… querría explicar que la brevedad de mi “novelita” se debe a dos circunstancias. Por un lado, la historia fue escrita en un momento de arrebato, en dos tardes y una mañana de agosto pasado. Por otro lado, la contundencia emocional de lo que se relata creo que habría caído en el exceso y por tanto en la irrelevancia de haber alargado el texto.

A menudo me he preguntado por qué tantos cientos de miles de
personas se dejaron conducir dócilmente hacia las cámaras de gas. Sin
rebelarse. A veces imagino que era porque conservaban una última esperanza en
la clemencia, en que tanta maldad no pudiera producirse. Pero en otras ocasiones
pienso que era porque ya solo la muerte podía tener la fuerza de devolverles la
dignidad humana perdida en los campos de concentración, los guetos, los trenes
de ganado. Aunque enseguida me desdigo y pienso que en verdad la muerte no
dignifica nada en absoluto, porque extingue ese postrer reducto de nobleza
humana que es la vida, la vida sea como sea.
Este pensamiento se unía en mi corazón con una verdad que
había conocido hace casi diez años, al entrar en un contacto íntimo con el
mundo de la discapacidad y aprender de madres de personas sordociegas, o
autistas, o parapléjicas o con profundo síndrome de Down, el hecho de que ellas
llegaran a creer, que cuando ellas, las madres, faltaran, solo la muerte de sus
hijos podría garantizar la pervivencia de su dignidad. En efecto, no pocas
madres me han venido confesado su espeluznante deseo de que antes de fallecer
ellas, murieran sus propios hijos. Para que no se quedaran solos, desamparados
en un mundo inhumano que los excluye.
Esto me zarandeó y ha estado rondando mis reflexiones todos
estos años. Hasta que el pasado mes de agosto entré en una especie de arrebato
que me hizo escribir esta novelita en unas horas, como he dicho.
En fin, me parece perfecto que haya una literatura de puro y
simple entretenimiento. Pero yo he preferido siempre la literatura que pretende
interpretar el mundo como parte del proceso de cambio, de transformación de la
realidad. Una literatura donde uno puede reconocerse, encontrarse, y encontrar
a otros; una literatura que permite entender lo que apenas se vislumbra. Esa es
la que yo he anhelado escribir.
Por eso, finalmente di el paso de escribir esta novela,
inclemente, pero intentando llenarla de espiritualidad y de emoción positiva.
Un poco al darme cuenta de que el mundo de la discapacidad estaba siendo
asaltado, no solo por magníficas obras como “Campeones” de Javier Fesser, sino
por advenedizos. Películas como la de Fesser, o antes “Intocable”, mantenían un
reconfortante equilibrio entre el humor y la tragedia. Muy necesaria la visión
no catastrofista ni victimista pero de repente sentí el peligro de lo
contrario, o sea de que por películas de “buen rollito” como la francesa “Sobre
ruedas”, caigamos en la banalización de la existencia de cuatro millones de
españoles, más su familias, para quienes la desigualdad de oportunidades supone
una vida infinitamente más complicada. Tengamos cuidado para no colaborar en
mandar un mensaje contrario a la realidad de las personas con discapacidad y la
carrera de obstáculos que una sociedad no inclusiva les pone por delante todos
y cada uno de los minutos de su existencia. Cuando el humor es vehículo para
hacer que las personas con vida estandarizada y facilona identifiquemos las
azarosas vidas de otros, bien está, pero no caigamos en el hecho de desposeer
de épica unas vidas que no deberían jamás estar obligadas a superar barrera
tras barrera. Obstáculos que dicen muy poco bueno de nuestra sociedad.
Sentí que con mi novela había “peleado la buena batalla”,
como acostumbra a decir Luis Cayo, cuando en diciembre pasado, con mi texto ya
en galeradas en la editorial, compartí charla pública con mi amigo Jesús
Martín, quien me hizo ver que el extendido uso del término “personas con
capacidades diferentes” se había convertido en un perjudicial eufemismo tras el
cual los biempensantes podíamos amparar nuestras propias vergüenzas. Todos
somos personas, todos tenemos capacidades diversas unos de los otros. Eso es
una penosa obviedad. Pero resulta que hay cuatro millones de personas en España
que, por culpa de una condición concreta de su personalidad y por una sociedad egoísta,
deben afrontar cada día hazañas impensables. Digamos, pues, “personas con
discapacidad”… con toda su crudeza. Hasta que una sociedad plenamente inclusiva
permita que la palabra persona no precise de adjetivos.
Pero, mientras tanto, entendamos la verdad de qué significa
decir persona con discapacidad contraponiéndolo a persona con vida normalizada,
quiero decir con una vida estándar. Yo lo entiendo, por ejemplo, cada vez que
me detengo en una gasolinera y me atiende un hombre o una mujer con síndrome de
Down y salgo de allí mucho más feliz y equilibrado por su infinita amabilidad,
su educación, su simpatía y las ganas de vivir que derrochan y transmiten.
Así que, sencillamente, se trataba en mi novela, como me
decía Jesús Martín, de ponerme a la tarea de hacer de la discapacidad una “circunstancia
corriente”. Aunque para ello comprendí que tenía que empezar por hacer patente la
verdadera dimensión d las implicaciones de la discapacidad. Desvelar sus múltiples
elementos a todos los lectores. No solo a las personas sin discapacidad sino
también a muchos discapacitados. Y a sus familias. Ese era el granito de arena que
pretendía ofrecer mi novela, sabedor con Atahualpa Yupanqui que la arena es un
puñadito pero que hay montañas hechas de arena.
Por ello, el relato no solo aborda la exclusión social en su
forma más cruel, la de las vejaciones públicas, las burlas, los desprecios,
sino la exclusión por omisión, por ser ignorado, por no contar para el mundo, por
resultar irrelevante para los otros, una exclusión que en el más doloroso de
sus aspectos empieza a veces en los propios familiares: padres que rehúyen su
paternidad, como el Javier de mi novela. Pero exclusión de la que más a menudo
somos responsables el resto de ciudadanos. Y cuidado, sutil puede ser la
denigración que provoquemos, ya lo hagamos activa o pasivamente, pero sepamos
que ello no resta un ápice de brutalidad a
nuestros actos. Y por eso a todos los causantes de discriminación debemos
denominarlos “verdugos”.
Porque, cuando alguien detecta el rechazo social por una
característica intrínseca suya, por algo absolutamente trivial como su propio aspecto,
algo de lo que no puede desprenderse, contra lo que no puede hacer nada, como
cambiar el color de su piel, la forma de sus ojos, o su cociente intelectual… Entonces,
¿podemos comprender qué desamparo se instala en esos corazones? ¿Es lícito
consentir que se acepte la injusticia de que unos pocos decidan arrogarse el
derecho a definir qué es la “normalidad”, perdón, qué es lo estándar, y además
se permitan el lujo de organizar la convivencia y la sociedad entera según tal
concepto de normalidad, generando entornos invencibles de exclusión?
Muchos podemos sentir ser ninguneados en algún momento de
nuestra vida: en la familia, el trabajo, el mercado, la autopista, pero
demasiados experimentan este ninguneo diariamente, y ello por la fortuna (ni
buena ni mala) de la apariencia de sus atributos personales, físicos o
cognitivos. Nada más atroz. Sobre todo porque jamás debemos olvidar que lo que
queda al final de la exclusión es el sufrimiento gratuito causado a un ser
humano.
Como dice el profesor Morales en la introducción del
extraordinario estudio de mi amigo Saulo Fernández sobre la humillación y la acondroplastia,
la sociedad pretende olvidar que las personas excluidas no han elegido su
destino, que son otros los que lo han elegido para ellas. Y añado yo que la
sociedad olvida asimismo que los excluidos tampoco han elegido las
características físicas o sicológicas que los hacen “merecedores” de la exclusión.
En definitiva es la sociedad la que genera la exclusión.
Pero, como señala mi novela, apuntar a la sociedad no debe
utilizarse como un karma salvífico, una eximente de la responsabilidad
individual. Todos y cada uno de nosotros hacemos sociedad y somos motores de
los cambios del mundo. Cito a Saulo Fernández: solo cada uno de nosotros en su
día a día cotidiano puede conseguir que los miembros de colectivos excluidos en
un plano personal se sientan dignificados. Y mientras esto no ocurra, nuestra
sociedad será el territorio de la indecencia. Porque la humillación, en
palabras del filósofo Avisahi Margalit, es un atentado “DEL” hombre contra la
esencia del ser humano, contra aquello que nos distingue y nos hace únicos como
especie.
De modo que la discapacidad no se sufre, solo se vive,
porque se basa en unas características propias de un ser humano, que son suyas
y se viven, repito, no se sufren. Lo que se sufre es la exclusión, lo que se sufren
son las dificultades gratuitas, que algunos afrontan en su cotidiana lucha por conquistar
la normalización. Una “normalidad” que, precisamente al contrario, para las personas
con discapacidad no es gratuita sino infinitamente cara en términos económicos
y también emocionales.

En este sentido, el pretendido mensaje de mi novela viene a
destacar, más que ninguna otra cosa, más que la humillación y la exclusión, el
amor. Cuando alguien lea la novela quiero creer que no le quedará finalmente el
amargo regusto de la injusticia y de la indecencia de nuestra sociedad sino la
conmoción ante el poder inigualable del amor. Porque la dignidad humana se
nutre principalmente de nuestra capacidad de amar y de sentirnos unidos a los
otros.
Voy terminando. Otra de mis obsesiones que se ha colado
irremediablemente en mi novela es mi afinidad chomskiana. He querido traer el
tema a mi relato en relación con que el ser humano se caracteriza
fundamentalmente por su capacidad lingüística, el hecho de que de que solo
existe lo que se nombra. El hombre nombra todas las cosas y precisamente al nombrarlas
no solo las define sino que las crea.
En todos los idiomas (orales y de signos) existen palabras
para definir cualquier concepto, todos ellos. En español por ejemplo existe una
palabra para definir la pelusilla que se forma debajo de las camas, el tamo; o
esa imperceptible humedad de la piel que no llega a ser sudor, el mador. Y sin
embargo, hay un solo concepto que no tiene palabra que lo defina en idioma
alguno del mundo. No es sorprendente que así sea. Me explico: podemos decir
huérfano para definir al hijo que ha perdido a sus padres. Yerno para precisar
una relación de parentesco. Pero no hay ningún idioma en el que una palabra
nombre lo inimaginable: el padre que ha perdido un hijo. No existe. Creo que
porque es un concepto inconcebible, demoledor, que destruye la propia esencia
de la existencia humana. Es el hecho contra natura por excelencia y por eso el
hombre se resiste a nombrarlo, en un deseo final de que, por no nombrarlo, no
exista jamás tal realidad. En Madagascar ni siquiera bautizan a los niños hasta
los cinco años. Así los muchos que mueren antes no han existido y no haberlos
bautizado es el único modo de sobrellevar la pena. Lo que no se nombra no
existe.
Concluyo ya. Los que leáis la novela y tal vez os arrebate
su apasionamiento pensad que no se trata de una novela triste, en la medida que
la vida jamás puede serlo. Las circunstancias de una vida, algunos instantes,
sí, pero la Vida con su mayúscula, ese milagro, la Vida nunca puede ser triste.
Así en mi novela he querido traer el legado de la emoción, porque la emoción
crea la belleza. Y a la vez estoy convencido de que la propia belleza genera la
emoción humana en una simbiosis increíble.
Pondría el punto final al acto de hoy recordando que entre
los papeles póstumos de mi madre encontré apuntada de su puño y letra una frase
de un tal Fares Asad con la que querría, entonces, despediros. Con la
invitación a la voluntad de ser felices que subyace en mi novela: “hay que sonreír
cada mañana porque dios se ha despertado antes que tú y ha colgado el sol en
tus ventanas”.
Sea.
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