Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

30 marzo 2020

El retablo de Isenheim y el Covid19


Vaya, hay casualidades que impresionan. Estaba rebuscando entre viejos cuadernos viajeros míos y me he encontrado inesperadamente una libretita con un manuscrito de hace justo veinte años, cuando por fin conseguí visitar una obra de arte que siempre había estado en mi más profundo imaginario. El retablo de Isenheim.
Estas son las notas que escribí:
“Por fin frente al retablo de Isenheim y de repente las crispadas manos me parecen más dulces y relajadas a cómo las recordaba, que era en el momento feroz de la agonía. Y ahora caigo en la cuenta de que ese momento ya ha pasado, el cuerpo crucificado ahora está ya en la inicial laxitud de la muerte. Más esperpénticos se me aparecen los pies retorcidos, las llagas que cubren toda la piel de Cristo, el deshilachado y roto pedazo de tela que cubre su sexo inútil. El resplandor de cera en la cara de la Magdalena abandonada, primera monja que ‘vivirá sin vivir en ella’ un amor terrenal imposible. Debajo de la tabla central está el enterramiento, con rostros expresionistas y con esos pies otra vez, más evidentes aún, desvencijados. Los cabellos de la Virgen como los de una loca. Pequeñas estacas clavadas en el cuerpo de Cristo como si fueran dardos de un San Sebastián (santo protector de las pestes, que en realidad está a su izquierda, tan sereno en la muerte que parece marmóreo). La espesa sangre que se resiste a caer goteando desde el reclinatorio de los pies. La líquida sangre que mana del costado lanceado por Longinos y también del pecho del Agnus Dei al Cáliz. Los ojos de la Virgen, que aparecen bajo el translúcido velo como por milagro. Entre las costillas y las caderas, el cuerpo del crucificado se deforma. Imagino al autor, Matthias Grünewald (a quien tomó a cinco años pintar esta obra maestra, de 1511 a 1516), adoptando esa postura él mismo para comprender el dolor que iba a plasmar. La cruz más auténtica que he visto. Sin embargo parece que los clavos debieran haberse puesto en las muñecas para evitar el desgarro. Es otro diferente el paño que cubre su sexo en el enterramiento. Y no parece que les hubiera dado tiempo a cambiarlo, pues la corona de espinas se encuentra allí, junto a la tumba, en el suelo. Todo está repleto de simbolismo, Oh, Rey de los Judíos, destronado ya. Un cuadro tan extremo invoca al desequilibrio. Por eso tal vez ni siquiera Cristo está centrado en el retablo. El centro de la tabla cae en la completa oscuridad…”.
Y resulta que mis notas incluyen una referencia a que una de las pestes que asoló Europa desde la antigüedad fue la llamada Peste de Fuego, o ergotismo, también conocida como “mal de los ardientes”. Los enfermos sufrían de graves y dolorosas llagas en brazos, piernas y pies, padecían de grandes fiebres y morían. De acuerdo con la tradición, San Antonio, anacoreta del siglo IV, tenía el poder de curar el mal. En el siglo X se fundó la orden de los Antonianos con el propósito de asistir y curar a estos enfermos. Se fundaron gran cantidad de conventos de la orden por toda Europa. El retablo fue encargado para el convento de Isenheim, en Alsacia, para ser utilizado como retablo sanador en la capilla del hospital de la orden.
Así que vaya aquí el retablo de Isenheim para acompañar nuestra sanación individual y común.

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