Bastantes somos los letraheridos que en público y privado
nos dolemos del silencio que circunda nuestra obra. Yo no es que me sienta
confortado por el “mal de muchos”, ni por la avisa visión del cuento de la
cerillera (la del ruin sentimiento de revancha que disfrutan algunos al calor
del hogar o el restaurante solo cuando ven en la calle a un mendigo suplicando
caridad).
Al revés, creo. Al revés. Cuando descubro las azarosas vidas
literarias y humanas de algunos de mis escritores más admirados, me doy cuenta
de que no tengo ningún derecho a levantar mis sollozos más allá de mi propia
garganta.
Max Aub me viene hoy a la memoria. Uno de nuestros más
grandes autores del siglo XX. Escritor integral (novelista, dramaturgo, poeta,
periodista, paremiólogo, guionista de cine…) tan olvidado en vida como hoy.
Escritor dueño de uno de los mayores conocimientos de
nuestra propia lengua que conozco. No hay libro suyo que lea que no me haga
tirar del Diccionario de la RAE al menos una vez cada tres páginas (una
curiosidad: en las varias temporadas que pasó en diferentes campos de concentración
franceses tras su exilio de la España franquista al final de nuestra Guerra
Incivil, Aub solo dispuso para leer de un tomo de las obras de Quevedo y de un
diccionario). Qué sabiduría, qué talento, qué dominio de la precisión del lenguaje.
Cómo no llevar él mismo impreso en su más profundo sentir que “toda la
desesperación humana radica en la imposibilidad de expresarse con exactitud”, “No
es que no sepamos lo que quieren decir las palabras. Es que las palabras, en el
fondo, no dicen gran cosa. La inteligencia tiene tales límites que dan ganas de
llorar”.
En esto, y en tantas otras cosas más me recuerda a Fernando
Pessoa, que bien sabía que “Todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la
copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer... Todo esfuerzo, cualquiera que
sea el fin hacia el que tienda, sufre, al manifestarse, los desvíos que la vida
le impone; se convierte en otro esfuerzo, sirve a otros fines, consuma a veces
exactamente lo contrario de lo que se pretendía... Lo que pensamos y sentimos
es siempre una traducción” (Bernardo Soares, Libro del desasosiego).
Y sin embargo, un escritor de la talla de Max Aub tuvo que
penar “lo que no está escrito” con su pasión literaria: él mismo se pagaba de
su bolsillo las ediciones de sus obras, y Fondo de Cultura Económica se
limitaba a distribuirlas; en diciembre de 1971 publica “La gallina ciega”, una
prodigiosa reflexión sobre la naturaleza de los españoles, y cuando siete meses
después se produce su fallecimiento, se habían vendido apenas cincuenta
ejemplares. Repito, cincuenta… Sin palabras, o las desalentadas suyas: “Con
seguridad tardarán todavía muchos años en darse cuenta de que soy un gran
escritor. ¿Lo siento? Sí, lo siento, pero no puedo llorar”.
Todos deberíamos sentirlo, y avergonzarnos aún hoy. Lo
mínimo que merece un autor como Aub es un generoso reconocimiento en vida. Pero
no. La España cainita no podía glosar a un socialista liberal partidario (como afirma
Javier Quiñones) de una especie de tercera vía, “movido por un sentimiento de
solidaridad, dice de sí mismo Max Aub, un deseo de que los que no tienen vivan
mejor. No es una idea, añade, sino un anhelo tan viejo como la sociedad”.
En fin, si algo no perdona España es el talento, y la
heterodoxia, la iluminación, la capacidad de ver entre la sombras
inquisitoriales tan patrias nuestras. Y ya lo que excita los peores ánimos es
el desparpajo con que algunos pocos, como Aub, nos echan a los pies sus increíbles
intuiciones: “Camilo José Cela dedica todas las horas posibles a su negocio,
que es la gloria. Sueña todas las noches con el premio Nobel. No hay nada
escrito acerca de que no lo consiga…”.
Demasiado disidente, demasiado auténtico, condenado de
antemano al silencio. No otra cosa para quien, ilustrado, afirma: “Arte es
creación, no reproducción. El arte no es vida, sino muerte que produce vida.
Reproducción es vida que produce vida, no necesita más que artesanos”. Tal vez
su principal problema lo identificó él mismo cuando dijo “Se escribe para
iguales”. Qué pocos lectores a la altura del genio de Aub. “Siempre se acaba siendo
lo que se parece”. Él fue un ignorado, un incomprendido.
No es de extrañar que su último rasgo de talento lo
utilizara para escribirse su propio epitafio: “No pudo más”.
© Foto EFE en
valenciaplaza.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario