
Emparentadas por primer lazo de consanguineidad con el
“Diccionario del Diablo” de Ambrose Bierce (“Amistad: barco de tamaño
suficiente para llevar a dos con buen tiempo pero a uno solo en caso de
tormenta”, “Perseverancia: humilde virtud por la cual la mediocridad consigue
un vergonzoso éxito”…), las Balas de Plata de Mallako son un prodigio de
inteligencia contundente. En tiempos en los que la brevedad se ha convertido en
el recurso de demasiados incapaces, sin embargo en Mallako es muestra de que el
talento está al alcance de muy pocos. Lee uno de primeras alguno de sus balazos
y se queda sorprendido, pero lo relee con detenimiento, no solo con
entretenimiento, y entonces entiende hasta el tuétano su intención, la
profundidad de su ironía, su sagacidad exquisita. Así cae el lector desarmado
por este pistolero del que ya esperamos su regreso. Como Gary Cooper, solos
ante el peligro. Vuelve pronto escritor de largo recorrido. (“El tiempo todo lo
cura, pero nada duele tanto como él”, “Lo que somos es como las arenas
movedizas, cuanto más nos movemos para intentar huir más nos hundimos”, “El
misterio de la melancolía: a pesar de que se alimenta de sí nunca se agota”, “El
perdón no existe: solo hay expiación”, “Hay naufragios en los que hasta que uno
no se ahoga y lo pierde todo no logra llegar a tierra”… y así hasta 310
balazos).

El dominio del endecasílabo de Ana, la conecta con la mejor
tradición de la poesía española de los mejores tiempos, que no son precisamente
todos los tiempos de hoy. Su voz en ocasiones evoca a la de Luis Alberto de
Cuenca, y eso la hace doblemente grande, porque Luis Alberto no es solo un
poeta indispensable sino una persona extraordinaria. Y Ana también.
Montojo ya se había convertido por derecho propio en la
poeta del dolor, como apenas pudo serlo recientemente una Elvira Daudet, pero en
este libro trasciende de su propia palabra conocida para alcanzar la esperanza
más allá de lo vivido. Imágenes en sus versos que no pueden encontrarse en la
inanidad de poetastritos cantarines autores de infantiles ripios que pueblan
hoy con demasía las redes que no atrapan un solo pez.
TEDIO
“Parece que tengo
la dura obligación de ser feliz…
…
No sé cómo inventarme cada día
una razón que acabe con el tedio,
un motivo, aunque sea
de ayer –como el pan duro-…
…
Hoy me dejo llevar por los relojes
derretidos de hastío
y voy aquí y allá como un autómata
sin más motivación que la costumbre…
…
Ya no sé en qué recóndito rincón
de mi cuerpo se esconde
el impulso de amar, la dulcísima fiebre
de sentirme en unos brazos,
sinuosos humedales de deseo,
sin proyectos ni horarios ni planes ni futuro,
esa clase de amor sin condiciones
que siempre acaba mal pero era hermoso”.

Barbot está destinado a ser una de las voces esenciales de
nuestra poética actual. Aunque sabiendo cómo está desde hace tantos años el
patio, la excelencia indiscutible de sus versos tal vez no halle pronto el eco
que merece. A Zeus ruego que no sea el caso, porque un escritor como él es
justo y necesario que obtenga ya ese galardón con el que los grandes escritores
reciben el espaldarazo que los empuja a escribir una obra inmortal. Y esta ya
lo es.

Elegir uno solo de los 28 poemas literalmente indispensables
que componen el poemario es delito de lesa humanidad, pero sea para que los más
iluminados salgan ya a la búsqueda de este libro exterminador de indiferencias.
AUTORRETRATO EN SEPIA
“A pesar de estar solo,
vienen a acompañarme esos hombres que fui,
los que pude haber sido,
los que nunca seré,
el azogue que escapa de los ángulos
y el que sigue encerrado mirándome a los ojos,
memorioso y tenaz como el cauce del agua.
Y vuelvo a ser el niño que esquiva los perfiles
y bucea en los charcos,
ese niño que salta la rayuela
sin mirar hacia tras,
aunque nunca termine de aprender a pintar
sin rebasar los bordes.
También soy el anillo y el barro de las botas,
esa tarde que muere cada tarde
y el olvido por dentro de los párpados,
el corsario latente en mis silencios,
fugaz en mi mirada delatora,
valiente y victorioso, pero falso.
Desvelo los secretos del ladrillo,
del asfalto y el verde que crece en sus heridas.
Soy la tierra que pisé y la que estoy pisando,
y esa que algún día
será
peso y cobijo,
negro en el que fundirme para ser
sustancia y alimento,
como un anillo anónimo y oscuro.
Ese anillo que alguien encontrará en el fango,
lo limpiará con agua y desmemoria
y, descifrando solo a medias
la leyenda grabada y sus misterios,
se lo pondrá en el dedo y seguirá adelante,
hacia un cielo de tiza
dibujado en la acera”.
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