Vaya, hay casualidades que impresionan. Estaba rebuscando entre
viejos cuadernos viajeros míos y me he encontrado inesperadamente una libretita
con un manuscrito de hace justo veinte años, cuando por fin conseguí
visitar una obra de arte que siempre había estado en mi más profundo imaginario.
El retablo de Isenheim.
Estas son las notas que escribí:
“Por fin frente al
retablo de Isenheim y de repente las crispadas manos me parecen más dulces y
relajadas a cómo las recordaba, que era en el momento feroz de la agonía. Y
ahora caigo en la cuenta de que ese momento ya ha pasado, el cuerpo crucificado
ahora está ya en la inicial laxitud de la muerte. Más esperpénticos se me
aparecen los pies retorcidos, las llagas que cubren toda la piel de Cristo, el
deshilachado y roto pedazo de tela que cubre su sexo inútil. El resplandor de
cera en la cara de la Magdalena abandonada, primera monja que ‘vivirá sin vivir
en ella’ un amor terrenal imposible. Debajo de la tabla central está el
enterramiento, con rostros expresionistas y con esos pies otra vez, más
evidentes aún, desvencijados. Los cabellos de la Virgen como los de una loca.
Pequeñas estacas clavadas en el cuerpo de Cristo como si fueran dardos de un
San Sebastián (santo protector de las pestes, que en realidad está a su
izquierda, tan sereno en la muerte que parece marmóreo). La espesa sangre que
se resiste a caer goteando desde el reclinatorio de los pies. La líquida sangre
que mana del costado lanceado por Longinos y también del pecho del Agnus Dei al
Cáliz. Los ojos de la Virgen, que aparecen bajo el translúcido velo como por
milagro. Entre las costillas y las caderas, el cuerpo del crucificado se
deforma. Imagino al autor, Matthias Grünewald (a quien tomó a cinco años pintar
esta obra maestra, de 1511 a 1516), adoptando esa postura él mismo para
comprender el dolor que iba a plasmar. La cruz más auténtica que he visto. Sin
embargo parece que los clavos debieran haberse puesto en las muñecas para
evitar el desgarro. Es otro diferente el paño que cubre su sexo en el
enterramiento. Y no parece que les hubiera dado tiempo a cambiarlo, pues la
corona de espinas se encuentra allí, junto a la tumba, en el suelo. Todo está repleto
de simbolismo, Oh, Rey de los Judíos, destronado ya. Un cuadro tan extremo
invoca al desequilibrio. Por eso tal vez ni siquiera Cristo está centrado en el
retablo. El centro de la tabla cae en la completa oscuridad…”.
Y resulta que mis notas incluyen una referencia a que una de
las pestes que asoló Europa desde la antigüedad fue la llamada Peste de Fuego, o
ergotismo, también conocida como “mal de los ardientes”. Los enfermos sufrían
de graves y dolorosas llagas en brazos, piernas y pies, padecían de grandes
fiebres y morían. De acuerdo con la tradición, San Antonio, anacoreta del siglo
IV, tenía el poder de curar el mal. En el siglo X se fundó la orden de los
Antonianos con el propósito de asistir y curar a estos enfermos. Se fundaron
gran cantidad de conventos de la orden por toda Europa. El retablo fue encargado
para el convento de Isenheim, en Alsacia, para ser utilizado como retablo
sanador en la capilla del hospital de la orden.
Así que vaya aquí el retablo de Isenheim para acompañar
nuestra sanación individual y común.
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