Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

27 julio 2020

Llovizna de humildad


Bastantes somos los letraheridos que en público y privado nos dolemos del silencio que circunda nuestra obra. Yo no es que me sienta confortado por el “mal de muchos”, ni por la avisa visión del cuento de la cerillera (la del ruin sentimiento de revancha que disfrutan algunos al calor del hogar o el restaurante solo cuando ven en la calle a un mendigo suplicando caridad).
Al revés, creo. Al revés. Cuando descubro las azarosas vidas literarias y humanas de algunos de mis escritores más admirados, me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a levantar mis sollozos más allá de mi propia garganta.
Max Aub me viene hoy a la memoria. Uno de nuestros más grandes autores del siglo XX. Escritor integral (novelista, dramaturgo, poeta, periodista, paremiólogo, guionista de cine…) tan olvidado en vida como hoy.
Escritor dueño de uno de los mayores conocimientos de nuestra propia lengua que conozco. No hay libro suyo que lea que no me haga tirar del Diccionario de la RAE al menos una vez cada tres páginas (una curiosidad: en las varias temporadas que pasó en diferentes campos de concentración franceses tras su exilio de la España franquista al final de nuestra Guerra Incivil, Aub solo dispuso para leer de un tomo de las obras de Quevedo y de un diccionario). Qué sabiduría, qué talento, qué dominio de la precisión del lenguaje. Cómo no llevar él mismo impreso en su más profundo sentir que “toda la desesperación humana radica en la imposibilidad de expresarse con exactitud”, “No es que no sepamos lo que quieren decir las palabras. Es que las palabras, en el fondo, no dicen gran cosa. La inteligencia tiene tales límites que dan ganas de llorar”.
En esto, y en tantas otras cosas más me recuerda a Fernando Pessoa, que bien sabía que “Todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer... Todo esfuerzo, cualquiera que sea el fin hacia el que tienda, sufre, al manifestarse, los desvíos que la vida le impone; se convierte en otro esfuerzo, sirve a otros fines, consuma a veces exactamente lo contrario de lo que se pretendía... Lo que pensamos y sentimos es siempre una traducción” (Bernardo Soares, Libro del desasosiego).
Y sin embargo, un escritor de la talla de Max Aub tuvo que penar “lo que no está escrito” con su pasión literaria: él mismo se pagaba de su bolsillo las ediciones de sus obras, y Fondo de Cultura Económica se limitaba a distribuirlas; en diciembre de 1971 publica “La gallina ciega”, una prodigiosa reflexión sobre la naturaleza de los españoles, y cuando siete meses después se produce su fallecimiento, se habían vendido apenas cincuenta ejemplares. Repito, cincuenta… Sin palabras, o las desalentadas suyas: “Con seguridad tardarán todavía muchos años en darse cuenta de que soy un gran escritor. ¿Lo siento? Sí, lo siento, pero no puedo llorar”.
Todos deberíamos sentirlo, y avergonzarnos aún hoy. Lo mínimo que merece un autor como Aub es un generoso reconocimiento en vida. Pero no. La España cainita no podía glosar a un socialista liberal partidario (como afirma Javier Quiñones) de una especie de tercera vía, “movido por un sentimiento de solidaridad, dice de sí mismo Max Aub, un deseo de que los que no tienen vivan mejor. No es una idea, añade, sino un anhelo tan viejo como la sociedad”.
En fin, si algo no perdona España es el talento, y la heterodoxia, la iluminación, la capacidad de ver entre la sombras inquisitoriales tan patrias nuestras. Y ya lo que excita los peores ánimos es el desparpajo con que algunos pocos, como Aub, nos echan a los pies sus increíbles intuiciones: “Camilo José Cela dedica todas las horas posibles a su negocio, que es la gloria. Sueña todas las noches con el premio Nobel. No hay nada escrito acerca de que no lo consiga…”.
Demasiado disidente, demasiado auténtico, condenado de antemano al silencio. No otra cosa para quien, ilustrado, afirma: “Arte es creación, no reproducción. El arte no es vida, sino muerte que produce vida. Reproducción es vida que produce vida, no necesita más que artesanos”. Tal vez su principal problema lo identificó él mismo cuando dijo “Se escribe para iguales”. Qué pocos lectores a la altura del genio de Aub. “Siempre se acaba siendo lo que se parece”. Él fue un ignorado, un incomprendido.
No es de extrañar que su último rasgo de talento lo utilizara para escribirse su propio epitafio: “No pudo más”.
© Foto EFE en valenciaplaza.com

No hay comentarios: