, recordaré la frase de la pintora Carle Vernet a propósito de un cuadro suyo que, al parecer, vendía bastante caro. Dijo “Es verdad, pintarlo me requirió solo una hora de trabajo… y toda la vida”. Ciertamente, en estas pocas páginas está todo lo que he aprendido en cuarenta años escribiendo libros y cincuenta y seis habitando este planeta.
A menudo me he preguntado por qué tantos cientos de miles de personas se dejaron conducir dócilmente hacia las cámaras de gas. Sin rebelarse. A veces imagino que era porque conservaban una última esperanza en la clemencia, en que tanta maldad no pudiera producirse. Pero en otras ocasiones pienso que era porque ya solo la muerte podía tener la fuerza de devolverles la dignidad humana perdida en los campos de concentración, los guetos, los trenes de ganado. Aunque enseguida me desdigo y pienso que en verdad la muerte no dignifica nada en absoluto, porque extingue ese postrer reducto de nobleza humana que es la vida, la vida sea como sea.
Este pensamiento se unía en mi corazón con una verdad que había conocido hace casi diez años, al entrar en un contacto íntimo con el mundo de la discapacidad y aprender de madres de personas sordociegas, o autistas, o parapléjicas o con profundo síndrome de Down, el hecho de que ellas llegaran a creer, que cuando ellas, las madres, faltaran, solo la muerte de sus hijos podría garantizar la pervivencia de su dignidad. En efecto, no pocas madres me han venido confesado su espeluznante deseo de que antes de fallecer ellas, murieran sus propios hijos. Para que no se quedaran solos, desamparados en un mundo inhumano que los excluye.
Esto me zarandeó y ha estado rondando mis reflexiones todos estos años. Hasta que el pasado mes de agosto entré en una especie de arrebato que me hizo escribir esta novelita en unas horas, como he dicho.
En fin, me parece perfecto que haya una literatura de puro y simple entretenimiento. Pero yo he preferido siempre la literatura que pretende interpretar el mundo como parte del proceso de cambio, de transformación de la realidad. Una literatura donde uno puede reconocerse, encontrarse, y encontrar a otros; una literatura que permite entender lo que apenas se vislumbra. Esa es la que yo he anhelado escribir.
Por eso, finalmente di el paso de escribir esta novela, inclemente, pero intentando llenarla de espiritualidad y de emoción positiva. Un poco al darme cuenta de que el mundo de la discapacidad estaba siendo asaltado, no solo por magníficas obras como “Campeones” de Javier Fesser, sino por advenedizos. Películas como la de Fesser, o antes “Intocable”, mantenían un reconfortante equilibrio entre el humor y la tragedia. Muy necesaria la visión no catastrofista ni victimista pero de repente sentí el peligro de lo contrario, o sea de que por películas de “buen rollito” como la francesa “Sobre ruedas”, caigamos en la banalización de la existencia de cuatro millones de españoles, más su familias, para quienes la desigualdad de oportunidades supone una vida infinitamente más complicada. Tengamos cuidado para no colaborar en mandar un mensaje contrario a la realidad de las personas con discapacidad y la carrera de obstáculos que una sociedad no inclusiva les pone por delante todos y cada uno de los minutos de su existencia. Cuando el humor es vehículo para hacer que las personas con vida estandarizada y facilona identifiquemos las azarosas vidas de otros, bien está, pero no caigamos en el hecho de desposeer de épica unas vidas que no deberían jamás estar obligadas a superar barrera tras barrera. Obstáculos que dicen muy poco bueno de nuestra sociedad.
Sentí que con mi novela había “peleado la buena batalla”, como acostumbra a decir Luis Cayo, cuando en diciembre pasado, con mi texto ya en galeradas en la editorial, compartí charla pública con mi amigo Jesús Martín, quien me hizo ver que el extendido uso del término “personas con capacidades diferentes” se había convertido en un perjudicial eufemismo tras el cual los biempensantes podíamos amparar nuestras propias vergüenzas. Todos somos personas, todos tenemos capacidades diversas unos de los otros. Eso es una penosa obviedad. Pero resulta que hay cuatro millones de personas en España que, por culpa de una condición concreta de su personalidad y por una sociedad egoísta, deben afrontar cada día hazañas impensables. Digamos, pues, “personas con discapacidad”… con toda su crudeza. Hasta que una sociedad plenamente inclusiva permita que la palabra persona no precise de adjetivos.
Pero, mientras tanto, entendamos la verdad de qué significa decir persona con discapacidad contraponiéndolo a persona con vida normalizada, quiero decir con una vida estándar. Yo lo entiendo, por ejemplo, cada vez que me detengo en una gasolinera y me atiende un hombre o una mujer con síndrome de Down y salgo de allí mucho más feliz y equilibrado por su infinita amabilidad, su educación, su simpatía y las ganas de vivir que derrochan y transmiten.
Así que, sencillamente, se trataba en mi novela, como me decía Jesús Martín, de ponerme a la tarea de hacer de la discapacidad una “circunstancia corriente”. Aunque para ello comprendí que tenía que empezar por hacer patente la verdadera dimensión d las implicaciones de la discapacidad. Desvelar sus múltiples elementos a todos los lectores. No solo a las personas sin discapacidad sino también a muchos discapacitados. Y a sus familias. Ese era el granito de arena que pretendía ofrecer mi novela, sabedor con Atahualpa Yupanqui que la arena es un puñadito pero que hay montañas hechas de arena.
Por ello, el relato no solo aborda la exclusión social en su forma más cruel, la de las vejaciones públicas, las burlas, los desprecios, sino la exclusión por omisión, por ser ignorado, por no contar para el mundo, por resultar irrelevante para los otros, una exclusión que en el más doloroso de sus aspectos empieza a veces en los propios familiares: padres que rehúyen su paternidad, como el Javier de mi novela. Pero exclusión de la que más a menudo somos responsables el resto de ciudadanos. Y cuidado, sutil puede ser la denigración que provoquemos, ya lo hagamos activa o pasivamente, pero sepamos que ello no resta un ápice de brutalidad a  nuestros actos. Y por eso a todos los causantes de discriminación debemos denominarlos “verdugos”.
Porque, cuando alguien detecta el rechazo social por una característica intrínseca suya, por algo absolutamente trivial como su propio aspecto, algo de lo que no puede desprenderse, contra lo que no puede hacer nada, como cambiar el color de su piel, la forma de sus ojos, o su cociente intelectual… Entonces, ¿podemos comprender qué desamparo se instala en esos corazones? ¿Es lícito consentir que se acepte la injusticia de que unos pocos decidan arrogarse el derecho a definir qué es la “normalidad”, perdón, qué es lo estándar, y además se permitan el lujo de organizar la convivencia y la sociedad entera según tal concepto de normalidad, generando entornos invencibles de exclusión?
Muchos podemos sentir ser ninguneados en algún momento de nuestra vida: en la familia, el trabajo, el mercado, la autopista, pero demasiados experimentan este ninguneo diariamente, y ello por la fortuna (ni buena ni mala) de la apariencia de sus atributos personales, físicos o cognitivos. Nada más atroz. Sobre todo porque jamás debemos olvidar que lo que queda al final de la exclusión es el sufrimiento gratuito causado a un ser humano.
Como dice el profesor Morales en la introducción del extraordinario estudio de mi amigo Saulo Fernández sobre la humillación y la acondroplastia, la sociedad pretende olvidar que las personas excluidas no han elegido su destino, que son otros los que lo han elegido para ellas. Y añado yo que la sociedad olvida asimismo que los excluidos tampoco han elegido las características físicas o sicológicas que los hacen “merecedores” de la exclusión. En definitiva es la sociedad la que genera la exclusión.
Pero, como señala mi novela, apuntar a la sociedad no debe utilizarse como un karma salvífico, una eximente de la responsabilidad individual. Todos y cada uno de nosotros hacemos sociedad y somos motores de los cambios del mundo. Cito a Saulo Fernández: solo cada uno de nosotros en su día a día cotidiano puede conseguir que los miembros de colectivos excluidos en un plano personal se sientan dignificados. Y mientras esto no ocurra, nuestra sociedad será el territorio de la indecencia. Porque la humillación, en palabras del filósofo Avisahi Margalit, es un atentado “DEL” hombre contra la esencia del ser humano, contra aquello que nos distingue y nos hace únicos como especie.
De modo que la discapacidad no se sufre, solo se vive, porque se basa en unas características propias de un ser humano, que son suyas y se viven, repito, no se sufren. Lo que se sufre es la exclusión, lo que se sufren son las dificultades gratuitas, que algunos afrontan en su cotidiana lucha por conquistar la normalización. Una “normalidad” que, precisamente al contrario, para las personas con discapacidad no es gratuita sino infinitamente cara en términos económicos y también emocionales.
Citando otra vez a los pensadores Saulo Fernández y Avishai Margalit, probablemente la esencia de nuestra humanidad reside en nuestra necesidad de pertenencia, que se desarrolla gracias a la interrelación comunicativa, emocional y empática de hombres y mujeres. Por ello quienes son excluidos de la interrelación humana son cosificados, y nada hay más humillante que te consideren como un objeto y no un sujeto. La dignidad de todo ser humano, dicen estos dos pensadores, reside en la capacidad para sentirse aceptado por los otros, aceptación que deberíamos con justicia sentir todos los seres humanos independientemente de nuestros logros, méritos, aptitudes y capacidades.
En este sentido, el pretendido mensaje de mi novela viene a destacar, más que ninguna otra cosa, más que la humillación y la exclusión, el amor. Cuando alguien lea la novela quiero creer que no le quedará finalmente el amargo regusto de la injusticia y de la indecencia de nuestra sociedad sino la conmoción ante el poder inigualable del amor. Porque la dignidad humana se nutre principalmente de nuestra capacidad de amar y de sentirnos unidos a los otros.
Voy terminando. Otra de mis obsesiones que se ha colado irremediablemente en mi novela es mi afinidad chomskiana. He querido traer el tema a mi relato en relación con que el ser humano se caracteriza fundamentalmente por su capacidad lingüística, el hecho de que de que solo existe lo que se nombra. El hombre nombra todas las cosas y precisamente al nombrarlas no solo las define sino que las crea.
En todos los idiomas (orales y de signos) existen palabras para definir cualquier concepto, todos ellos. En español por ejemplo existe una palabra para definir la pelusilla que se forma debajo de las camas, el tamo; o esa imperceptible humedad de la piel que no llega a ser sudor, el mador. Y sin embargo, hay un solo concepto que no tiene palabra que lo defina en idioma alguno del mundo. No es sorprendente que así sea. Me explico: podemos decir huérfano para definir al hijo que ha perdido a sus padres. Yerno para precisar una relación de parentesco. Pero no hay ningún idioma en el que una palabra nombre lo inimaginable: el padre que ha perdido un hijo. No existe. Creo que porque es un concepto inconcebible, demoledor, que destruye la propia esencia de la existencia humana. Es el hecho contra natura por excelencia y por eso el hombre se resiste a nombrarlo, en un deseo final de que, por no nombrarlo, no exista jamás tal realidad. En Madagascar ni siquiera bautizan a los niños hasta los cinco años. Así los muchos que mueren antes no han existido y no haberlos bautizado es el único modo de sobrellevar la pena. Lo que no se nombra no existe.
Concluyo ya. Los que leáis la novela y tal vez os arrebate su apasionamiento pensad que no se trata de una novela triste, en la medida que la vida jamás puede serlo. Las circunstancias de una vida, algunos instantes, sí, pero la Vida con su mayúscula, ese milagro, la Vida nunca puede ser triste. Así en mi novela he querido traer el legado de la emoción, porque la emoción crea la belleza. Y a la vez estoy convencido de que la propia belleza genera la emoción humana en una simbiosis increíble.
Pondría el punto final al acto de hoy recordando que entre los papeles póstumos de mi madre encontré apuntada de su puño y letra una frase de un tal Fares Asad con la que querría, entonces, despediros. Con la invitación a la voluntad de ser felices que subyace en mi novela: “hay que sonreír cada mañana porque dios se ha despertado antes que tú y ha colgado el sol en tus ventanas”.
Sea.

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